lunes, 23 de julio de 2012

Los Matasoles

Otra hubiese sido la historia si Ludovico Puentelenco hubiese nacido en otra región de la tierra; por ejemplo, nadie dudaba de que hubiese sido muy feliz entre los Jíbaros, reduciendo cabezas, ni tampoco como monje de alguna lejana nación mongola, contando las estrellas y casando parejas post-mortem. Pero Ludovico había nacido en una familia de alta alcurnia, los Puentelenco, durante la que sus contemporáneos dieron en llamar la era de las luces o la iluminación, y no tuvo mejor idea que dedicarse a sus estrambóticas ideas en medio de sus propios hombres, su propìa sociedad.

Bien han dicho los estudiosos que el hombre debe mucho a la sociedad en la que nace; Ludovico lo entendía así y quería hacer un bien a la humanidad, que por aquel entonces y con el reciente descubrimiento de la luz eléctrica se veía al márgen de la era oscura y tenebrosa que había pasado. El hombre se redescubría todos los días, y ser parte del Círculo Intinerante de Científicos de Viena era un honor que Ludovico esgrimía sin ton ni son.

Ya de pequeño se había sentido inclinado hacia los fenómenos naturales; que porqué las estrellas cambias, que porqué la tierra es redonda, que porqué las cosas caen en línea mas o menos recta hacia abajo, y no hacia arriba. Y es que Ludovico examinaba y comprendía (o creía comprender) los más elevados manifiestos de su época. La máquina a vapor no le guardaba misterios; la había entendido a la perfección y le ayudaba como fuerza hidráulica en cualquier empresa que pretendía realizar, además de la abultada billetera familiar. Su familia, por el otro lado, le dejaban hacer. Siendo un grupo de secos y esmirriados banqueros con una buena reputación, sabían que Ludovico era la vergüenza encarnada, pero todo el mundo era consciente de ello, inclusive sus colegas científicos. El hecho de que quisiera mirar hacia los soles y decir "soy inventor" difería mucho de llegar a contemplar algo como "soy un inventor útil".

Ludovico tenía el don de inventar, eso era innegable; tenía el don de poner el ojo donde nadie pensaba siquiera en crear artilugios para algo. Pero también tenía la bondad de la inutilidad, y sus invenciones, un poco payasescas, hacían que el Círculo Intinerante se burlase de él en demasía.

Un buen día de primavera, por ejemplo, pidió audiencia con los respetados caballeros del Círculo, y comenzó su declaración diciendo que nadie estaba a salvo de la muerte.

"En efecto, mis amigos" continuó Ludovico "Todos debemos morir o fallecer en alguna ocasión. Creo que es hora de empezar a comprender, en otros términos de nuestro mundo moderno, como deberíamos afrontar la muerte. Hoy por hoy, la muerte no es comprendida del todo bien, cuando debería ser entendida como la fecha de vencimiento que cada uno de nosotros tiene. Hoy día, nuestros bancos son gentiles con nosotros, y los prestamistas no nos corren con un hacha. Es más gentil cambiar la clasificación, dar prórrogas y llamar a los deudores 'incobrables' más que 'recién fallecidos'. Caballeros, es por esto que les presento La Prórroga de la Muerte!"

Obviamente las autoridades médicas se rieron, y a viva voz, de lo que decía Ludovico. Presentó una extraña máquina, similar a un ataúd donde, explicó, el que se acercaba a la fecha de vencimiento (todavía utilizando aquella terminología) se sentaba a narrar o a mirar adecuadamente, a hacer el balance de su vida y ver si su prórroga se podía extender. La máquina, fuera de funcionar, demostró ser un fracaso; Ludovico experimentó con ella delante de sus colegas, utilizando un perro moribundo como sujeto. Había un pequeño despacho de combustible que, Ludovico decía, debía ser la moneda de cambio para que la muerte entendiese con quién estaba tratando; el producto de la vida del individuo. Para ello, introdujo en el caso del perro flores arrancadas, unos cuantos soretes y comida para perro. Ello, explicó, era el verdadero producto del perro. Sin embargo, una vez iniciada la máquina, el perro murió como debía ser y todos se retiraron abochornados. En vano intentó Ludovico explicarles que era muy probable que el perro no pudiera hablar con la muerte, al ser un animal no sapiente, y muchísimo menos pudo dejarles caer la idea que esos elementos simbolizaban la felicidad, cosa que el perro producía sin cesar, y que quizás se hubiese equivocado en la simbología.

Lo rechazaron, le sellaron sus papeles y se marcharon como una tropa hacia el frente enemigo, y Ludovico quedó solo, con su máquina y su perro muerto.

Pero Ludovico no cesaba. No era un obseso ni un obstinado, y sin embargo no se dejaba defraudar tan fácilmente. Se llevó sus cosas y se encerró en su estudio, con la cabeza llena de nuevas ideas, a trabajar en diseños y planes. Se carteaba con grandes pensadores de su época, lo cual le demandaba más tiempo de lo que él creía, pero no por eso dejaba retroceder su trabajo. Al cabo de unos meses, se presentó de vuelta en el Círculo.

Esta vez, Ludovico llevaba consigo nada más que un bastón y una caja de madera vacía. Empezó pidiendo disculpas por su anterior presentación, pues su invento aún era un prototipo (jamás admitía estar equivocado) y era procaz mostrárselos aún. Sin embargo, decía, había estado trabajando en una teoría que no necesitaba de ningún medio físico para ser demostrada.

"Ninguno físico, pero si mental" declaró Ludovico, y las barbas se encresparon de molestia ante otro disparate por venir "He estado ahondando un poco en las teorías de nuestros antepasados, los geómetras, y me he dado cuenta de un hecho básico; el hombre no está hecho para vivir en las estructuras edilicias que tenemos hoy día. El hombre, como cualquier homínido, está hecho para vivir en el verde, entre sus hermanos animales; lo demuestra cualquier simioide captivo que no tarda en entablar amistad con lo que tiene más cerca, pues lo animal le es amigable..." (...) "Esto, mis queridos colegas, demuestra que debemos plantear, como comunidad científica moderna, un cambio de base en la arquitectura. Debemos plantear playas de recreamiento donde un hombre tenga unos pocos aposentos donde proteger su pudor y su integridad física, pero el resto ha de ser lo más magro posible, pues donde el hombre vive no debe haber nada artificial. Lo demostraré de la manera más simple que pueda"

Acto seguido, Ludovico caminó derecho hasta una pared y se fue de morros contra ella, ante la sorpresa general. Despeinado y un poco menos fastuoso, se levantó, ayudado por su bastón , y volvió hasta su caja de madera.

"En efecto, caballeros, acabamos de ver demostrada mi teoría. Mi cuerpo no sirve a espacios cerrados: la trayectoria que tenía planteada no necesitaba esa pared en el medio. Y antes de ponernos a pensar en que tan radical es mi pensamiento, pues sé que lo es, propongo la manera más sencilla de comenzar el cambio, que debería ser gradual; dónde nos sentamos. La gran mayoría de nosotros tiene un mobiliario fantástico e irreverente, cuando nuestro cuerpo está perfectamente planeado para yacer en cualquier lugar, por incómodo que sea. Caballeros, lo que propongo es introducir el cambio de a poco, empezando por sustituír nuestras sillas por simples cajas de madera como ésta" dijo, sentándose "donde podamos comenzar a planear, a la larga y en nuestra desendencia, la creación de las playas de las que hablaba antes"

Inútiles fueron las imprecaciones de Ludovico respecto a ello, y mucho menos sirvió como gesto de gentileza (que resultó más bien de incordio) donar tantas cajas de madera pulida al Círculo Intinerante como sillas había en la institución. Lo sacaron a empujones y le molestaron con imprecaciones absurdas, respecto a que estaba loco y que pretendía demoler lo que el concepto de civilización demostraba. Él y todas sus cajas fueron a dar a la calle, y terminó vendiéndolas como leña en un negocio local.

Los científicos se reían nerviosamente cuando Ludovico se fue. Ese hombre, con el que se podía sostener una charla totalmente coherente y elevada sobre teorías científicas contemporáneas y que comprendía a la perfección términos complejísimos que a muchos de ellos todavía les costaba aceptar, definitivamente era un excéntrico. Lo salvaba del encierro su abultada billetera y el hecho de que fuera totalmente inofensivo.

Pero, una vez más, Ludovico no se rindió. Presentó durante muchos años una serie de invenciones y de conceptos tan absurdos como él mismo. Poco a poco fue comprendiendo un hecho que, por ser tan básico, no había notado antes; que el hombre (y en especial el Círculo Intinerante de caballeros de Ciencia) no está preparado para cambios de fondo, ni mucho menos para la libertad que, él creía, retomaría algún día. Todo lo contrario; había nacido en una época en la cual el género humano estaba más definido por lo que censuraba que por lo que creaba. Y, viendose actor de la libertad en medio de un escenario de censura, estaba un poco perdido. Sabía esto y lo comprendía; se ha dicho que era absurdo, pero no que era estúpido.

Por eso mismo fue con un renovado orgullo, aquel invierno, a presentarles su último invento a sus colegas. Por aquel entonces, Ludovico ya usaba bastón y su pelo era cano, y era un personaje más de Viena, un ciudadano pintoresco y payasesco que a todos divertía sin cesar. Por eso mismo sus presentaciones se habían trocado más en espectáculos teatrales que en otra cosa.

Ludovico carraspeó antes de empezar a hablar, pues el smog de la ciudad lo había molestado en su camino hacia el Círculo.

"Caballeros" dijo, con toda pompa "Creo que no soy el único a quien el sol molesta en los momentos menos indicados. En efecto, el sol es nuestro más grande aliado y nuestro mayor enemigo; molesta las horas de insomnio, cuando debemos recuperar horas de sueño invertidas durante la noche; consume y corroe todo lo que construímos con lentitud inexorable y, sobre todo, nos consume a nosotros. Por ahora, es la base de toda la vida; sin él, no podríamos estr aquí de pie y respirando. Pero nuestro sistema es defectuoso; el proceso de oxidación mediante el cual obtenemos la energía para realizar cualquier acto es lo que nos hace envejecer y, como consecuencia, morir. En efecto es el sol el que nos da la vida y nos condena a muerte, las dos cosas al mismo tiempo. Con la fe puesta en saber que mentes más lúcidas que la mía y más brillantes que todas nuestras teorías juntas lograrán, algún día, cambiar al hombre para poder descubrir otro sistema de alimentación energética, es que he regresado a mostrarles mi último invento: El Matasoles!"

Entonces mostró un pequeño rociador cargado de un líquido en apariencia oscura.

"Esta sustancia, mis colegas, es un cóctel de metales pesados de mi propia invención, colocado simplemente dentro de un rociador como cualquiera hallarán en una casa de jardinería. Rociando la dirección en la que llega la luz del sol se ganan dos cosas: primero, los rayos del sol expanden las moléculas del gas, que bien podría servir como nube temporal para bloquearla en momentos en que nos moleste. Pero no se engañen; los metales pesados son inertes por naturaleza, y tienen una gran afinidad por nuestra atmósfera. Dando con esta clave y sabiendo que gran parte de nuestros gases naturales escapan de la atmósfera hacia el espacio, y que nuestro sol tiene una atracción tan grande como la de cualquier estrella promedio, he comprendido y diseñado este gas para que repela en gran parte la carga electromagnética del sol manteniéndose en una órbita estacionaria durante muchísimo tiempo. Lo que estoy diciendo, caballeros, es que de usar esta invención, fuera de sus fines prácticos inmediatos, estaríamos de a poco cegando el sol, hasta que una nube tan grande como la estrella misma de este cóctel de metales pesados le rodee por completo. Ahí pueden suceder dos cosas; la nube colapsa contra el sol y el sol, si mis cálculos no son errados, quedaría convertido en otro gigante de polvo y tormentas como es nuestro Júpiter, o permanece encerrado en perfecto equilibrio electromagnético-geocéntrico por la perpetuidad, hasta que alguien decida deshacerlo"

Los caballeros estaban mudos. Era la primera vez que veían algo posible en las manos de aquel viejo excéntrico.

"Estás diciendo que con esa cosa iríamos haciendo una nube alrededor del sol, poco a poco, hasta que no quede nada más que una gran esfera de gas hecha de metal?" preguntó uno de los más viejos y renombrados científicos.

"Exactamente, mi querido colega" dijo Ludovico, y adivinó el susto en esos ojos exageradamente enormes de sus colegas "Pero confío en que, para ese entonces, podamos contar con mentes inmensamente superiores a las nuestras, que puedan deshacer esto si así lo quieren"

"¡Insensato!" le gritó entonces un botánico "¡El sol es la base de toda la vida! Si tu defectuoso invento funcionara, aniquilarías el género humano"

"No necesariamente" dijo Ludovico, queriendo explicarse "¿Acaso podía arquímedes pensar en electricidad? ¿Podía Aristóteles pensar en geocentrismo? No, son conceptos que se les escapaban, como se nos escapan a nosotros ahora otros conceptos, pues no podían siquiera imaginarse el futuro. El futuro, mis amigos, es incierto, y el hombre ha demostrado a rajatable que la norma del progreso nos legisla a todos"

Esa noche Ludovico fue despojado a la fuerza y en contra de sus caballerosas protestas de todo aquel líquido nefasto que había preparado en sus laboratorios. La mitad del auditorio que le prestó atención (pues la otra mitad creía que eran desvaríos de un viejo loco) aprestó a las autoridades para que intervinieran y se llevaran aquella arma malévola que bien podría borrar de la faz de la tierra al hombre.

Obviamente, para Ludovico el desenlace fue un poco triste, pues la falta de esperanza que sus congéneres tenían en el futuro de la raza humana quedaba irónicamente plasmada a través de actuar en el presente. En cambio, él había propuesto un cambio negativo gradual, lo suficientemente lento como para que cualquier mente científica de algún siglo XXV o XXVII pudiera preverlo y hacerlo reversible.

"Es inútil" pensó Ludovico, resignado "No existe para estos hombres medida que los haga felices. Cuando se les propone la libertad, renuncian horrorizados, y cuando se les celebra la castración, se levantan en violencia. Definitivamente, al hombre como género le queda mucho por recorrer"

También, para colmo de obviedades, Ludovico Puentelenco siguió inventando hasta el día de su muerte. Pero esos otros inventos son otras historias.


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