lunes, 24 de junio de 2013

Dónde encontrarse en el apócrifo

No escapa a la lucidez de cualquier lector, internauta o mascachicles de vuelto que los autores apócrifos como quien suscribe somos plaga. Si señores, una verdadera plaga. Es increíble cómo surgen de cualquier rincón, en cualquier contexto y cualquier situación.

Cuando hablo de escritores apócrifos me refiero a todos aquellos, nosotros, los que buscamos sin buscar y con una relevada fatiga el escenario que nos inmortalizará. Leía hace instantes el mensaje del prólogo anarquista de la colección Utopía Libertaria respecto a la Antología que hicieron sobre el primero de mayo y todo lo que involucra: comentarios al márgen, existe una incidencia sobre la verdad manufacturada que nos duele, que nos venden y que nos enchufan desde muy pequeños. La gran mayoría de nosotros tiene en la cabeza el concepto de escritor, que generalmente difiere de la palabra poeta (aunque todavía no se porqué), como de un demiurgo letrado, solo en su torre, abandonado al márgen de la humanidad; o del ídolo vanagloriado por multitudes, cerificado de plástico y producción sionista de hollywood; da igual, porque al fin y al cabo ambas imágenes son utopías en el sentido rígido de la palabra; son figuritas, tal como las coleccionábamos de chicos.

El principal problema de un escritor es la frustración. La frustración es un veneno de acción lenta, cancerígena, que demuele y consume las energías del que haya pensado, por más que haya sido un segundo, en escribir un libro. La principal frustración (o con la que me encuentro siempre) es con una cuestión de calidad de lo producido; puede ser en términos técnicos (tipo y ortografías o gramática rebuscada al pedo) o en términos argumentales o conceptuales (que no, que ésto es re chicloso, re pelotudo, re ---). Éste es el error cardinal y más pelotudo que puede tener cualquier persona que quiera escribir. Ambos errores en calidad se resuelven someramente trabajando; leyendo lo suficiente o practicando las leyes tan mutables de nuestra lengua (o la lengua en la que se escriba), consumiendo contenidos de todo tipo (gráficos, pero también argumentales y demáses, que nos pueblen y nos sacien). Ahí es cuando la marabunta de ideas comienza a bullir.

Así como la frustración es un problema, debería ser también un motor. Cuando uno se calienta porque no le sale algo tiene que tomar ese mismo enojo con uno mismo y no dejar que se enfríe; cuando el enojo se enfría se transforma en tristeza, y de la tristeza se pasa al desgano muy facilmente. Una vez llegados ahí, PUF, no hay más libro y el escritor se toma una siesta adentro nuestro.

Es increíble, pero vivimos en una época donde la tecnología de la comunicación permite contactarse con un gran porcentaje de la gente en el mundo. Les sorprendería saber cuántas de ellas escriben, han escrito o piensan escribir. Ésta es una época donde, también, todo el mundo revela que tenía un abuelo escritor y una tía poetisa; que se iban todas las tardes al cafetín de la esquina, que ya no existe más, para hablar con el mozo y arrancarle historias. Que daban largos paseos a la luz de la luna, a solas, para poder inspirarse y escribir en la soledad del ranchito o la homilía de domingo unos versos apretujados por el frío.

La cosa es simple; el hombre que sabe escribir va a escribir en algún momento de su vida, así como todos dibujamos por más que nos resulte horripilante lo que hagamos, o cantamos en la ducha o bailamos en pelotas cuando no hay nadie presente. La diferencia es justamente esa; dejar de hacerlo cuando nadie nos ve. El olvido es la única muerte que existe; me consta saber que han pasado por el mundo miles, millones de escritores que se llevaron su obra a la tumba. Con tan solo contemplar que la bibliografía del mundo antiguo con la que se cuenta es mucho menos de la mitad de lo que se escribió sabrá versificarse lo que quiero decir; que el mundo que nos contaron, aquel del que estamos tan seguros, donde los romanos eran un imperio borracho y los griegos abrochaban discípulos para derramar sobre ellos veracidad ajena es solo una versión de la historia. Una de miles.

Oesterheld, que en estos últimos años ha cobrado una fama también apócrifa, viralizada por la política y los medios masivos, escribió una obra que salió en  su tiempo en el folletín el Descamisado, que se llamaba "450 años de guerra" y narraba, desde su óptica, la invasión del imperio sobre la américa que el soñaba unificada. Una de las frases, durante la fase de imposición y conquista española, era -palabras más, palabras menos- "cuanto indio poeta, astrólogo, matemático o ingeniero habrá muerto en la mina y en la zaga. Cuántos? Cuánto sacerdote, profesor, músico o actor se habrá inmolado en la pica y en la pala?". Lo mismo sucede y sucedió con los escritores apócrifos. Miles de escritores que cajonearon sus cosas porque dijeron "esto no es bueno" o "nadie va a entenderlo".

Somos apócrifos porque no estamos bajo el reflector; métanselo en la cabeza, J.K. Rowling, Stephen King y cualquier otro autor que se quiera traer al potro ahora son casos excepcionales, cuyas historias de vida, ornamentadas y fileteadas correctamente, nos dejan un abismo de diferencia entre nuestra vida comunacha y la suya. Una, una profesora media muerta de hambre que la pega teóricamente de pedo; el otro, un lavandero o profesor de lengua y literatura alcohólico que de pedo podía pagar los medicamentos de sus hijos y de golpe y porrazo la pega con Carrie.

No, muchachos, no; acá las cosas no son así. No va a venir el editor adjunto de Sudamericana o Planeta para ofrecerles un contrato que les solucione la vida. No van a ser Elois de Wells, contemplando el sol todo el día, pagando su existencia con su imaginación, no. Otra cosa que se tienen que meter en la cabeza los que quieren realmente vivir de la escritura; escribir es un trabajo, y como todo trabajo, es una plaga bíblica. Por más que en nuestra sociedad aparcada todavía en ciertos usos y costumbres del tipo "mi hijo el Dotor" haga de un tipo que publicó un libro, cualquiera sea el medio, un Escritor con E mayúscula, ésto no le soluciona al tipo cómo pagar el alquiler o cómo morfar a fin de mes.

El otro preconcepto que se tiene en la cabeza es que escribir es un arte y que, ante todo, es algo de una selecta minoría. Soportan este andamiaje macabro el hecho de que los círculos editoriales y literarios sufran de una permeabilidad tan baja, que es prácticamente imposible poder devenir en algo que pague las cuentas sin tener que sufrir un trámite infernal importante. Pero recuerden, es un trabajo. Ante todo, es un trabajo.

Yo creía que era escritor a los 11 años, cuando hacía cuentitos de terror que se parecían notablemente a los que leía de R.L. Stine o en cualquier separata de la revista Genios. Más tarde, creí ser escritor cuando empecé mis primeros fanfics sin siquiera saberlo, y más aún se reafirmó mi creencia cuando empecé un trabajo en colaboración con autores de diferentes provincias de mi país. Más tarde, entrado en el rumbo facultativo y queriendo hollar un poco el rumbo del filósofo que incluía mi carrera de manera gratuita, creí ser escritor.

Tras unos años de moverme por algunos lados, husmear otros tantos y bastante escritura, puedo decir que pertenezco a la masa apócrifa que escribe, entre los que se encuentran talentos que jamás serán correctamente remunerados y barrabasadas dignas de nuestra época, tan bella y plural. Si, plural es la palabra.

Somos escritores apócrifos porque justamente estamos contra el canon del escritor abandonado a su torre o del ídolo pop de finales de siglo pasado. Nuestro ídolo es nuestro ego vanagloriado por haber podido dejar la piedra en el lugar que corresponde, sin que se nos caiga como a Sísifo, y nuestro ermitaño en la torre acariciado por la luz de luna es la madrugada desvelada con mate y música de fondo. Porque aquí corre otro factor, mucho más importante; somos tipos privilegiados, muchachos. Podemos leer y escribir, cosa que no cualquiera pueda. Estamos a un click de distancia (a veces literal) de cualquier contenido querramos consumir; arte de cualquier tipo, junto a documentación digna de investigadores. Podemos hablar con figuras que antes eran totalmente inalcanzables, y si bien la barrera todavía existe, con certeza ha disminuído bastante gracias a la implosión mediática. Entiéndanlo, somos privilegiados; Arlt tenía que pedir los telegramas que sobraban en el correo todos los días para poder escribir porque no tenía guita para comprar papel, Robin Wood pasó años deslomándose en cualquier escombro sin saber que la había pegado con sus guiones de Nippur. Para muestra, basta un botón; Saracino y su serie de Germán, a quien ya mencionamos antes, o tantos otros que lucran con el talento de la posición, las relaciones públicas y el carisma.

Entiéndanlo muchachos, somos apócrifos. Vamos en contra de ésto, implícita o explícitamente. Porque podés querer aspirar a eso, pero hasta que logres ser lo que se conoce como "el escritor consagrado" vas a seguir siendo apócrifo. Pocos conservan su carácter apócrifo cuando llegan a la consagración (lo que sea que eso implique), porque se dan cuenta que los reflectores, las entrevistas y los billetines no vienen nada mal. No tiene nada de malo ni se les puede echar la culpa; somos seres consumidores en un mundo prefabricado para consumir. Pero continuar siendo apócrifo es algo que pocos todavía conservan.

El resto nos queda a nosotros, mis queridos. Se que existen y se que están ahí, del otro lado, quizás cavilando sobre una idea adaptada de otra idea adaptada; o quizás viendo cómo implementar un buen diálogo que escucharon en un colectivo en algún cuento que ande rondando por ahí. También son ustedes, apócrifos, los que encuentran el lenguaje de la calle, los fenómenos climáticos y la humanología y lo plasman (con la mejor onomatopeya, que es el ruido a vómito) en poesía. Apócrifos somos miles; somos una masa innominada todavía, como celulas dormidas de una superestructura que quizás jamás se orqueste.

No tenemos una brújula más grande que nuestro gusto, nuestros instintos, nuestro "lugar feliz" si se le quiere llamar. No tenemos más impulso que el desgaste, la frustración y, como dijo una artista gráfica cuyo nombre escapa a mi memoria, la certeza de que vamos a morir. Ése es precisamente el punto. Vas a morir algún día. ¿Vas a escribir todo eso que se te cruza por el pecho, la cabeza o los genitales, o vas a dejar que pase de largo? ¿Vas a integrarte a los Apócrifos, lambisconeada o no mediante, o te vas a llorar de viejo porque tiraste de un carrito de supermercado toda tu vida?

Arrimate. Somos muchos.