lunes, 29 de julio de 2013

¿Cómo se usan los Libros?




Comenzaré este retazo reclamando un manifiesto consumista:

"Un espectro se ha posesionado del mundo: el espectro del consumismo. Ciento sesenta y cinco años después, en el mismo Londres donde Marx y Engels escribieron El manifiesto comunista, un hombre cuarentón sentado sobre una silla plegable gritaba, con una sonrisa espléndida, su versión del manifiesto consumista ante las cámaras de televisión: “Apple rocks, Apple rocks” (“Apple es el mejor, Apple es el mejor”)." - por Álvaro Santana Acuña, Fuente: link

Dicho sea eso, y abierta la convocatoria a que, justamente, tengamos al alcance de nuestra mano gracias a la invisibilidad con que se manejan las dinastías, los imperios y las plagas todo-terreno, cualquier objeto "de uso común". Estamos totalmente acostumbrados al consumismo y eso es algo innegable; de ahí deviene la reflexión inherente a que todo objeto próximo a nosotros (o que orbita nuestra rutina) está plagada de un uso implícito. Algo así como la formalidad aristotélica, solo que con un set un poco más simplón de premisas.

Ahora bien, existen muchos objetos que se han resistido al paso del tiempo, el progreso o cualquier noción que se le quiera poner encima; objetos que antes de consumirse, son en el sentido básico del ser que podría rastrearse a cualquier formalista alemán. Objetos tales que no tienen un set de instrucciones, o si las tienen, se transforman en algo difuso, diferente de los hijos de la post-modernidad, donde la especificidad y la ruina de lo poco preciso quedan sepultadas ante depiladores de vello capilar nasal y helado para celíacos.

Puede pasar desapercibido a la primera mirada, pero todos estos objetos, no solo remarcables por su antigüedad sino también por un factor que los transforma en imprescindibles, están presentes en mayor o menor medida en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Ahora me gustaría hacer foco en el núcleo del texto, esto es, los libros. Cualquier lector avezado puede empezar a traducirlo desde el lado poético; que los libros encierran las almas de sus autores, que son una ventana a cualquier otro sitio en el que no se está, que conservan la mejor manera de entretenimiento o un largo etcétera. Pero esta disyuntiva entre el libro y su uso (si es que existe) surge ante mí tras un planteo simple e inclusive pelotudo (aunque suelen ser éstos los planteos que nos hacen cambiar un hábito o una vida): ¿Cuándo está realmente usado un libro?

Francamente, en mis casi veinte años de lector, puedo decir sin lugar a dudas que gran parte de mis lecturas han sido de textos usados, tanto libros como revistas, panfletos o cualquier otra cosa física que tuviera oraciones encima. Uno de los hábitos que cualquier bibliófilo sabrá cultivar es la búsqueda de las Librerías de usados, las montañas de saldos con ediciones ilegibles de autores intragables (probablemente como quien suscribe), siempre en búsqueda de ese clásico que reedito Sudamericana pero que está carísimo o, en el caso de los más aventurados, aquel incunable, esa edición única que leyó alguna vez y no pudo volver a conseguir o del que ha oído hablar.

Sin embargo, recorriendo esos locales (en donde el olor a libro viejo lo plaga todo, siempre hay música baja de fondo y probablemente se adivine un gato en algún lugar) es que cabe preguntarse, cabe inquirirse respecto al carácter utilicio de los libros.

¿Qué determina el uso de un objeto, sobre todo cuando éste no es descartable? La literatura descartable es otro tema que me gustaría abordar en otro momento, pero volvamos de una vez; ¿Qué define el uso, o qué le da el carácter de usado a algo?

Podemos enumerar múltiples cosas; ya sean marcas personales, desgaste por (jocosamente) el uso del objeto, la falta de una parte importante, el agregado de algo que no debería estar ahí.

Sin embargo, lo que en un martillo sí importa, en un libro puede llegar a ser considerado aparte. Dejando la poesía de lado y el aspecto estilístico de nuestras propias vidas como lectores, es en los libros donde la palabra "uso" se aja, se arruga y se plurifica a tantos estados como lectores son posibles. Poe decía que buscaba libros con amplios márgenes, para poder escribirles. El cazador de libros usados probablemente se haya topado con alguno de éstos, pero yo francamente, si cuento veinte en todos los años que llevo recorriendo librerías, creo que exagero.

Desterremos, asimismo, al bibliómano coleccionista; aquel que hace del libro un objeto de culto y pretende sobrevivir a pura fuerza del sentimiento de posesión sobre una obra inédita puede ir encargando el cajón. Así como los libros circulan y cada lector guarda cierto grado de recelo sobre su colección privada, así mismo es como la palabra está destinada a rodar, a transmitirse, a enamorarse de otro. La palabra impresa existe sólo para ser leída; en tanto y en cuanto permanezca guardada bajo siete llaves se ha transformado en un objeto de colección, como lo sería una estatua de un escultor muerto o un juego de ajedrez tallado por un hombre sin manos, y pierde su verdadero carácter de libro. Es por esto que (tristemente) no me cabe la menor duda de que existen en el mundo bibliotecas que son verdaderos cementerios, a los que solo le faltan flores para asemejarse a la cripta, cuando una verdadera biblioteca debería tener el movimiento de una metrópolis.

Pero me voy del punto. La síntesis, de vuelta, del uso del libro va por otro lado. ¿Cuándo se puede considerar a un libro "usado"? Mientras el soporte se desgasta gradualmente (todo libro está condenado inevitablemente a transformarse en polvo, tarde o temprano), la acción del ser humano es, a grandes rasgos, muy breve en tanto y en cuanto hay otros agentes abrasivos para ese delicado material, el papel. La luz fluorescente, por ejemplo, que se utiliza en demasía hoy día gracias a las políticas ambientales del bajo consumo (otra vez), desgarra y quiebra mucho más la estructura de la fibra de papel que la acción desolladora que pudiera tener la grasitud de la epidermis humana.

¿El arco está vencido, está descolado, se le están saliendo hojas? Nada que una encuadernada nueva y una buena prensa no arreglen. ¿Tiene hojas de más o de menos, algunas están un poco magulladas? Bueno, ésto es más complicado... pero nuevamente, acrecientan el ímpetu del verdadero lector, el sujeto al que me vengo refiriendo. Un verdadero lector solventará la falta de páginas usando el puente que su imaginación le permita, o se extasiará con páginas de más donde hallará alternativas para su deleite. Inclusive de materiales arruinados puede sonsacarse una respuesta.

Cuando era muy chico encontré las revistas Humor de mi viejo. La gran mayoría (desconozco por qué) estaban rayadas con birome, o les faltaban hojas, o tenían algunas secciones realmente destruídas. Con mis pocos años no podía entender muy bien qué estaba leyendo, pero lo que sí leía (porque los artículos largos me cagaban aburriendo), de encontrarse averiado, era sorteado. La avería era un obstáculo que mi imaginación debía superar, siempre. Ni que hablar cuando encontré una Fierro, una sola, aislada de cualquier continuidad de lectura, y me hallé ante la pena de no solo no comprender en toda su dimensión las historias, sino también de no saber cómo esas narraciones concluían. Mi cerebro de niño obró su magia, y dibujé junto a mi hermana, además de escribir, los posibles finales, los personajes que faltaban, lo que verdaderamente el "héroe" buscaba.

¿El uso de un libro puede dimensionarse, entonces, por su desgaste físico? Ciertamente no. ¿Pueden considerarse mis herejías de pendejo al alterar el contenido de los libros para mi propio deleite un uso, también, del libro? Tampoco, porque eso ya pasaba al terreno de la ficción de fans que, generalmente, es el punto de partida de la gran mayoría de los creativos. ¿Es acaso un libro que ha pasado por más manos más usado que otros? Tampoco, pues existen lectores que pasan como fantasmas o golondrinas por sobre las lecturas y los hay quienes, como yo de pendejo, se apropian del material y de todo lo que contiene de una manera por demás grosera.

Entonces, ¿Qué es lo que define el uso de un libro? Francamente no lo sé. Creo que los libreros de librerías usadas utilizan esa terminología por no contar en nuestro léxico (ni en ninguno de la tierra) un buen verbo para definir lo que se hace con un libro. Porque, precisamente, ésa es la pregunta: ¿Qué es lo que hacemos con un libro?

Es una de las tantas preguntas incontestables que surgirán a lo largo del devaneo del Tintero. Más que nada porque, además de existir diferentes lectores, también existen o concurren en la conformación de un libro múltiples universos (o multiversos, si me permiten el guiño francamente idiota) que no todos barajamos, o que se barajan de a poco. Con cada vida de cada libro, con cada recorrido; con cada actor que colaboró para que ese libro tuviera cuerpo físico. Con cada lector y con cada herencia, además de la multiplicidad de ovillos que se hilvanan alrededor de ellos.

Probablemente, el libro sea comparable a un lugar, donde todos estos elementos y más concurren en busca de cualquier cosa. Y, mi querido temeroso de la Nicotina, uno no usa los lugares. Los lugares nos usan a nosotros.

miércoles, 24 de julio de 2013

Átomos recomendados

No hace demasiado me topé con una lista de los 21 cuentos de ciencia ficción que deberían leerse, pero lejos de coincidir, encontré un buen puntapié para largar algo similar desde acá. De la lista antes dicha hay nueve cuentos en los que, coincido: todo escritor que quisiera inmiscuírse en el género debería leerlos. Éstos son:
  1. La última pregunta (The Last Question) - Isaac Asimov
  2. Los nueve mil millones de nombres de Dios (The Nine Billion Names Of God) - Arthur C. Clarke
  3. El continuo de Gernsback (The Gernsback Continuum) - William Gibson
  4. No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth, and I Must Scream) - Harlan Ellison
  5. Las verdes colinas de la tierra (The Green Hills Of Earth) - Robert A. Heinlein
  6. Robbie - Isaac Asimov
  7. Los que abandonan Omelas (The Ones Who Walk Away from Omelas) - Úrsula K. Le Guin
  8. Vendrán lluvias suaves (There Will Come Soft Rains) - Ray Bradbury
  9. Los hombres que asesinaron a Mahoma (The Men Who Murdered Mohammed) - Alfred Bester

Ahora van los suplementarios, algo así como decálogo desde éste escritorio, necesario para la contemplación de lo que algunos placen en llamar ficción especulativa:

- El caso Rautavaara, de Philip K. Dick (link)
- Azul pensar, hasta dos contar, de Cordwainer Smith (link)
- Flores para Algernon, de Daniel Keyes (link)
- El sabio, de Massimo Pandolfi (link)
- El hombre que volvió, de James Tiptree, Jr. (link)
- Lobras, de Marcial Souto (link)
- Energía profunda, de Inisero Cremaschi (link)
- Suspensión deficiente, de Philip K. Dick (link)
- El holandés errante, de Erick Jorge Mota Pérez (link)
- Tumithak de los corredores, de Charles R Tanner (link)
- Deserción, de Clifford D. Simak (link)
- Cómo servir al hombre, de Damon Knight  (link)

- El tío acuático, de Italo Calvino (link)
- Un gran patio delantero, de Clifford D. Simak (link)
- Mimic, de Donald A. Wollheim (link)
- Ven y enloquece, de Fredric Brown (link)
- Los ondulantes, de Fredric Brown (link)


Probablemente ésto sea ampliado con el tiempo, pero por ahora, eso es todo. Disfrute el que no conozca y el que sí, pifie, insulte o simplemente diviértase.

jueves, 18 de julio de 2013

El policía tenía flores

Este texto iba a ser incorporado originalmente a Anarkiskovich, primera novela de un servidor publicada con la editorial independiente Dead Pop. Cuando Ana dejó de ser un juego propio y tuve que plantearme la estructura del libro tuve que dejar este texto de lado, ya que no cuadraba con el resto de los textos, ni en estilo ni en enfoque. Podría ser considerado un bonus track que ahora ve la luz como texto suplementario (creo haberlo publicado en facebook alguna vez, también).


«Un policía con un ramo de flores en la mano, parece perdido. De repente, la piba que sale de la facultad lo mira. No es de por acá cerca, no vive en las pensiones. Ninguno de los dos es de esa ciudad. Sin embargo, la ciudad los marca como enemigos.
—¿Querés una flor? —pregunta el policía, quince años de servicio encima, cansado, todo chaleco antibalas y color azul gastado.
—Ni aunque fueras el último hombre del mundo, represor de mierda —le contesta la piba, veinte años, de un pueblito del interior, cuatro años de Comunicación Social.

La piba se va. El Policía se queda y piensa que es irónico y triste que, hace cincuenta años, eran los pibes los que les daban flores a ellos y ninguno aceptaba una tampoco.»




Imágen: http://www.flickr.com/photos/thebraindead/6391675655/

miércoles, 17 de julio de 2013

Hilda, o la Gárgola Moderna

A la Irma, con todo mi afecto
A Mary Shelley, quizás la primera mujer que soñó con truenos

Mis primeros recuerdos de Hilda, la abuela, se remontan a mi primera infancia, cuando jugaba sin bucles en los relojes a construír palacios de barro en su patio, labrado a polvo y cal por la erosión. Ella montaba en cólera entonces con una terrible ceja mal caída en su ojo izquierdo y movía sus alpargatas con veloz precaución, mientras volaba el chirlo severo a mis sienes al grito de esto no se hace, que qué van a pensar los vecinos, que una señorita debe saber cómo comportarse.
"A tu madre la crié mejor que para haber tenido una oligofrénica como tú" y cachetadas verbales por el estilo. Mi madre, por supuesto, estaba de viaje; razón por trabajo y por salud que se mantuviera lejos de su progenitora. Mi padre había muerto en un turbio incidente en tugurios mal iluminados del puerto de Buenos Aires; yo contaba entonces con unos cuatro años, y la abuela Hilda era para mi un totem de viles hazañas y años mal quemados.
Por supuesto que Hilda tampoco había tenido una buena vida; casada con un hombre al que ella recordaba con temible cariño, probablemente abusada por cualquiera de sus tres hermanos mayores, también huérfana de padre y con seis hijos a cuestas. Había sido de todo; vendedora, tejedora, nodriza, panadera, cocinera, lavandera. Inclusive había aprendido a leer para repetirle las noticias impresas en los pocos diarios de los pueblos donde había vivido a los iletrados. Pero Hilda era terrible en su lontananza del porvenir; para ella la vida nunca era justa, era un terrible teatro donde nos movíamos como marionetas, la muerte siempre acechaba al primer trago de té y las plegarias al Señor nunca eran suficientes.
Quizá por eso era que mi madre le rehuía mucho y me decía, a veces entre susurros de colectivo, que "Hilda imitó siempre a su madre, tu bisabuela, a quien nunca conociste, gracias a Dios. La abuela Temprana era mucho, pero mucho más seca y violenta que ella". Ahora, de grande, me la puedo imaginar; Temprana había sido bautizada así por haber sido prematura. Había crecido con una cojera que le obligara a caminar con bastón desde muy temprano, y con ese mismo palo raso de quebracho fajaba a todos sus hijos, sin distinguir asentaderas de narices. 
El tiempo pasaba lentísimo en la casa de Hilda. Siempre olía a jabón blanco, a mate lavado y a visitas de vecinos que venían a escuchar el partido en la legendaria radio del abuelo Eduardo, más por costumbre y por acompañar a la vieja que por querer levantársela. Cada tanto, uno que otro viejo caía un poco más acicalado que de costumbre; pero jamás podría haber notado algún roce de la nona con ellos, más por desinterés y dominio de los entornos infantiles que otra cosa.
Hilda siempre había tenido una extraña y algo siniestra devoción por cosas. Primero que nada, los Santos de la Iglesia desfilaban, uno a uno y mes a mes, el pequeño altarcito donde ella prendía velas, rezaba novenas y rosarios enteros para que, según ella, "nunca le falten la salud y el trabajo a tí y a tu madre". Cada tanto intervenía algún ídolo que la Hilda, de ser una acérrima devota cristiana, caracterizaría de pagano; mi más firme recuerdo se va con un Ekeko gordo de ojos exageradamente abiertos a quien la vieja hacía fumar largos cigarrillos en los que se gastaba uno que otro dinerito. "Él los fuma de verdad; sino, ¿Porqué se consumen?" nos callaba la Hilda con su tono que no admitía discusión, por más que los cigarrillos se consumieran por razones más físicas que sobrenaturales. Nunca comprendí bien a mi abuela, pero la dejaba ser y la respetaba, considerándola con esa lejanía que separa tanto a chicos de viejos cuando debería ser al revés.

Los años pasaron, mi abuela permaneció igual y un poco más achacosa. Yo me convertí en una adolescente que había sobrevivido la pubertad sin un solo resquicio de casettes de Bon Jovi en mi haber, leía a Verne y me preparaba para entrar en la facultad de medicina. Mi madre continuaba con su trabajo de siempre y casi no nos veíamos; ni siquiera tuve tiempo para preguntarle, a lo largo de años de pseudo convivencia, cómo ponerle un forro en la chota a alguien. Pero esas cosas, como a leer a Verne o creer que la medicina era mi vocación, las terminé aprendiendo solas. Hilda caminaba con el bastón de la vieja Temprana y cada vez se encogía y se encorvaba más. Mi madre me pedía que, cuando se ausentara durante más de un mes, yo fuera la que visitara a la nona y viera que no le faltara nada. Claro, con 87 años de vida y todavía regando las plantas a las cinco de la mañana podía tranquilamente espichar sin que nadie lo notara.
Ir a la casa de la abuela era regresar en el tiempo; pero me cargaba de apuntes, libros y unos pesos para salir a dar una vuelta al centro del pueblucho para distraer la cabeza e iba. Nunca pasaba más de quince días con la vieja; después de una semana esa enorme casa donde la vieja vivía sola se me antojaba extraña, siniestra, quizás demasiado fría.
"No entiendo, nena, en qué falló tu madre" decía la Hilda entonces "Esos pantalones, esas remeras escotadas, esos ojos delineados. Una mujercita de tu edad no debería vestirse así; atraería cosas feas". Yo la callaba con la irreverencia de la juventud que se atropella todo por delante y la vieja se sumía en su silencio lleno de quejas, lleno de aydióses, quevamosahacer y muchas otras cosas dichas en voz baja y arrastrar de alpargatas. Después de la siesta se plantaba en el altarcito, con la foto del abuelo Eduardo al lado, para rezar en voz baja pero audible "que la nena sea buena, que no le falte nada, que crezca jóven, fuerte y hermosa". Claro, al altar le decía cosas bellísimas, pero cara a cara jamás podía largar nada.
Fue en una vuelta al centro en la que me encontré por primera vez con Leandro. Un pibe de su edad atascado en un pueblo como ese no era el chamuyo habitual de levante que comúnmente una recibe. Pero las miradas pocos disimuladas del muchacho no tardaron mucho en levantarme la perdiz; despacharlo era cosa fácil siendo un encuentro ocasional. Volviendo a la casa de la Hilda lo empecé a pensar: pelo corto, sombra de barba, ojos negros y algo raros, como amielados. Bueno, una también tiene derecho a sentir hambre de vez en cuando, ¿No?
Los encuentros con Leandro se hicieron cada vez más largos. Todavía tenía una semana en ese pueblo de mierda y la verdad que estaba totalmente harta del cursillo para medicina. La Hilda debía notar algo porque empezó a preguntarme dónde pasaba tanto tiempo, a lo que yo le contestaba que qué le importara, que se metiera en sus rezos y nada más. "Pendeja irrespetuosa" me decía entonces "Este pueblo es más viejo que vos y que yo. Más te vale cuidarte ahí afuera".
Prontamente empecé a soñar con Leandro. No sé qué era, pero se me había antojado ese pendejo. Así que cuando me citó a la tarde para la placita de los cañaverales altos me fui con dos forros en el bolsillo, unos jeanes bien ajustados y una remera corta y el pelo bien recogido. Nunca fui fanática del maquillaje y a él no parecía importarle. Encontrarlo fue fácil; el tema fue que, después de darle un beso y prácticamente saltarle encima, él me frenó entre risas.
-Pará pará un poquito- me dijo enseguida, separándose un poco -Que los muchachos también van a querer un poco de esto-
Sin saber cómo, de entre los cañaverales entre los que estábamos escondidos salieron cuatro pibes más, probablemente de la edad de Leandro, con sonrisa de lascivia en los ojos. 
De repente me creí una vaca llevada al matadero.
-¿Qué es esto, Leandro?- le pregunté tratando de separarme de él, aunque ya me tenía atrapada de un brazo. Un agarre que comenzaba a apretar y a lastimar.
-Te dije que tenía amigos que te querían conocer- me dijo él con una sonrisita irónica en la cara -¿Qué mejor manera de conocer a otra persona que así, entre las cañas, entre amigos?-
-Soltame pelotudo- le dije, tratando de sonar amenzadora, pero me tembló la voz. La verdad era que el terror me empezaba a crispar la carne.
Uno de esos muchachotes soltó un risotada. Otro, de bigote incipiente y mirada vidriosa, largó:
-Estas pibitas de ciudad son todas iguales. Se creen que las saben todas pero no se dan cuenta lo tiernas que son hasta que las cagan violando entre los yuyos-
-Claro que no va a ser violación si lo hacés consentido, mi amor- me dijo Leandro, atrayéndome hacia él y desgarrándome un poco la remera -Dale, si es lo que querés, no te hagás la jodida y te vas a ahorrar el mal rato...-
Hasta el día de hoy no se de donde saqué fuerzas para darle un codazo en la cara a Leandro, si es que ése era su nombre. Tampoco se cómo hice para pegar un par de manotazos al aire y poder salir corriendo hacia afuera de las cañas, con la horda retrasada por el imprevisto, gritando puteadas.
El pueblo entero parecia desierto. La placita estaba alejada de todo a esa hora de la siesta, exceptuando la casa de mi abuela. No tenía aire en los pulmones para articular palabra; gritaba a calzón quitado, con la remera a medio romper y el miedo mordiéndome la nuca. 
Cuando doblé la esquina de la casa de la nona, la Hilda ya estaba afuera, apoyada en el bastón de la abuela Temprana y fumando. Largaba terribles bocanadas de humo y tenía la mirada más severa que le vi jamás.
-Abuela, metete adentro, llamá a la policía- alcancé a decirle. 
Pero la vieja ni se movió. Buscó y encontró con la mirada al grupo de perseguidores, ahora cinco hombretones con cara de rompedores de botellas de ginebra en, una vez más, tugurios mal iluminados.
-Doña, pórtese bien y no le va a pasar nada- dijo el más grandote.
-Entrá padentro, chinita- me dijo la Hilda, con la voz hecha una cimitarra -Que de éstos me encargo yo-
Había algo en ese tono que no permitía lugar a duda. Recién entonces noté el silencio de plomo que había en el patiecito, en la cuadra, en la tarde completa. 
Y el ceño de Leandro, que se fruncía como si estuviera oliendo una fosa séptica recién abierta.
-Vieja, no complique las cosas- dijo Leandro escupiendo a un costado, despeinado y fruncido -Solamente queremos a la piba. No queremos machucar a una vieja como usted-
Hilda se limitó a arrastrar rápidamente las alpargatas y plantársele delante, largando una nube de humo sobre la cara de Leandro, las cejas casi hechas una sola en la expresión de eterno enojo de la vieja. La severidad pesaba más que una tonelada de hormigón armado.
-Los que se van a ir por patas son ustedes, gurises- dijo con una voz casi ajena a ella -Ésta es mi casa. Y en mi casa no entran hijosdeputa ni malnacidos. ¿Se entendió?- sentenció la nona.
-Abuela...- empecé a decir.
Pero la vieja se dio vuelta, y con terrible brillo en los ojos me gritó:
-¡DÉNTRESE USTÉD!-

No se porqué obedecí. Fueron terribles los minutos de pleno silencio y tensión que viví adentro. Luego, el arrastrar de las alpargatas y el traquetear del bastón, la puerta de entrada y la nona, con la cara más suavizada, sin mirarme, pasando por al lado.
-Hay que llamar a la policía, nena- me dijo la Hilda como si fuera lo más natural del mundo -Hay cinco chicos muertos en mi jardín-
Yo no podía articular palabra, podrán imaginárselo. Me asomé apenas a la ventanita que daba al jardín para ver que sí, cinco cuerpos de esos cinco violadores adornaban desparejamente el patiecito de la Hilda. Me volví para encontrarla prendiendo la radio, poniendo la pava para el mate, sentándose al lado de la foto del abuelo.
Debe haber sido elocuente mi cara, porque la nona me miró y sonrió apenas, aunque fue la única sonrisa que le vi en vida. Me tomó la cara y me dijo, en un susurro:
-Mi madre no me crió para dejar que estas cosas pasen. Yo no crié a tu madre para que estas cosas pasen. Pero pasan. A esta casa no va a entrar jamás nada malo mientras yo viva. ¿Entendés?-
Una inmensa paz me invadió, sin saber bien porqué. No tenía más preguntas y de repente mi abuela cobraba un gran valor dentro mío. Un gran valor y un terrible, antiquísimo respeto que tenemos por cosas solemnes y que nos superan. Como los relámpagos, los ríos o los ojos de un viejo.
-Llamá a la policía, ¿Querés?- dijo la nona, subiéndole el volúmen a la radio -No se qué diría tu abuelo si estuviera vivo y viera el patio en ese estado-

miércoles, 10 de julio de 2013

La clave de Pem



"El verdadero asunto, el verdadero desafío, 
es que la decodificación de un enigma conlleva a su respuesta, 
aunque esto suele costar más que desovillar una bola de alambre de púa"
Otto Schrümann, circa 1876


Clovis Pem se despertó como todos los días en ese entrepiso sucio que ocupaba en la barriada honestamente miserable en la que vivía, la parte bohemia de una antigua Berlín, otrora dominada por uno de los regimenes que pasarían a la historia como opresivos, propagandísticos, imperiales. Como buen bohemio supo reutilizar la lata de garbanzos, abierta hacía tres días y con moscas revoloteándole alrededor, para terminar de consumirla. Semidesnudo como estaba miró por sobre el ventanal hacia el horizonte gris y fabril que se expandía ilimitadamente. Rascándose sin asco la cabeza de cabellos cortos llegó hasta la mesa de pata renga, donde una nota de su cohabitante y ocasional amante le esperaba casi chillando desde el papel.

"Clovis: si no vendes nada de lo que pintas la próxima vez que hagamos el amor será la última. El sexo no paga las cuentas, cariño. Con amor, Gundula"

Clovis largó un amplio quejido. Se había visto venir una nota como aquella, pero todavía no, todavía no lo esperaba. Pintaba desde hacía unos seis años y apenas si había ganado una que otra moneda como pintor en todo aquel tiempo; una exposición en una galería a medio demoler, solo tres ventas de tres cuadros... y no era que no se esforzara. Era solo que los malditos pintores salían de cualquier antro o de la rendija menos esperada, especialmente en Berlin. Hacía seis años que vivía entre trabajos temporales, viviendo de amigos y parejas descartables y la caridad ajena. Diablos, si apenas comía por esos días. Gundula estaría ahora trabajando, pero volveria y querría una explicación.
Se tiró sobre los tablones del piso agarrándose la cabeza. Sus dedos se deslizaron rápida y hábilmente hasta el atado de cigarrillos, tirado en el mismo rincón de siempre y se levantó para encenderlo con la llama del piloto del calefón. Ni siquiera para fósforos tenía.

Fue después de la segunda pitada que los vio. Sentados en el apolillado sillón de tres cuerpos donde generalmente dormía la siesta vio dos figuras humanas; primero creyó que eran agentes del gobierno para desalojarlos, pero después vio que eran un hombre y una mujer., Jamás los había sentido entrar. Parecía que siempre hubiesen estado ahí.

-Hola Clovis- dijo la mujer -Tenemos que hablar contigo-
Clovis empezó a notar cosas más raras al hecho de la entrada silenciosa y rápida en el departamento. Ésta mujer no tenía pelo en ninguna parte de la cabeza. El hombre tampoco. Y además eran violentamente pálidos. No eran de piel blanca; eran atrozmente pálidos, como si estuviesen tallados en yeso. 
-¿Quienes diablos son ustedes y qué hacen en mi casa?- preguntó, sacudiendo los calzoncillos de bronca. Tenía poca dignidad pero la irrupción en su pequeño nido de tranquilidad era la gota que rebalsaba el vaso.
-No tenemos mucho tiempo para explicaciones- dijo la mujer en un tono extrañamente amable -Así que iré directamente al grano. Tu, que te haces llamar Clovis Pem, eres una anomalía genética y te hemos venido a proponer un trabajo-
-¿Un qué?- preguntó sin salirse de su sorpresa -¿Están inyectados o qué?-
-Venimos del siglo XXIII, si eso te sirve de referencia para algo. Clovis, escucha- dijo la mujer vestida parcamente de negro -No podemos estar mucho tiempo en esta línea temporal. Nuestro código genético no lo toleraría. Hay cosas que necesitás saber y que son importantes. Nadie te va a hacer daño ni tampoco te vamos a hacer una amenaza de ningún tipo-

Para este punto Clovis ya empezaba a pensar que estaba alucinando. Los garbanzos en mal estado, alguna cosa rara con la que estuviera cortada la heroína de ayer... no podía saberlo. Pero recordó lo que su viejo amigo, Jagger, le había dicho hacía tiempo: si alguna vez tenés un mal viaje, sentate y respirá hondo. Eventualmente esas cosas pasan solas.
Así que se sentó y escuchó a los dos viajeros del tiempo.

-En nuestra era, en nuestro tiempo, existe un virus- dijo el hombre de voz más mecánica y dura que la mujer -Un virus atroz que no nos permite hacer demasiado-
-Vivimos en ambientes asépticos todo el tiempo para evitar la penetración. Lamentablemente es una plaga que ha diezmado la tierra en poquísimo tiempo. Nuestros aparatos nos han dicho que la única configuración genética-neuronal capaz de resolver el enigma de este virus y salvaguardar a la humanidad de una segura extinción eres tú. Tu eres el único que tiene una cabeza con las bases para resolverlo y aniquilar al virus.- dijo la mujer esforzando una sonrisa.
-Pero un momento, a ver si los entiendo - dijo Clovis haciendo un ademán -¿Ustedes dicen que yo soy el único que puede salvar al mundo de una enfermedad?-
-Exacto- respondió secamente el hombre.
-Entonces son definitivamente alucionaciones- dijo Clovis riéndose por lo bajo -Soy un pintor, muchachos. Y uno muy malo, he de decir-
-Tu vocación no tiene absolutamente nada que ver con lo que fuiste fabricado para hacer- dijo el hombre con un tono cada vez más frío.
-En nuestra era las vocaciones son un vicio inútil - dijo la mujer con una sonrisa sinceramente siniestra -Uno puede tenerlas o no, pero eso ya pasa por el lado del hobby. Cada uno de nosotros tiene, desde el nacimiento, una predisposición o un potencial genético configurado en el azar del cigoto para una determinada tarea. La Sinapsis Artificial determina para qué sirve cada uno y listo. -
-¿La Sinaqué?-
-Sinápsis Artificial- dijo con voz queda el hombre -Es lo más parecido a un Dios o un Estado que hemos encontrado como raza.-
-Y esta... Sinanosequécosa de ustedes... es la que les dijo que vengan aquí y me digan esto. ¿Verdad?-
-No podemos obligar a una persona de otra línea temporal a nada- dijo la mujer, esta vez frunciendo levemente el ceño -Cuestiones de física y relatividad que no vienen al caso. Lo verdaderamente importante es que decidas antes que nos vayamos-
-¿Decidir qué?-
-Si vienes con nosotros o sigues con tu vida regular-
-Están en pedo- dijo Clovis -Aún si fueran reales, par de alucinaciones, ¿Qué clase de futuro me narran? Un lugar aniquilado por un virus, con gente fría sin pelo que obedece una Sinanosequé que es como un Presidente o un Dios... ¡ Y donde las vocaciones son algo que extirpan, como un apéndice!-
-Analogía algo vaga pero válida- dijo la mujer -De todas maneras Clovis, estamos hablando del futuro de la raza humana. Así como las cosas cambiaron hasta donde nosotros estamos pueden volver a cambiar. Puede haber pintores de vuelta... pero nunca lo sabremos si dejamos de existir-
Clovis frunció el ceño con furia, tomó la lata vacía de garbanzos y se la lanzó a la mujer. La lata la golpeó en el medio de la cara y ella cayó, sin siquiera una queja.
-Su futuro, no el mío. Métanse por el culo su virus. Algo habrán hecho para merecerlo-

El hombretón de negro ayudó a la mujer a levantarse y simplemente dijo un "vámonos". De un momento a otro, sin ruido ni tan siquiera una señal, dejaron de estar ahí.

Clovis caminó hasta el sillón y lo tocó. Tocó la lata de arvejas y la arrojó por la ventana con ira. Había sido un muy mal viaje. Especialmente porque todo había parecido demasiado real y esa pequeña, diminuta duda, comenzaba a fisurarle la psiquis de a poco, y probablemente lo haría el resto de su vida.

Apagó su cigarrillo contra el sillón y tomó un lienzo en blanco. Ahora tocaba retratar ese mal viaje y pagar el alquiler.



Los dos temponautas regresaron a su punto de partida. En el punto emisor los esperaba la autoridad, su oficial evaluador; los habían enviado con la misma esperanza que los enviaban siempre a todos los reclutas de la Sinápsis.
-¿Resultado?- preguntó el oficial evaluador.
-Nulo- dijo la mujer -No pudimos quedarnos mucho más y no parecía dispuesto a cambiar de opinión-
-Ya veo- dijo el oficial, examinando el reporte -Si, no ha cambiado nada. Clovis Pem murió a los treinta y siete años, en la pobreza y de neumonía, pasó totalmente desapercibido para su generación. Han fracasado-
El oficial hizo un ademán y los reclutas se desvanecieron en un estallido de luz. Otro oficial apareció a su lado y preguntó, a su vez:
-¿Resultados?-
-Tenemos un progreso lento- dijo el primer oficial -Esta vez, Clovis dejó un cuadro más. Nuestras redes están analizándolo, buscando patrones para ver si coincide de alguna manera con la biogeometría del virus-
-Perfecto. Algo han sonsacado de esos viajes temporales-
-Es inútil intentar traerlo hasta aquí- dijo el primer oficial, alzándose de hombros -Jamás comprendería su papel. Lo mejor que podemos hacer es estimularlo con reclutas descartables hasta dar en la pieza correcta-
-Exacto- dijo el segundo oficial, mirando hacia el horizonte plomizo -Después de todo, la Sinápsis Artificial no se equivoca nunca-

El perro asado

A Roberto Arlt

Tocó por ese entonces recluír a mucha gente de la zona de Mataderos, desde las barriadas más bajas hasta los círculos de obreros intinerantes, inmigrantes en su mayoría. No podría haber caído mejor una noticia por aquellas épocas, ya que las cosas estaban demasiado tranquilas y necesitaba una primicia para poder asegurar el metejón que le di a la patrona, Doña Ambulancia, por un puñado de billetes gastados y una sonrisa desganada.

Así que me apersoné en el lugar de los hechos para poder admirar un poco mejor a esa gente y escribir la crónica correspondiente. Infeín, el oficial a cargo, tenía el lugar en cuestión rodeado de muchachos cagados de frío, como quien dice, mal apretujados en los uniformes de faldones demasiado grandes. Era tarde cuando se hizo el rodeo que encerró a todos esos hombretones que trabajaban en el matadero local, y ahora la madrugada pintaba las casuchas miserables de un blanco más piadoso que el de la cal.

Infeín era inescrupuloso y breve en las explicaciones, ya lo conocía muy bien desde su bigote abigarrado y la voz que parecía salir del estómago. Varias veces anteriormente me lo había cruzado , ora en el incidente con polacos ilegales en el puerto, ora con la clausura definitiva de un antro de mala muerte en el bajo. Ahora mismo se lo notaba totalmente molesto, probablemente por el hecho de haber tenido que chupar tanto fresco desde tan temprano. El discurso fue más bien breve; dijo que por fin la benemérita fuerza policial de la ciudad autónoma de Buenos Aires había logrado apresar nada más y nada menos que a veintitres falsificadores de dinero, junto con rejuntones de apuestas ilegales, usureros y toda la escoria que los diarios declaman envilecen e inflaman a nuestro querido y estimado ser nacional.

Ahora permítame decir en defensa de esos hombretones que no había ni la más remota posibilidad de que en aquel racimo de cabañas levantadas a pulso hubiera una sola máquina de segmentar dinero. No cabía posibilidad de que una imprenta funcionara allí mismo, y así se lo hice notar a Infeín.

-Es justo lo que cualquier persona pensaría- respondió inapelable. -Por eso mismo es que colocan sus máquinas aquí, caballero.

No demasiado convencido pedí permiso para sobrepasar el límite impuesto por los hombres de azul y me fue concedido con la condición de que no fueran más de veinte minutos y que no metiera la cabeza en ninguna choza.

Los primeros rayos del amanecer empezaban a encanecer las casas cuando entré en el patio central, manchado de tierra negra apisonada, agua o sangre volcada en el lodazal, un gigantesco fuego sobre los que terminaban de cocerse unos trozos de carne y los restos de un vacuno troceado con vehemencia. Arrebujados alrededor del fuego, sentados directamente sobre el piso o, en el mejor de los casos, sobre un tocón o tronco rústico, habría unos quince hombres. Los había desde muchachos de veinte a viejos de sesenta y muchos, barbosos y encanecidos. Un perro estaba sentado al lado del fogón, demasiado cerca, y tres oficiales armados custodiaban a los hombretones. Todos vestidos con el dril blanco propio de los mataderos.

Le pregunté a uno de los oficiales que qué era lo que hacían todavía ahí; me contestó que estaban esperando un furgón para poder trasladarlos a todos juntos a la Penitenciaría más cercana. Vista la oportunidad, me acerqué a los reos y me presenté, empezando a preguntarles quienes eran y qué hacían ahí.

La gran mayoría eran criollos o gallegos, con un italiano que permanecía orgullosamente callado. Trabajaban en el matadero que estaba sobre la loma entre doce y catorce horas al día. Vivían allí durante la semana; los domingos, que era su día libre, viajaban al centro a gastarse sus chirolas en novias, madres, hermanas, bebida y espamento eclesiástico. Entre los días regulares de la semana "nos divertimos como podemos; una riña de gallos, unos cuantos "rounds" de boxeo con los muchachos del Sonda, que vive del otro lado del arroyo... Y nada más, señor" me aclaraba uno de los más viejos.

El brillo de la mirada era realmente honesto. Por más que los muchachotes, todos de físico protuberante y de amplia fortaleza en su musculatura, pudieran parecer peligrosos, no lo parecían ni tan siquiera lo eran. Sospeché entonces y sospecho ahora que había algo más allí oculto, pues cuando les pregunté "¿Entonces se los llevan por estas apuestas ilegales?" el viejo con el que estaba charlando echó una mirada de desguace sobre el oficial que tenía cerca, y éste le devolvió unos ojos macabramente severos antes de que el viejo contestara "Así parece ser, señor". Tenía que haber habido un motivo más detrás de todo aquello, pero con la policía cerca, era prácticamente imposible obtener nada de ellos.

-Lindo perro el que tienen ustedes- dije, como para sacarles conversación. Simpatizaba con aquellos primos lejanos de Polifemo de sonrisas cansadas.
-¿El Alvear?- dijo uno de los más viejos -Si, es un buen bicho, como lo fue el presidente... se sienta cerquita del fuego porque sufre mucho el frío-
-Demasiado cerca del fuego- dijo un oficial, queriendo acariciarlo pero reculando ante el poderío de las llamas.
Otro oficial comenzó a llamarlo, como queriendo que el perro se le acercara, pero entonces el tercer oficial, aquel de las pupilas severas, se acercó y le dió una patada. El perro, completamente inmóvil, no reaccionó. Entonces el oficial severo exclamó:

-Pero... ¡Este perro está asado! Se ha asado vivo al lado del fuego. ¿Qué le han hecho a este pobre animal?-

Es increíble cómo quince hombres de ese tamaño pueden moverse tan rápido sin hacer ruido. Entre varios -con una destreza lúgubre que demostraba lo espabilados que estaban- desarmaron a los tres oficiales y les taparon la boca para que no pudieran hacer ruido. Uno de ellos me sostuvo, pero la verdad no hacía demasiada falta. El italiano se movió delante de ellos, serio como una tumba. Apenas entonces uno de los más viejos rió con voz cascada y dijo:

-No se si ustedes sabrán o serán pobres botones, pero a nosotros nos iban a hacer cagar porque Augusto, el tano, le estaba arrastrando el ala a la Mariángeles, que resultó ser la hija del Comisario Fierro. Y como a Fierro no le gusta nada nos mandó agarrar para poder destriparlo al tano él mismo. Pero bueno, Juanes Figura, les ha tocado a ustedes la vespertina. El tano la paga y se las arregla solo, nosotros rajamos para la vía-

De lo que sucedió a continuación poco puedo dar parte. Me cargaron como un fardo hasta que salieron, atravesando las chozas, del otro lado del cerco donde sorpresivamente no había nadie. Luego me arrojaron con un saludo a un costado del camino y desaparecieron como las manchas grises y fugitivas que eran. Del tano puedo decir que quedó solo con los tres oficiales y, al parecer, mató a uno arrojándolo al fogón y a dos con sus herramientas de trabajo. No es para nada sabio enfrentarse a un hombre que degüella vacas seis días a la semana, en su propia casa y a la distancia de un golpe de puño.

Infeín tomó mi versión como válida; después de todo, no soy más que un cronista medio muerto de hambre. Y cuando entramos al regero de sangre en el que el tano fue muerto por el resto de los oficiales, atraídos por el trajín de la pelea, el perro, asado y todo, continuaba igual de inmóvil que siempre. 

martes, 9 de julio de 2013

Preambulo a los textos suplementarios

Cualquier escritor, quiero creer, escribe con cansancio y parsimonia textos que no verán la luz nunca. Esto se debe, en generalidades y sin mucho ánimo de instigar las opiniones, a que cualquier creador tiene dentro suyo y alrededor un cosmos propio que orbita en secretas constelaciones. También es una norma que cualquier persona con un ápice de imaginación y una idea o historia que le agrade lo suficiente va a dejar que esa idea o el núcleo propio de una historia, escenario, personaje u objeto fermente, dejando de lado la practicidad y el formato y enviando muy educadamente a veces a la concha de su hermana a cualquier método o medio con el que se halle comprometido para llevar a cabo la narración o la escritura de esa historia como originalmente la había tramado.

Es por esto mismo que cualquier creador que dedique suficiente tiempo a una obra (generalicemos en obra) se encontrará en algún momento con textos que definitivamente son suplementarios; descares, anotaciones, biografías, actos indescriptibles o mal ejecutados, guías mentales y silencios. Estos textos suplementarios, algo así como el antiguo lado B de las historias, probablemente jamás vean la luz, o la vean de una manera poco ortodoxa. A continuación pienso comenzar a subir todo esto, entremezclado con otro material, ya que de a poco he comenzado a notar que esa pila de papeles, de ser real, se transformaría en un golem de cartapesta dispuesto a acogotarme mientras duermo.

Sin más aclaraciones, ahí están, allá y aquí