miércoles, 29 de febrero de 2012

Primero, Fusilarán a los Niños

Muy pocas veces se me ocurren preguntas originales para hacer o para hacerme. En todo caso, las respuestas expuestas en el Tintero son respuestas que se explican en sí mismas, reflexiones, no conclusiones nacidas de preguntas. Las preguntas son la viruta, las astillas que salen de cualquier obra que cualquier persona que utilice el pensamiento vivo como herramienta encuentra de vez en cuando; construyendo unas cuantas cosas en madera, tarde o temprano terminamos cortándonos, o teniendo los dedos llenos de preguntas clavadas. La obra en sí termina ilesa; pero si nos terminamos lastimando demasiado podemos reevaluar volver a hacer una.

La pregunta clave aquí es para qué existe el Tintero. El Tintero sirve, principalmente, como asiento más o menos seguro (con la relativa seguridad que dan servidores que nos son ajenos) para almacenar estas reflexiones, que surgen en el devenir de los días que cualquier persona tiene. Por lo general, estas reflexiones nacen en la gran mayoría de los hombres, pero ninguno le da pelota; La Máquina apura y molesta, difumina y perturba el pensamiento vivo, esa nube que nos caracteriza como humanos; es totalmente normal, ya que la Máquina quiere que asumamos, no que cuestionemos. Mientras más se asegure el herraje que nos contiene, mejor; y mientras más lejos se halle la ecuación de la duda, más placentera será la vida. Por lo general, y es por esto que escribo, también soy víctima de mi propia cabeza que, programada para el olvido, hace nacer efímeras conclusiones que nunca verán la luz. No me dificulta vivir de historias; las historias, por otra parte, permanecen en mi cabeza, a pesar de verse un poco alteradas con el paso del tiempo; esto se debe a que las historias cautivan, solucionan y resuelven, y ayudan a la supervivencia. El pensamiento vivo, por otro lado, es la respuesta natural (o experimental) ante una cadena de pensamientos que se da por un determinado momento, o mejor, en un determinado momento. Es por esto que es más propensa al olvido que las historias, relativamente inmutables y no atadas a una situación, sino a muchas.

Pero basta de preámbulos. Antes que la reflexión se desvanezca en la inmensa maraña que es el olvido, vamos a escribirla, con presteza y sin ninguna habilidad.

El título de este fragmento es bastante elocuente, aunque pueda ser debatible, como todo. Principalmente hace referencia al tema principal; la infantilización como herramienta para la alienación y el espectro denigrable del ser humano, cuando ha de moverse por una necesaria cantidad de pasillos un poco misteriosos al ir creciendo. Estoy hablando de la muerte del Niño que fuimos y que, en parte, deberíamos seguir siendo.

Primero que nada, creo menester brindar mi visión del hombre como criatura que crece. A diferencia de cualquier otra criatura, y gracias a la sapiencia y un manojo de sentimentalidades, el hombre tiene un crecimiento por etapas. Sin salirnos del orden biológico establecido, un hombre pasa a lo largo de su vida por unas cuantas etapas de crecimiento que pueden hallar explicadas en wikipedia o en el libro gordo de petete. Y como nos enseñaron en la primaria, llenos de bolitas y barro, el hombre "nace, crece, se reproduce y muere", dándole fin a una vida de antorcha que pasa (o no) su fuego a la generación venidera.

El hecho de brindar una visión reduccionista sobre el crecimiento no ayuda ni un poco. Debido a la capacidad de raciocinio, el hombre crea en su integridad uno de los conflictos más inestables jamás contemplados; el de la sentimentalidad en contra de la razón, o a favor, dependiendo de dónde sople el viento. Reconozcamos que la sentimentalidad es uno de nuestros lados que está más atado a las pasiones animales, que no son para nada viejas y siguen presentes como en nuestro primer antepasado, y vislumbremos que la razón, por el otro lado, es una maravilla ilusoria y casi imposible, pero que está presente y funciona. El hombre sensible es una base preciosa; pero si colocamos en la ecuación al hombre razonable (no voy a decir inteligente), va a haber conflictos desde el vamos; la razón no ama, no odia, no sueña, y muchísimas veces halla innecesario tanto percance para alcanzar un determinado objetivo. Donde los usos y las costumbres tienen su apoyo sentimentaloide, la razón halla razones para perder el tiempo, quizá una de las cosas más poco valoradas que el hombre tiene (el tiempo por ser vivido, se comprende). Y es así que nos hallamos entre la espada y la pared; el hombre que intenta transformarse en un hombre tiene que asesinar a su propio niño para poder avanzar dentro de una etapa en la cual pueda decirle a la mujercita que le gusta que le de un beso.

Vámonos a los extremos, que son divertidos. Si existiera un hombre completamente racional cuya sentimentalidad fuera nula, el rito de apareamiento, por decirlo de alguna manera, sería muchísimo más rápido y futil; lo mismo para un hombre de cero raciocinio (siempre asumiendo que el contexto le favorezca), puesto que las pasiones serían atendidas sin mediaciones. Justamente, la mediación entre razón y sensibilidad son las que nos hacen crear y recorrer maravillosos caminos que son únicos, en tanto y en cuanto el hombre es el único ser capaz de inventarse una excusa para realizar lo que su razón o su sensibilidad le dice que no, mientras que el lado antagonista aclama por su realización.

Es muy sencillo deducir que de esta constante guerra nace la ética y la moral; instituciones creadas desde la razón para el ordenamiento y la etiquetación de la sensibilidad emocional. No es extraño entonces preveer porqué no hay códigos que sirvan para todos, cual libro de cocina; nadie tiene un igual en el mundo, y los puntos de vista son millones. El propio código moral y/o ético es una muleta que el hombre usa para poder moverse en un mundo racional, irónicamente creado por animales sensibles. De hecho, es muy cómico mirar ahora a la Máquina y empezar a contemplar que, quizás, no todo sea tan difuso, sino que este propio armatoste haya sido diseñado por hombres aparentemente racionales que ejercen con plena libertad su sentimentalidad.

Pero no es momento para la hipocresía; ese es tema de otro fragmento. A lo que voy ahora es, justamente, al asesinato del niño que llevamos dentro, retomando un poco mi hilo conductor; un asesinato silencioso (y a veces brutal) que es consentido por la Máquina, pero tampoco obligatorio. Veamos este asunto un poco más de cerca, y para eso, voy a tener que llamar una vez más al escenario a uno de mis payasos favoritos; el Progreso.

Con la idea del Progreso, bailoteando su canción en el escenario, la razón ha dictado en los hombres la cuestión de los estadios, las etapas, las postas; una veintena de pasos que van en constante mejoría, de ser posible, o avanzan hacia un futuro mejor. De esta manera, el hombre común y corriente, desmentido de ser una maravilla, cree que en un principio va a ser una porquería y que, lentamente, se transformará en el soñado hombre completo. El hombre completo varía en el esquema dependiendo de quienes queremos llegar a ser, pero la idea persiste; siempre nos falta estudio, siempre nos falta experiencia, siempre nos falta, nos falta. Y es que en esta idea, el único hombre completo, si es que llegara a existir, es el hombre muerto. Nadie cesa de convertirse en algo mejor hasta que se choca de cara contra su propia lápida.

Una vez más, la idea de los estadios no es mala, en absoluto, pero existe una razón para el título de este fragmento; básicamente, es idea general (y alarmante su gran aceptación) que, para poder pasar de un estadio a otro, un hombre debe morir y renacer, lo cual no sería un proceso para nada malo si en el medio no se quedara gran parte de él. Entendamos esto; la muerte y resurrección en vida es un proceso completamente natural, cuando llegamos a un hiato en nuestras existencias por una sumatoria de razones, y todos complementamos estos procesos en varios momentos de nuestra vida, sin orden aparente. Pero el hombre que muere y, al renacer, entierra a su viejo yo, es un necio o un imbécil. No se puede vivir, ni transformarse en un hombre completo, sin dejar de ser uno mismo; y es en este proceso desastroso en el que la identidad sufre la peor de las mutilaciones.

Así, contamos con hombres que se asesinan a sí mismos en contadas ocasiones y sepultan detrás de si gran parte de su propia identidad, tan difícilmente aceptada hasta entonces. Ojo, no estoy hablando de estupideces como renegar de la infancia o la adolescencia, o negar su propia experiencia; estoy hablando de algo inevaluable para un tercero, y algo muchísimo peor. Un hombre que se avergüenza de su pasado en público puede muy bien convivir con su pasado en su fuero interno, o donde lo desee; no necesariamente lo que se dice o hace tiene coincidencia en el espectro inmenso del ser humano. Pero el hombre que de verdad lo hace, que asesina su identidad y crea una nueva descartando lo que no le agrada y reafirmando su elección termina transformándose en algo así como un hombre de cartapesta, renovado mil y un veces, probablemente hueco por dentro, lleno de capas y pegamento para darle sustento.

Comprendamos una cosa básica; la identidad es una de los elementos claves para la supervivencia, siempre. Y cuando se fusila al niño que fuimos por aceptar la idea de maduración o la idea de progreso, entonces estamos volviendo en la escala y arrancamos de cero, apenas con unos jirones de identidad que rescatar. Es una cosa horrible, pero sucede, y mucho más a menudo de lo que podría llegar a creerse.

El hombre verdadero no tiene que creerse uno solo, ese es el principal error. El hombre suele creerse a si mismo como una identidad que muta a través del tiempo, cuando en realidad es la suma de muchas entidades a lo largo del tiempo. Un hombre que se cree mutable va fusilando a los hombres que fue en su anterioridad, y carece de gran parte del repertorio que el otro hombre tiene; pues el hombre que se cree muchos hombres tiene todo, todo lo que fue, lo que es y lo que será. Es un proceso hermoso, el devorar y asumir a los otros hombres que somos; que somos niños, que somos adolescentes, que somos jóvenes adultos, que somos mayores, que somos ancianos. Somos todo eso y más. Lo planteo desde mi propia supervivencia y, como todo lo del Tintero, es sumamente subjetivo.

¿Cómo puedo salir a pasear sin conciliarme con el Niño que soy? ¿Cómo puedo admirar la belleza de una mujer si no me abrazo con el adolescente que soy? Y, mejor aún, ¿Cómo puedo plantearme siquiera el escribir si no asumo la humildad y la decisión de ser el adulto jóven que soy?

Desechando la idea de madurez, creo firmemente que el hombre como sujeto podría conocer una vida no más feliz, sino más pacífica, si hiciera la paz con sus otros hombres en vez de sepultarlos. Es muy feo vivir bajo el yugo de la Máquina, pero ya que no está estrictamente prohibido todavía, les sugiero que rehagan a sus niños, sus adolescentes, sus adultos jóvenes, sus mayores. Reháganlos y sóplenles el soplo de vida en la arcilla y los oídos; conocerse en todas esas dimensiones quizás les de la clave de porqué tienen ciertos malestares o ciertos placeres que carecen de explicación. Porque, no se confundan, el entierro es certero; pero el malestar se da cuando uno de estos hombres tropieza con la tumba, queriéndose olvidar de que ese que está sepultado fue él, y no alguien más.

Muchísimas gracias, una vez más, por la lectura. Aléjense de la Nicotina y que tengan un buen día.

miércoles, 15 de febrero de 2012

El Colectivo Imposible

Me reía yo de varias cuestiones por esos días; principalmente, de la facilitación y la ilusión de poder, unidas y organización que dan las redes sociales, además de la cantidad de libertades que se pueden poner en el medio, o mejor dicho, sentir a medias. Pero, por el otro lado, de una cuestión un poco más retrógrada y que arrojaba resultados que no me agradaban del todo: la hipocresía en la rajadura de vestiduras que se veía por todos lados.

Una o dos situaciones en un principio, tres o cuatro regulares y más tarde, verdaderas cadenas de odio parapsicológico que no cesaba de encontrar raíz en las personas más inesperadas. Cualquiera esgrimía una hermosa argumentación fundada en uno de los sentimientos más fuertes y estúpidos que posee cualquier ser humano: el odio. Y lo trístemente cómico era que era aprobado y aplaudido por muchos, criticado por muy pocos.

Hace relativamente poco tuve un encontronazo respecto a un caso particular, en el que se preponderaba la salud de los animales por sobre la de los seres humanos, y argumentaciones "de salón", como los chistes, la charla de un ascensor o de un taxista, eran las tarjetas que relucían en las manos de mis interlocutores. Mediocres apelaciones a la tristeza, la compasión y el hambre de sentirse bien con uno mismo. Y, obviamente y con la polarización mediática que se vive por estas latitudes en el día a día, se creaba el aislacionismo de que, si no coincidís con ellos, estás en contra de ellos.

Hoy prefiero reflexionar un poco conmigo mismo y con la gente que me es allegada para intentar no analizar, sino vislumbrar un par de resultados de las llamadas redes sociales, aquellos mandobles de la mente que nos fueron dados de arriba y nunca nadie se preocupó en preguntar porqué o cómo. Como la televisión, la radio, los teléfonos celulares, las noticias, los programas de chimentos y los libros de cocina, la máquina tenía preparado un nuevo producto y nos fuimos raudos a recibirlo; mamamos de la así llamada "revolución tecnológica y comunicacional", y nos adaptamos a un punto tan alto, que no nos dimos cuenta que entregamos parte de nuestra tan querida dependencia a ellos. Quizá lo más peligroso de este proceso es que pase inadvertido.

Hay un par de factores que se repiten a lo largo de las redes sociales y fomentan este fenómeno. Primeramente, la privacidad que da el hecho de comunicarse a través de un determinado medio (instantáneo o no) con la mediación de un cierto código (aprendido o no, lo hermoso es que los códigos suelen combinarse para formar otros nuevos), lejos de la gente que tiene que leernos, que vernos, que percibirnos. La lejanía y la falta de presencia humana da esa libertad, porque ante la ausencia física de interlocutor obviamos miles de señas que nos inhibirían sin dudarlo al estar ahí; comunicación no verbal entre otros. Esto es excelente a la hora de destruír inhibiciones y preconceptos que a esta hora en la historia de la humanidad no tienen gollete ni cabida, pero que sin embargo se siguen utilizando; lo malo es cuando la falta de inhibiciones nos libra de todo freno. Ahí se da el proceso más terrorífico de todos: la automatización.

Es sencillo y a la vez macabro, en cierta manera. Durante todos estos años que venimos mamando las redes sociales (con la metáfora que quieran asignarle a mamar), nos van metiendo de a poco y sin querer la base de cualquier red social: el hecho de compartir. Compartimos cosas que nos hacen reír, que nos hacen querer, que nos hacen sentir; en síntesis, cosas que generan una respuesta positiva en nosotros (en el sentido que nos da ganas de actuar en consecuencia), y buscamos generar algo similar en el otro. En algún punto del proceso, el click para compartir se automatiza y terminamos llenando nuestros perfiles (cualquier red social tiene perfil, por mínimo que sea) en un reflejo distorsionado o incompleto de la realidad; y lo peor, quizás equivocado. No hay ningún problema en la difusión en sí; la ilusión de libertad de acción es una de las cosas más bellas y cotillonescas que tiene cualquier red social. El problema es la muerte del debate y la reflexión que se hace ahí.

Como pasa esto? Así; uno hace un planteo, le pone una imágen que impacte y lo comparte. La gente lo ve, coincide con el discurso de su contacto y, sin chistar, lo comparte. El reguero de pólvora parece evidente; cual bomba H, destruye átomos de pensamiento independiente, crítico o, simplemente, original. Y así, a treinta años de la invención de la fotocopiadora, aprendimos también a fotocopiar ideas y colgarlas en las paredes de la cabeza, probablemente sin haberla leído del todo. Simplemente tenía un perro contento en la foto y el epigrafe era algo similar a un aforismo; nos gustó, lo fotocopiamos y lo pegamos.

Porqué se da esto? Primero, los usuarios no le dan la importancia cabal a las redes sociales porque, por muy difícil que parezca, todavía les parece algo "nuevo, bonito y pelotudo". No le dan importancia y entonces, como cualquier cosa que no tiene importancia, no lo toman en serio. Dan y reciben opiniones de las cosas más intransigentes del mundo y se dan un espacio de mimos propios, compartiendo en fotos y reportes casi de bitácora de su vida; "Roberto Carlos está preparándose para el viernes", a doscientas setenta personas les gusta esto. Y en vez de publicar su mente y hacer de la red social un excelente taller de pensamiento crítico, como podría ser, se transforma en una fotocopiadora más que más, una máquina de imprimir lo que la popularidad quiere y nada más.

Es un lindo invento la democracia, pero significa la muerte de las minorías irrevocablemente; porque el respeto sin respaldo es como sonreírle a un limosnero pero no darle de comer. Si, está todo bien, no hay problema que existan; pero si querés jugar el juego del país, de la comunidad o del mundo, hay ciertos códigos que vas a tener que adoptar. Y recaemos en el viejo prejuicio de siempre; cortate el pelo, afeitate, vestite bien, parate bien, hablá bien. Todo "bien". Es catastróficamente plausible en un siglo de tanto progreso humanitario que se respete pero no se respalde a todo el mundo.

Claro, salta ahora la pregunta de siempre, respecto a que si se critica, se tendría que dar una opción más; pero fuera de opinar por la opción del respaldo igualitario, no tengo otra cosa, sinceramente.

Fuera de basarse en la idea democrática y la burlona farsa del progreso, las redes sociales imprimen en sus usuarios el pensamiento de muchos, que en realidad es la opinión de un puñado. Gracias al milagro de la fotocopiadora mental, existen opiniones huecas, vacías, cuestiones o actitudes de vida que simplemente, como en cualquier computadora, fueron copiadas y pegadas de un usuario a otro. Quizá me equivoque y estemos marchando hacia un nuevo prototipo de hombre, pero yo, hombre nacido en el siglo XX, no puedo quitarme de la cabeza el proceso de adoctrinamiento y pensamiento hueco que imprimen las redes sociales. Si no creen en el adoctrinamiento, préstenle atención a un detalle boludo pero alarmante; todas las opciones en cualquier red social están escritas en imperativo. No sugieren, no dan libertad o márgen libre a lo que se quisiera hacer; el proceso se respeta a rajatabla, y nos procesan la cabeza como una res en un matadero.

Quisiera cerrar este texto con dos reflexiones más. Una, aclarando el detalle del título de este artículo, declamando que en realidad estaba apuntada a la imposibilidad de la colectividad humana desde el momento en que la individualidad es un peñón inquebrantable que todos tenemos; y que cada uno barre para su casa, la de su familia o la de su ideología es algo que pocos podrán negarme. En mayor o menor medida, todo hombre nace y es educado para barrer para adentro, jamás hacia afuera. El orgullo pelotudo y la hipocresía están a la orden del día en cualquier red social, por mediática que sea; todas, en mayor o menor orden, muestran como síntoma a una humanidad hastiada hasta el hartazgo de su propia viralidad, de lo molesto que es convivir en un mismo planeta con otros seres humanos y de que, en realidad, el mundo sería un lugar hermosísimo si ellos pudieran hacerlo su mundo, y no tener que compartirlo con nadie ni con nada, exceptuando lo que ellos quieran. Esta es otra gracia de estas (tan criticadas por mí) redes sociales, que al darnos un espacio de expresión y la ilusión de libertad plena (de opinión y de acción) nos meten otra sensación, que es la sensación de poder, por mínima que sea; y el poder es un parásito que nunca cesa de comer.

Por el otro lado, y respecto al tema de restarle importancia al otro y fotocopiar pelotudeces, un interlocutor me decía, más o menos en estas palabras: "Los verdaderos Revolucionarios son aquellos que, sabiendo que se ha cometido un hecho atroz en cualquier lugar del mundo hacia una persona, puede sentirlo como si se lo hubieran hecho a él, y actuar en consecuencia"

Yo reflexiono que realmente es triste pensar que los revolucionarios son hombres que no son considerados hombres, son Hombres con H mayúscula porque han ganado, en ese proceso que ellos llaman revolución, la sentimentalidad y la empatía suficiente como para generar el respeto y el respaldo necesario a cualquiera, sin discriminación. Y es triste, porque el hombre, el humano o la persona mediocre y común de hoy día está educado para barrer para adentro.

Lector, antes de poner las barbas en remojo le recomendaría utilizar un método para dilucidar (y, en muy raro caso, concientizar) a su interlocutor, ofendido hasta el túetano tras rajarse las vestiduras ante cualquier hecho pelotudo. Escuche pacientemente su opinión y luego pregunta, tranquilamente, de dónde sacó esa opinión.

"Muy linda esa opinión, a quién se la escuchaste?"

La fotocopia del pensamiento se va a revelar tranquilamente ante la imposibilidad de la justificación lógica de un argumento, una fuente o un concepto. La falta de autenticidad puede ser subvencionada por google, pero gracias a los Dioses google todavía no tiene inteligencia propia, y por lo tanto, no es capaz de emular una conversación humana.

Les recomiendo alejarse de la nicotina y, si pueden y no les molesta, empezar a usar cabalmente y con plena responsabilidad sus redes sociales. Es un proceso y una decisión que cada uno tiene que adoptar; seguir fotocopiando el pensamiento crítico, o transformarse en un hombre que genere su mundo y sus opiniones.

Un abrazo