Cerró el escritorio de un portazo, resoplando con fuerza. El
aire dentro de su traje estaba demasiado viciado gracias al forcejeo reciente y
las semanas que llevaba fuera de la unidad de transporte. Descargó la jaula
metálica que llevaba encima sobre el suelo, y quedó rendido unos segundos,
mientras mecánicamente se quitaba la escafandra con dedos hábiles. Cuando por
fin pudo hablar, Sorin Peuser lo hizo con cierto resentimiento en la voz, como
si algo que no sabía muy bien qué era le atenazara la garganta, no sin rabia.
-Espero que hayas valido la pena, maldito condenado – dijo,
mirando a la jaula ciega –Siete hombres han quedado atrás integrando la matriz
de la que te cosechamos. Está bien que la sinapsis artificial no falla nunca,
pero más le vale no fallar ahora. Si no, yo mismo me encargaré de lanzar uno o
dos de esos malditos operarios al espacio-
La jaula no emitió sonido alguno, pero tras unos instantes,
comenzó a moverse ligeramente. Lo que fuera que estaba capturado dentro de
aquella caja metálica con un pequeño purificador de atmósfera artificial se
estaba moviendo, golpeándose contra las paredes. Sorin le lanzó una patada,
haciendo que ésta se golpeara contra la pared.
-Cállate ya!- gritó a la nada –No ganarás nada. Ni siquiera queriéndolo
ganarías algo. Maldito ente inútil…-
Sorin se puso de pie pesadamente y echó un vistazo a los
indicadores de su traje. Había estado cerca de la asfixia, pero se había
salvado gracias a su destreza física. Cuando empezaron el viaje eran nueve;
uno, la pobre oficial médica de a bordo, Erin Deminoff, había perecido durante
el viaje debido a un desperfecto técnico que raras veces sucedía; la dosis de
turmionina, el químico utilizado para aletargar los signos vitales y permitir
el viaje espacial largo, había sido excesiva. Ahora no estaba muerta
técnicamente hablando, pero tampoco viva; dormía con un latido de corazón cada
setenta y siete años. Jamás despertaría de su sueño, y sus ondas cerebrales
describirían casi una gráfica plana por el resto de sus días.
El resto de los operarios de a bordo había proseguido hacia
el objetivo de aquel extraño viaje; conseguir uno de los entes sensibles de
Remo IV, el planeta gemelo de Rómulo IV, del recientemente descubierto sistema
Cartago II. La sinapsis artificial, aquel colosal dispositivo que comandaba las
hordas humanas durante el auge de la Era Post-Sapiens, había dictaminado que,
tras muchos análisis de muestras extraídas de Remo IV, debía existir allí una
clase de ente sensible capaz de elevadas formas de raciocinio, gracias a lo
extraído como consecuencia de las sondas exploratorias. Como tantos otros, los
Viajeros de ese crucero habían sido entrenados desde pequeños para sus tareas,
y desconocían el verdadero alcance de la Humanidad toda; sabían que había
hombres que se dedicaban a todas las tareas concebibles por la Sinapsis
Artificial, pero jamás pensaban en esos otros hombres. Se limitaban a realizar
las tareas que conocían de la mejor manera posible, ya que eso conllevaba una
vida apacible y sin sobresaltos, lo que el grueso de los hombres deseaba.
Sin embargo, Sorin Peuser era un hombre sumamente extraño.
Había cuestionado durante mucho tiempo muchos conceptos indudables por otros de
su misma generación. Gracias a su curiosidad y su falta de miedo hacia el
castigo es que fue seleccionado como Líder de los Viajes de Interés Científico.
No podían enviar a simples Peones a realizar un trabajo incierto; necesitaban
hombres curiosos, sin miedo y, lo más importante, con determinación. Eso era
algo muy difícil de cosechar, al menos particularmente, con ingeniería
genética. La determinación y la rebeldía eran flores que raras veces se
conseguían.
Sorin terminó de quitarse el traje. Miró por la compuerta de
la Unidad de Transporte hacia afuera, a la atmósfera de Remo IV, y pulsó uno de
los controles para que la densidad de la abertura cambiase y permitiese el paso
de la luz. Los vio por última vez, sin una sola pizca de remordimiento o de culpa
hacia ellos; sus antiguos compañeros ahora yacían sobre la matriz biocéntrica
que dominaba al planeta. Bueno, en realidad yacían sobre, entre y dentro de la
matriz, que lentamente los iba envolviendo cada vez más a medida que dejaban de
forcejear. Desconocía porqué había sido el único que no había sucumbido a
aquello; el primero en caer había sido Larssen, seguido por Ulster y Fimmian.
Todos se habían arrodillado primero para luego abrazar aquel suelo viscoso,
cuyas células pluriformes cambiaban para adaptarse a cualquier tarea lo más
rápido posible. Habían balbuceado incoherencias; el resto había continuado con
el trabajo, y había cosechado uno de aquellos bulbos extraños que colgaban en
ciertas zonas del planeta. La Sinapsis Artificial creía que aquellos bulbos
podían ser la causa de la matriz biocéntrica, o todo lo contrario, una especie
de concentración o condensación de la matriz. En todo caso, el Viaje entero
estaba organizado alrededor de la obtención de uno de esos bulbos.
La Jaula volvió a moverse, esta vez con un poco más de
intensidad. Sorin se limitó a patearla mientras daba la orden verbal de
despegue. Volvería a casa con aquel bulbo odioso lo más rápido posible. No le
molestaba haber perdido a sus compañeros porque les tuviese cariño; odiaba
haber perdido brazos que hubiesen reducido siete veces el tiempo que ahora
demoraría en regresar a casa. Todo gracias a aquella detestable matriz.
La Unidad de Transporte no demoró en acoplarse nuevamente
con la nave de viaje ligero. Las secuencias para poder suministrarse turmionina
intravenosa eran las más simples de todas, y comenzarían a funcionar ni bien él
diera la orden, pero antes debería encargarse de otras tareas que demandaban su
atención; redacción del informe, sinopsis del perímetro de seguridad,
recalcular las coordenadas de viaje acorde al tiempo estimado que llevaría el
retorno y una tonelada de tonterías más que, pese a que la inteligencia de la
Sinapsis Artificial era enorme, debía ser realizada por manos y cerebros
humanos. Eran pequeños detalles que no se podían dejar al azar de una
computadora (y, curiosamente, la sinapsis artificial admitía computadoras
azarosas entre sus instrumentos)
Sorin Peuser pensó en, primero que nada, acondicionarse a sí
mismo para el viaje, o mejor dicho, la estadía dentro de la nave. Estaría
trabajando un buen tiempo dentro de aquel ambiente con olor a antisépticos y de
tonalidad completamente blanca, siempre blanca, para atenuar el falso encierro
de la nave de viaje ligero. Se quitó el molesto traje de viaje, cuyas
propiedades físicas habían sido fijadas para la atmósfera de Remo IV, un poco
atroz si se consideraba la cantidad de plomo gaseoso que hacía irrespirable su
aire. Pasó enseguida entre las cámaras de desinfección, con un hermoso efecto
simulado de agua mientras el baño químico le recorría el cuerpo, y se detuvo,
desnudo, al final del pasillo. Se vistió rápida y ordenadamente con dos prendas
de ropa para cubrir zonas pudendas de su cuerpo, devenidas innecesarias ahora
que estaba solo en el viaje de vuelta; pero la fuerza de la costumbre era más
titánica que cualquier contraorden autogestiva.
Se detuvo frente al cubículo de alimentación, cuyas raciones
habían sido preparadas para que nueve individuos jóvenes pudieran nutrirse
durante todo el viaje. No tendría problemas de alimentación, y aunque la vida
de un hombre Post-Sapien era por lo general austera, decidió darse un pequeño
lujo y doblar la ración a la que estaba habituado. Después de todo, estaba en
un condenado rincón alejado de la galaxia, y no tenía ningún patrón cerca como
para corregirlo. Apenas pudo terminar los guijarros de néctar, con el estómago
achicado a raciones pequeñas toda su vida, pero lo hizo.
Mientras digería su doble ración, se suministró el cóctel
químico habitual para permanecer centrado, energizado y dispuesto a continuar
con cualquier tarea. La panacea actuaba al nivel de los neurotransmisores,
creando seres solamente ideados para obedecer y acatar órdenes; la voluntad de
Sorin, no obstante, estaba inscripta más allá de los neurotransmisores, y por
eso sacaba mayor provecho de ello que la gran mayoría de sus congéneres. Pero
qué diablos le importaban sus congéneres; ahora eran parte de algún reciclado
biológico en un planeta demasiado alejado como para que importase. El Carbono
de sus átomos serviría a otros propósitos ahora; poca pérdida para la Sinapsis
Artificial.
Encendió con presteza los paneles de redacción y redactó, en
breves y concisas palabras, todo lo que había sucedido. Reportó las bajas y su
origen y anotó, con destino a futuro, el regreso a la tierra. Se sonrió
socarronamente al repasar con la mirada el texto completo, desde el principio
de viaje. Si, era un poco cómico que Larssen hubiera creído que los bulbos de
Remo IV serían ojos gigantes. Pobre tipo.
Pasó las próximas tres horas recalibrando cada pieza de
equipo de la nave, tarea que demandaba pocos minutos para un equipo completo.
Al llegar a calibrar los saleros, ya casi sobre la finalización, le resultó
estúpido e inútil. ¿Porqué diablos podía interesarle a la Sinapsis Artificial
que los saleros de una nave de viaje ligero clase 3, perdida en algún cuadrante
de Hiperbórea, tuviera los saleros calibrados? Era estúpido e inútil, pero
órdenes eran órdenes. Pasó por cerca de la jaula ciega, que ya no se movía. La
pateó de todos modos no sin cierta rabia.
Tras hacer los preparativos finales (cosa que le habría
costado poco menos de cuarenta y cinco minutos con la tripulación completa,
pero le costó siete horas) para el viaje, se sentó en una banqueta del ambiente
común de la nave, con todos los espacios vacíos de viaje que había ante él. Las
nueve fosas yacían en el techo, preparadas para cobijar cuerpo humano; solo una
estaba ocupada, y era la de Erin Deminoff, la eterna durmiente. El resto
estaría vacío, exceptuando el suyo propio, que llenaría con su propia carne en
poco tiempo. Sin embargo, se tomó su tiempo para beber un vaso del preparado
hidropónico de a bordo y contemplar la jaula ciega donde, ahora si, se debatía
débilmente aquel bulbo. Aquel bulbo del demonio acostumbrado a una atmósfera
que desgarraría a dentelladas ígneas la piel de cualquier ser humano. Aquel
ente supuestamente sapiente que respiraba bocanadas de plomo y níquel gaseosos
durante eones. Lenta, silenciosamente, la jaula se movía con movimientos
sordos. Aquella cosa no emitía sonido alguno.
¿Y qué había de aquel gesto inútil? El de sus compañeros,
obviamente. Se habían arrodillado para llenarse el pecho con charcos de aquella
biomatriz que ya había empezado a desarrollar seudópodos para su defensa ni
bien los vio venir. ¿Qué diablos había sido aquello? Sorin no solía pensar en
supuestos, y muchísimo menos en juzgar a sus congéneres; esa era una tarea
derivada a juzgamiento y pena, el sector electo para aquellas tareas. Pero
ahora, total y completamente solo en el salón de usos múltiples, se encontraba
con el tiempo, las energías y el espacio suficiente como para darse esos lujos.
Si, lujos. Todo, desde sus uñas hasta el impulso eléctrico que dominaba su
cerebro, era subvencionado por la Sinapsis Artificial. Si malgastaba alguno de
esos recursos propios de su cuerpo, se estaba dando un lujo.
Se sirvió otro vaso, el quinto, y continuó con la mirada
fija sobre la jaula ciega, que se movía con ligeros espasmos. Definitivamente
tenía muchas ganas de destrozar aquella jaula en quince mil pedazos, junto a
aquel bulbo odioso. Ni siquiera sabía ni le importaba porqué la Sinapsis quería
aquellos bulbos; probablemente por una razón similar a la que quería saleros
perfectamente calibrados en aquella nave perdida en el vacío del espacio. Al
diablo con todo, se dijo Sorin, y comenzó a medir la dosis de turmionina en la
computadora de estasis. Quería que la dosis fuese la correcta, ni por asomo
quería quedar como la pobre Erin Demidoff, que seguramente había colocado un
cero de más en la cantidad de miligramos que le debían ser suministrados. Pobre
infeliz.
Se colocó los tubos alimentadores, se desnudó por completo y
se conectó a los enlaces de estasis, que mantendrían su inconsciente libre de
cualquier actividad errática que pudiera aniquilar su voluntad y dejarlo como
una lechuga. Antes de subir a su fosa de
estasis, miró hacia arriba, a la única fosa ocupada. Solo entonces notó que
Erin Demidoff era pelirroja, y que dormía apaciblemente con un rostro bastante
atractivo el sueño eterno de los amortales. Sorin Peuser comenzó a sentir los
efectos de la turmionina en sus venas y se dejó sedar, mientras en algún rincón
de la nave una jaula ciega se debatía cada vez más débilmente. Quince minutos
después de que el Líder de Viaje entrase en la tabula rasa que era la fosa de
estasis, la nave de viaje ligero partía, sin pausa pero sin prisa, en su camino
de regreso a casa.
Indicadores en rojo. Todo el mundo completo en rojo. Sin
pausa pero sin prisa; rojo. Todo latiendo a la faz de un corazón al que jamás
le había prestado más atención que la necesaria. Sin poder percatarse de
demasiadas cosas a la vez. Húmedo. Sensación de algo pegajoso y frío que se
resbalaba lentamente, como trozos de un gelatina rancia, por su nuca, sus
labios, sus dedos. La sensación horrorosa de los tubos alimentadores sueltos.
Su cuerpo contraído en espasmos de necesidad. El ruido sordo de la alarma local
que le advertía que había salido de estasis antes de tiempo.
Lo único bueno de estar en el espacio profundo era la falta
de una gravedad direccional; sino, se hubiese roto la nuca al salir de estasis
sin estar despierto. Sin embargo, había tocado la fría superficie del lustrado
piso, que a él le parecía fría y gélida tras pasar un buen tiempo soñando con
ambientes cálidos y suaves. Si, cálidos y suaves. Como la carne que sostenían
sus huesos. Como el pasaje propio de su sangre por los torrentes que
alimentaban su cerebro. Sí, cálidos y suaves.
El atontamiento fue pasando lentamente, a un ritmo gradual
de crescendo que no podía (no quería) soportar. La salida no programada de la
estasis generalmente tenía dos impactos grandes; uno, hacia él mismo y su
psiquis, ya que no esperaba abrir los ojos en otro lugar que no fuera el puerto
de destino, y como todo hombre que vivía en la época post-sapien, no conocía el
imprevisto, o lo había visto muy pocas veces. El otro impacto era físico, al
haber preparado su cuerpo con drogas para un período más largo de descanso y,
de repente, encontrarse con la novedad de que ya no pendería del espacio. Los
Sapiens sabían esto, pero no lo habían combatido; la gran mayoría de ellos se
terminaba mal acostumbrando a que un aparato los sacudiera de la cama a ritmos
del esquema siempre mutable de su época, maltratando sus cuerpos y su psiquis
sin asco alguno.
Pero, ¿Porqué importaban los sapiens ahora? Habían dejado de
existir siglos antes que él naciera, y su estudio histórico y teórico solo era
importante en la Exploración Espacial como ejemplo biológico desarrollado, en
caso de toparse con una civilización similar. Lo importante era su cuerpo
maltrecho, rota ya la estructura que lo dominaba. Lo importante era ese zumbido
sordo que empezaba en sus oídos y terminaba en la jaula ciega.
La maldita jaula ciega. Claro, era el único elemento que no cuadraba en la
ecuación. Tenía que deberse a ella, tenía que deberse a alguna influencia de
aquel detestable bulbo sapiente en toda la perfecta lógica de la Sinapsis
Artificial. Lentamente empezó a probar sus estímulos motores, viendo si podía
moverse, si la dosis de turmionina no había sido lo suficientemente fuerte como
para dejarlo paralítico o sordo. Para su suerte encontró que todos sus
músculos, aunque dolidos por el brusco despertar, funcionaban. Inmediatamente
se sometió a un análisis general de su sistema nervioso, para darse cuenta de
alguna lesión que no se pudiera diagnosticar a simple vista. Tal lesión no
existía. Los movimientos lentos en la jaula ciega, en cambio, si.
Desnudo como estaba, ya con la presión sanguínea elevada gracias
a la cólera en la que estaba montando, caminó hasta al lado del susodicho
cubículo ciego. Se movía apenas, con los mismos movimientos idiotas. Ya no
creía que el bulbo intentara escapar, como al principio; más parecía explorar
las dimensiones, la forma de la caja. Tensionó los músculos de su mandíbula en
un bruxismo de pura rabia y la pateó, haciendo que ésta rebotara varias veces
en las paredes y el techo, golpeándose débilmente.
Claro está, ahora debía volver a redactar el informe con
aquella interrupción. Claro está, ahora tenía que revisar el calibre de todo
aquello que ya había controlado antes de partir de Remo IV. Claro está, le
demoraría un buen tiempo.
Se vistió, no sin antes echarle una mirada al plácido rostro
de Erin Demidoff, aquella pelirroja con demasiada suerte como para darse
cuenta. Maldita sea, tenerla a ella en estasis perenne o a un nabo vendría a
ser lo mismo. Probablemente la Sinapsis Artificial la mantendría bajo
observación durante un período ilimitado de tiempo para ver qué pasaba.
Se rió, y su propia risa resonó en la nave semivacía,
recordándole cómo era. Para ver qué pasaba, esa era la cuestión. Vamos a crear
hombres de seis brazos que trabajen en toda obra mecánica que tengamos para ver
qué pasa. Vamos a detonar gran parte del adriático para ver qué pasa. Vamos a
enviar una partida doble de exploradores a Remo IV para ver si esos bulbos
chillan cuando los abrimos a la mitad. Ya que piensan, han de chillar, ¿no?
Comenzó a revisar pacientemente todas las instalaciones de
la nave en búsqueda de algún desperfecto, pero obviamente, como ya sabía, todo
estaba en perfecto orden. No había motivo alguno por el que los cuadros
ópticos, el comando, el teclado de salvataje o el inodoro virtual se des
calibrasen, aún adrede. De todas maneras, pensó sarcásticamente, tampoco había
razón por la que él se despertara antes de tiempo; y sin embargo, ahí estaba,
despierto y molesto consigo mismo y con aquel bulbo invisible a sus ojos que
continuaba moviéndose lentamente, ahora en un rincón más alejado de la nave.
“Setentava. Irrupción abrupta del estado de estasis. Causa
aparente; error en el suministro de turmionina. Se eleva petición de revisión
del sistema de estasis y suspensión para solventar dudas. Se descarta error
humano”
Esto último lo escribió con determinación, inclusive con un
poco de enojo. Ese informe, por más oficial que fuera, no le tendría como un
pelele que mojaba sus pantalones como alguien recién salido del tubo de
incubación. Además, había sido especialmente cuidadoso con la dosificación
química; después de todo, no quería terminar como el espárrago de Erin
Deminoff. ¿Acaso en su afán por no superar la dosis había terminado colocando
demasiado poco? Sacudió la cabeza para sí mismo. Era un procedimiento demasiado
simple como para equivocarse porque sí. Cerró el panel del informe y comenzó
nuevamente con el viejo procedimiento.
Se colocó los tubos alimentadores, se desnudó por completo y
se conectó a los enlaces de estasis, que mantendrían su inconsciente libre de
cualquier actividad errática que pudiera aniquilar su voluntad y dejarlo como
un repollo. Antes de subir a su fosa de
estasis, miró hacia arriba, a la única fosa ocupada. Solo entonces notó que
Erin Demidoff era realmente hermosa, y que dormía apaciblemente con un
rostro angélico el sueño eterno de los
amortales. Sorin Peuser comenzó a sentir los efectos de la turmionina en sus
venas y se dejó sedar, mientras en algún rincón de la nave una jaula ciega se
debatía cada vez más débilmente. Quince minutos después de que el Líder de
Viaje entrase en cápsula del tiempo que era la fosa de estasis, la jaula ciega
comenzaba a moverse, lentamente, a través de la nave.
La segunda vez que despertó, Sorin Peuser no sabía si lo que
experimentaba era producto de alguna alucinación en grado sumo de diversidad,
quizás salteada por el sistema de estabilización de la cámara de estasis. Una
de las viejas pesadillas, esto era. Pero no; la sensación era demasiado real y
molestamente familiar. El entumecimiento que no es tal, el dolor en las
articulaciones, la luz que le desgarraba las pupilas sin odio ni crueldad.
Cuando logró incorporarse del todo, corroboró que,
efectivamente, había salido de estasis por segunda vez consecutiva antes de
llegar a puerto. No tenía energías para enojarse; pero el odio lento y
silencioso, como un gas invisible y denso, comenzó a esparcirse por el ligero y
pequeño ambiente que era la nave. Solo brotó en sí la ira como era
originalmente, en la época de los Sapiens, cuando se tropezó, dormido como
estaba, con la jaula ciega. Por algún motivo, ya no estaba lejos, demasiado
lejos, donde él la había pateado; ahora estaba muy cerca de su fosa de estasis,
sin moverse. Pero, ¿Cómo era posible que una caja sin medios de propulsión se
desplazara en un ambiente de gravedad cero? A menos que aquel bulbo odioso
tuviera suficiente fuerza como para provocar el movimiento original… A eso, sí
que no podía ganarle. Cualquier cosa era posible; él no había estado presente y
eso bastaba.
Pero claro, de seguro era un problema. Un simulacro de algún
tipo que desconocía. Quizás era un test, de los tantos que ejecutaba La
Sinapsis Artificial, para calificar a sus operarios. Seguramente en unos
instantes saldrían todos sus compañeros de viaje de la compuerta de vacío, que
no sería de vacío al cobijar a todo el equipo evaluador. Como antiguamente
hacían los Sapiens. De seguro Erin Demidoff sería suya si había pasado la
prueba; saldría de la fosa de estasis, le sonreiría y le invitaría a cenar. De
seguro no había nada en la jaula ciega. Las pruebas de la Sinapsis Artificial
se interrumpían cuando el testeado descubría que estaba siendo evaluado;
también, cuando superaba la prueba, cosa que generalmente coincidía con lo
primero. Así que Sorin Peuser esperó.
Pero nada sucedió.
La jaula ciega se movió ligeramente un poco. Erin Demidoff
ni siquiera respiró, rosada y viva como estaba, en su eterna estasis. Ninguna
puerta de vacío se abrió. Solo podían oírse, apenas, los chillidos del sistema
de estasis a intervalos regulares.
Pero, ¿Porqué había pensado una posibilidad tan rotunda?
¿Porqué se encontraba recordando detalles de las costumbres de los Sapiens cada
vez más y más cerca? ¿Porqué sus glándulas excretaban hormonas que provocaban
la ira y el pensamiento genuinamente idiota?
Un chispazo de inteligencia brotó apenas. Claro, había
definitivamente una influencia dentro de ese lugar, algo que estaba alterando
la cosa. Un desperfecto en el sistema de estasis era entendible, pero dos ya
era demasiado sospechoso. Y lo único que cabía dentro de aquello era el bulbo;
era lo único que la Sinapsis Artificial no había considerado en la ecuación.
Se decidió a recalibrar todo el equipo solo para estar
seguro y, de paso, para hacer trabajar la mente al mismo ritmo que el cuerpo.
Cuando abrió el panel con el informe, sencillamente se limitó a escribir:
“Setentava. Segunda Irrupción abrupta del estado de estasis.
Causa aparente; error en el suministro de turmionina. Se eleva petición de
revisión del sistema de estasis y suspensión para solventar dudas. Se descarta
error humano; se asume error por factor externo”
Cerrando el panel de un manotazo, empezó a hacer girar los
mecanismos lógicos en su cabeza. Claro, la Sinapsis Artificial no se equivocaba
nunca, y preparaba todo con descarnada exactitud. Entonces, el comportamiento
del bulbo era esperable. Tenía que haber algo más que estuviera alterando el
sistema de estasis. Entonces, encontrando sus ojos con los párpados cerrados de
tan bella pelirroja como era Erin Demidoff, se dio cuenta. El accidente de la
oficial médica de a bordo era lo que no estaba contemplado. Claro, ¡un
accidente! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los accidentes siempre quedaban
fuera de la ecuación. Siempre eran ilógicos, siempre se movían por paralelos al
mundo planificable.
Maldita médica de a bordo, se digo Sorin Peuser. Maldita
belleza de cabellos rojos. Maldita sea tu mente durmiente y tu corazón de
ballena anhelado por la Sinapsis. El sistema de estasis no estaba preparado
para llevar a una accidentada de esa manera; esa debía ser la respuesta.
Se colocó los tubos alimentadores, se desnudó por completo y
se conectó a los enlaces de estasis, que mantendrían su inconsciente libre de
cualquier actividad errática que pudiera aniquilar su voluntad y dejarlo como
un repollo. Antes de subir a su fosa de
estasis, miró hacia arriba, a la única fosa ocupada. Solo entonces notó que
Erin Demidoff era peligrosa, y que dormía apaciblemente con un rostro diabólicamente bello el sueño eterno de los
amortales. Sorin Peuser comenzó a sentir los efectos de la turmionina en sus
venas y se dejó sedar. Quince minutos después de que el Líder de Viaje entrase
en el vacío fuera del espacio que era la
fosa de estasis, la jaula ciega se movió con un solo movimiento, mientras una
mujer pelirroja entraba en fase de REM.
Esta vez, estaba preparado. Con una rapidez que le provocó
un golpe por falta de coordinación, Sorin Peuser se puso de pie y buscó, sin
poder enfocar muy bien, la bendita jaula ciega. Eso sería todo, de seguro que
el maldito bulbo tenía algo que ver. Pero no, Erin Demidoff debía ser lo que
alteraba todo… o quizás eran aquellas costumbres Sapiens con las que estaba
soñando y mencionando tan frecuentemente. Si tan solo tuviera un diálogo
abierto con alguien, podría tranquilamente decidirse hacia dónde, o qué actitud
adoptar.
Ubicó a la jaula ciega y la colocó, todavía dormido y con
falta de coordinación, sobre la pequeña cámara de disección con que contaba la
nave. Una vez allí, la selló al vacío y la abrió. La atmósfera irrespirable de
Remo IV se esparció por la cámara de disección, pero nada más sucedía. No
existía el bulbo. No existía una de las potenciales causas de todo aquello.
No buscó explicarse porqué el bulbo no existía, ni se detuvo
a contemplar los miles de interrogantes que se le iban plantando en el
raciocinio. Deambuló por la nave en círculos, vistiéndose, tras haberse quedado
sin un objeto de odio o de explicación hacia aquellas incoherencias. Luego
comenzó a calibrar todo de vuelta, esta vez más lentamente, para poder pensar
con cierta claridad. El trabajo mecánico forjado por la rutina constante tiene
a veces un efecto tranquilizador en quien lo realiza.
Sorin Peuser pensaba en Sapiens. Pensaba en todo lo extraño
que resultaba aquello y, más aún y más práctico, pensaba en lo largo que se
haría el viaje de regreso a casa si esas pausas se seguían dando, y en los
impactos en su salud que esto tendría a largo plazo. Si le salía alguna lesión,
quizás no podría trabajar más como Líder de Nave. Quizás tendrían que deponerlo
por inutilidad, o lo destinarían a algún aburrido puesto lleno de papelerío
virtual y paneles antiguos.
Fue hasta el reloj de la nave solo para encontrar que no
estaba funcionando. No importa, pensó, todos los trajes tenían relojes. Pero
más grande fue su sorpresa y su irritación al encontrar que cualquier aparato
de relojería, por absurdamente pequeño que fuera, estaba fuera de
funcionamiento. Solo entonces, por primera vez en el viaje (en su vida, en
realidad) Sorin Peuser sintió miedo, y fue consciente de ello.
¿Miedo? Esa era la sensación que los Sapiens tenían ante
cosas que no entendían. Y no, definitivamente no entiendo nada de esto. La
Sinapsis lo explicará cuando llegue pero, ¿Qué sucede mientras tanto? ¿Cómo
puedo asegurarme que algo de todo esto es real y no una pesadilla filtrada?
Los Paneles de abordo, pensó. Si esto es un sueño, dirán
cualquier cosa excepto lo que yo recuerdo. Casi se atropelló con ellos en su
camino hasta el comando. Pero cuando sacó los paneles y revisó las anotaciones,
otra cosa fue lo que lo impactó. Si, sus registros estaban ahí dentro,
grabados; solo que había más de dos.
De hecho, había siete. Todos se repetían mecánicamente, exceptuando uno que
decía:
“Setentava. Irrupción abrupta del estado de estasis. Causa
aparente; error en el suministro de turmionina. Se eleva petición de revisión
del sistema de estasis y suspensión para solventar dudas. Desaparición de todos
los miembros de la nave antes de llegada a destino, exceptuando por el Líder de
Expedición, Sorin Peuser. Se procederá según esquema previamente planificado”
Y no estaba firmado. Entonces, no solo quería decir que se
había despertado varias veces y había anotado en aquellos paneles aquellas
entradas donde se lo notaba más irritado cada vez, sino que alguien más había
anotado aquello. Pero, ¿Quién? Erin Deminoff dormía el sueño eterno de los
amortales, y no había nadie más allí. Las otras entradas eran de más sencilla
explicación; cansado de la situación, podía haber pedido anestesia en amnesia
local, para olvidarse relativamente del asunto aunque fuera por un breve lapso
de tiempo. Pero jamás de los jamases tendría que haber dejado un comentario en
los paneles sin firma, y mucho menos hablando de él en tercera persona.
Sorin Peuser gritó en el silencio de la nave ligera,
aclamando a Dios. Se dio cuenta que aclamaba a un ente imaginario en el que
alguna vez los Sapiens habían creído. Otra vez los Sapiens en su cabeza.
¿Porqué repentinamente había empezado a relacionar tantas cosas con ellos? Es
más, ¿Porqué repentinamente había empezado a actuar como uno?
Quizás el bulbo había existido, realmente, pero su materia
tenía alguna propiedad desconocida a la Sinapsis Artificial y le estaría
afectando neurológicamente hablando. Diablos, por lo que él sabía podría estar
siendo integrado por la biomatriz de aquel planeta infernal en este mismo
momento, con sus neuronas integrando algún otro sistema vivo más complejo.
-Maldita seas, Biomatriz- le dijo a la nada Sorin Peuser, en
el silencio del espacio –Aunque sea me hubieses puesto a soñar algo más bello.
Como poder cogerme a esa maldita pelirroja. Si, eso haré-
Sorin se encaminó decidido hasta la fosa de estasis de Erin
Demidoff. Después de todo, si todo aquello era una ilusión, una fantasía, un
sueño, ¿Qué diablos importaba?
Se detuvo a centímetros de dar la orden táctil de liberación
del apetecible cuerpo femenino. No, diablos, diablos, no. Estaba actuando como
un Sapien de manual; instintiva e impulsivamente. Diablos, ¡Se estaba
convirtiendo en un Sapien! Por eso sentía tantos sentimientos y sus glándulas
habían dejado de obedecer el decreto secreto de su cerebro. Por eso volvía a
sentir las emociones con renovada energía. Por eso era que todo aquello estaba
pasando… pero… ¡Eso era imposible! Era imposible volver en la escala evolutiva.
La Sinapsis Artificial no dejaría jamás que uno de sus Líderes de Nave
involucione.
Sorin Peuser se quedó solo, meditabundo, sentado en el medio
de la sala, mirando a la pelirroja que colgaba cabeza abajo, durmiendo, con la
gráfica cerebral plana y el electrocardiograma igual de mudo. Una verdadera
estatua viviente, congelada en el tiempo, sagrada, una Diosa. Inmortal, no
Amortal. Una Diosa, si. Solo una Diosa podría tener esa belleza. Solo una Diosa
podía estar tan complementariamente dispuesta; boca abajo, sobre él, con los
cabellos recogidos en la nuca, durmiendo mientras él despertaba. Ella mujer, él
hombre.
Se sacudió la cabeza. Probablemente aquel bulbo se había
transformado en un gas, o quizás en alguna forma de energía, y había escapado
de la nave. Quizás el escape de la nave le había hecho sufrir una lesión tal
que su cerebro había quedado dañado, y ya no coordinaba bien. Pero le
desesperaba verse en ese estado tan ilógico, tan inseguro, tan sumergido en la
duda. Tener ese torrente de pensamientos y sentimientos que ya no eran de él,
que no debían ser de él. El hombre había perdido los sentimientos cuando el
hipotálamo fue reemplazado por el tallo mascoide. Él era Sorin Peuser, 45 años,
licencia de grado superior, Líder de Nave de Expediciones Científicas.
Se colocó los tubos alimentadores, se desnudó por completo y
mandó al diablo a los enlaces de estasis.
Antes de subir a su fosa, miró hacia arriba, a la única fosa ocupada.
Solo entonces notó que Erin Demidoff era otra
cosa, y que dormía apaciblemente con un rostro que no era humano el sueño eterno de los
amortales. Sorin Peuser comenzó a sentir los efectos de la turmionina en sus
venas y se dejó sedar. Quince minutos después de que el Líder de Viaje entrase
en algún recoveco lejano de su inconsciente, la jaula ciega se cerró
bruscamente, mientras la mujer que dormía bostezaba ruidosamente
La Nave de Viaje Ligero llegó al tiempo pactado, 20 años
después de su partida, de regreso de Remo IV. Como el propio sistema automático
había indicado, solo contaba con dos pasajeros, ya que el resto de los
integrantes de la expedición habían sido eliminados por motivos no aclarados
del todo. La comisión de recepción cumplió con las tareas de siempre; los
obreros, con sus voluminosos seis brazos dotados de doce dedos cada uno,
inspeccionaron hábilmente y mejor que cualquier máquina la máquina por fuera.
Uno de los obreros llevaba la lista con la cantidad de cosas a verificar; un
chequeo de rutina de los que se hacían miles por día en aquel puerto espacial.
Luego, la comisión se dedicó a ingresar en la nave, verificar el estado del
equipo material y de los recursos humanos. Encontraron a una mujer en estado de
Amortalidad; un caso raro, pero contemplado. El obrero que quiso bajarla de su
estado de estasis recibió de repente la descarga física de un golpe certero y
doloroso en los nudillos de la mano derecha. Entre varios obreros,
acostumbrados a lidiar con amenazas repentinas, inmovilizaron al agresor en
pocos instantes. Irreconocible, habiendo adaptado parte de una baliza de
auxilio como arma, de aspecto increíblemente envejecido, Sorin Peuser se dejó
conducir hacia el tribunal.
De nada le sirvió que se le preguntara respecto a los
resultados de la expedición. Fue inútil intentar que hablara respecto a las
crípticas anotaciones en los paneles de a bordo. Tampoco se le pudo sonsacar
ningún dato respecto al porqué había regresado con una jaula ciega vacía cuando
las anotaciones decían claramente que se había recogido un bulbo sapiente de
Remo IV.
La Sinapsis Artificial solo observó, en su caso. Analizó la
información que se le brindó y dejó que Juzgamiento y Pena actuara; Sorin fue
diagnosticado con un extraño brote de Nostalgia Sapien, algo que sucedía a
veces en la era Post-Humana, gracias a que no todos los sujetos aceptaban a lo
largo de toda su vida los genes injertados durante su creación. Fue destinado a
una reserva de historia natural, donde se le preserva como uno de los mejores
ejemplos para los arqueólogos especializados en aquellas ciencias de la mente,
ficcionales, que tenían los Sapiens antes; la psicología y la psiquiatría. De
hecho, la actividad que Sorin generaba en aquellos estudiantes era arrojar
varios diagnósticos antiguos, a ver si le acertaban a alguno que estuviera en
los manuales.
Todas las mañanas, Sorin se despertaba en su ambiente, que
simulaba ser la misma vieja Nave de Viaje Ligero que le había traído de vuelta
a casa. Todos los días, Sorin calibraba hasta el último de los dispositivos,
imitados a la perfección con los de la nave. Todas las tardes, Sorin escribía
en los paneles la interrupción de la estasis, y elucubraba nuevas teorías
respecto a su condición.
Tenía cierto grado de tolerancia a agentes extraños a su
círculo de fantasía. Varios oficiales jóvenes que querían ser Líderes de Nave
le veían, como advertencia y como consejo de lo que podía depararles su
carrera. A veces, el viejo Sorin se les acercaba y les decía algunos consejos a
aquellas jóvenes promesas.
-Es muy importante calibrar hasta la última pieza de equipo,
por más estúpido que parezca, cada vez que se realiza alguna fase de la
operación, ¿Sabes? Un salero mal calibrado puede dejarte tuerto de por vida,
inclusive en gravedad cero. Y desconfíen de las fosas de estasis… puede que un
día despierten en una de ellas y no sepan cómo volver a casa. Antes tenía a mi
Diosa Pelirroja que protegía mis sueños y a la que podía culpar de algunas
inclemencias del viaje. Pero ahora me la han quitado, y no se cómo volver a
casa. Por favor, díganme cómo volver a casa. Quiero volver a casa-
Imagen: http://jenmundy.deviantart.com/art/Astronaut-121709399