jueves, 18 de agosto de 2011

Brujas

Es muy difícil empezar a redactar un trozo de papel virtual como es el Tintero sin saber por donde empezar, y es fácil caer en el temor de terminar escribiendo un informe más que cualquier otra cosa. Pero como siempre, el escritor promete su mejor esfuerzo y dejar de excusarse, porque no es el cariz de este blog el de las quejas y las dentelladas a la moral.

Este escrito es casi una deuda, sin embargo, que el escritor contrajo hace bastante con varias entidades, cuya identidad permanecerá en el anonimato para preservarlas de la horda virtual, asimismo porque hay muchas ahí afura que el escritor desconoce. En esta ocasión, querido lector, vamos a hablar de las Brujas.

Primero que nada deberías cuestionarnos respecto a la esencia misma de la Bruja. Bruja es una palabra tan poderosa (y ciertas palabras guardan poder por el simple hecho de lo que representan) que el escritor ha de escribirla siempre en mayúscula, y al ser pronunciada debe estar atento de estar refiriéndose a alguna en particular; de otra manera, la invocación quedaría inconclusa, y contraería más deudas que ni le interesan a él ni a usted, querido lector.

Vamos a hablar claro y sencillo. Si nos ponemos biblia-virtual en mano, sabremos que con bruja nos referiremos a (abro comillas): "Brujería es el conjunto de creencias, conocimientos prácticos y actividades atribuidos a ciertas personas llamadas brujas (existe también la forma masculina, brujos, aunque es menos frecuente) que están supuestamente dotadas de ciertas habilidades mágicas que emplean con la finalidad de causar daño.1

La creencia en la brujería es común en numerosas culturas desde la más remota antigüedad, y las interpretaciones del fenómeno varían significativamente de una cultura a otra. En el Occidente cristiano, la brujería se ha relacionado frecuentemente con la creencia en el Diablo, especialmente durante la Edad Moderna, en que se desató en Europa una obsesión por la brujería que desembocó en numerosos procesos y ejecuciones de brujas (lo que se denomina "caza de brujas"). Algunas teorías2 relacionan la brujería europea con antiguas religiones paganas de la fertilidad, aunque ninguna de ellas ha podido ser demostrada. Las brujas tienen una gran importancia en el folclore de muchas culturas, y forman parte de la cultura popular.

Si bien éste es el concepto más frecuente del término "bruja", desde el siglo XX el término ha sido reivindicado por sectas ocultistas y religiones neopaganas, como la Wicca, para designar a todas aquellas personas que practican cierto tipo de magia, sea esta maléfica (magia negra) o benéfica (magia blanca), o bien a los adeptos de una determinada religión.

Un uso más extenso del término se emplea para designar, en determinadas sociedades, a los magos o chamanes."

Sin embargo, si simplemente nos quedáramos, usted y yo, lector, con las impresiones que los libros nos transmiten, nos transformaríamos en un atlas o una enciclopedia más; deseo que, creo, querido lector, jamás desearemos complementar del todo; no solo por lo aburrido sino por la peligrosidad de perder el elemento humano.

Ahora, después de saber los conceptos formales respecto a las Brujas, podemos enunciar nuestra propia teoría de la brujería, o brujería elemental y más que nada, refiriéndonos a las brujas innatas. Es la creencia de quien les escribe que se trata de Brujas solamente a las personas del sexo femenino que pueden o no frecuentar ciertos ámbitos de nuestras regiones místicas humanas, esto no las excluye. Lo que caracteriza a la Bruja en sí, la esencia misma de la Bruja está encerrada en el hecho de ser mujeres, y en lo que ello representa.

No me quiero extender con más ejemplos aburridos de bibliografía ajena a este blog. Hay miles de ejemplos que podría citar en los que la antropogénesis ha citado a las mujeres como mayor centro de atracción de aquellas cosas que escapan a las normas de nuestra razón o moral, y no por eso era reprobadas; solo tenían su lugar y su momento, como casi todo en el kosmos. La Bruja, en síntesis, es Bruja por lo que hace, pero jamás podría serlo sin ser mujer.

Aclarado éste, quizá el punto más emblemático de estos personajes, pasemos a explicar qué es precisamente lo que la bruja hace. Decíamos más arriba que la bruja puede o no ser consciente de lo que es o lo que hace, pero lo hace. Los hombres también tenemos afinidad por aquellas artes de transfigurarlo todo, pero no es tan frecuente como en vosotras, mujeres; y creo que no podría explicar de mejor manera ésto que haciendo referencia a la transfiguración porque sí.

La Bruja, en su génesis, transfigura, entendiendo por transfigurar el hecho de reordenar y reinterpretar a su antojo todo el complicadísimo bagaje de símbolos en el que estamos inmersos. Esto no transforma a las Brujas en oráculos, exclusivamente; las hay que tienen grandes dotes, o son afines, a ellos; sin embargo, la Bruja clásica por lo general tendrá que atenerse a lo que su naturaleza le traiga. Muchas mujeres viven inmersas en la desgracia que ellas mismas provocan, así como muchos hombres; muchas de ellas tienen visiones espantosas o gloriosas que no pueden (o no quieren) interpretar correctamente. Algunas otras viven tan sumidas en su propia pasión que hacen de la Brujería su camino (sabiéndolo o no), transfigurándolo todo a su paso, desde los más finos hasta los más grotescos obstáculos. No obstante, algo remanece en la Bruja; el sentido intuitivo que les permite avanzar por ese laberinto que es nuestro kosmos.

Seamos un poco más precisos para no marear al lector, haciendo un rápido croquis de lo que es el kosmos y cómo una Bruja se maneja en él. Digamos que el Kosmos es un laberinto hecho de paredes que se mueven todo el tiempo. Así como todo el tiempo se mueven, también los seres humanos que están en él pueden moverlas, pero casi todos permanecemos en la duda o en el abrazo de la ignorancia. Sin embargo, una Bruja tipo (esto es, toda mujer en potencia) puede alterar una pared de un empujón e ir donde ella quiera. Puede hacerlo queriendo (empujando adrede en una dirección) o sin querer (estirándose hacia el lugar que quiere y empujando la pared, o golpeándola sin rabia y empujándola). Un detalle más sombrío: el laberinto está sumido en sombras, por lo que pocas veces sabemos a donde queremos ir; de ahí la intuición que las Brujas tienen, y que definitivamente les sirve para llegar ahí.

Hecha la ilustración burda, poco me queda por agregar, pero lo haré de todos modos porque la escritura es lo que me divierte y me agrada. Las Brujas basan gran parte de su poder, o mejor dicho, de su voluntad, en la intuición, lo cual es una espada de doble filo a la hora de tener que considerar las sombras en que está sumido el laberinto. Verán, simbólicamente las sombras representan el terror o el miedo que rodea a todo ser humano en todo momento de su vida. Miedo a ser descubierto, a ser reprimido, a estar solo; miedo al fin. Si una intuición queda demasiado expuesta al miedo, todo lo que el miedo trae con él poblará la intuición de la Bruja, empujándola a empujar paredes a voluntad (o no) con el simple motivo de aplastar a otro debajo de ella. Esta, la Bruja malvada que es ilustrada casi siempre en cualquier círculo literario, es solamente una de entre millones de posibilidades que existen ahí afuera. Recuerden que existen tantos tipos de Bruja como mujeres han existido.

Gran parte de la actividad de una Bruja que sabe lo que es y actúa en consecuencia se basa en el simbolismo. Puede ser religioso, puede ser ideológico o puede ser simple estética; el hecho es que al hombre (en el sentido del género) le encantan los simbolismos. Un ritual, un colgante, una fecha, un cántico, un sueño, una "casualidad". Todo está conectado porque las paredes del laberinto están conectadas entre sí, y no hay simbolismo que no afecte a otro. Si una Bruja decide decodificar su accionar empujando paredes utilizando símbolos Incaicos es libre de hacerlo y es mejor si se siente cómoda con ello. El motivo de la codificación por símbolos es muy sencillo: ninguna persona puede digerir todo lo que es el kosmos en crudo, en bruto. Nadie puede contemplar la fotografía completa durante demasiado tiempo; la mente humana todavía no está preparada para ello. Por eso se disfraza la pared como un pentáculo, como Walpurgis, como recetas de cocina.

Como adivinarán, las Brujas cuentan con un largo historial de acciones a lo largo de la historia de la humanidad, pero no vale la pena mencionarlas ahora. Solamente agregaré, mi querido lector, que si quiere usted identificar una Bruja solamente vasta con empezar a vislumbrar mujeres que vayan más allá del común de la masa. Las Brujas, por lo general, tienen un rasgo muy característico: nunca pasan desapercibidas para quien quiere que las noten. Si usted, querido lector, conoce alguna de estas mujeres para bien o para mal, aquellas que forman parte de su vida por haberla alterado, sacudido sus estructuras o simplemente haberlos asustado, entonces tenga usted por seguro que se trata de una Bruja. Y recuerde que una Bruja pude accionar tanto para su bien como para su mal, como se dice por ahí.

Ahora, antes de despedirme de usted y de pedirle que se aleje de la nicotina, deberé darle mis agradecimientos a mis Brujas personales; no se preocupen, no tengo porqué mencionarlas: ellas saben quienes son, lo que han hecho y lo que hacen para llegar a ser mis Brujas. Solamente diré aquí, en este texto, que han sido las mejores mujeres que han pasado por mi vida, pues todas han sido grandes Maestras y gran parte de ellas, musas inspiradoras o, al menos críticas destructivas de este, el arte que necesita palos en la rueda constantemente.

Un detalle rápido: no todos pasamos nuestra vida en penumbras, en ese laberinto de paredes que se mueven entre sí. Algunos (y entre ellos, algunas Brujas) pueden construír cabos de vela en la oscuridad. Y pueden elegirse a ellos mismos, a los otros, o a ninguno con quien compartir un poco de visión.

Ahora sí, querido lector, siéntase libre de retirarse cuando guste.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Espectatriz

Básicamente todo arranca con un hombre vestido como para viajar a un lugar con un clima relativamente frío, con cara de apurado y muchos parches encima. El hombre, de edad temprana aunque de ojos avanzados, parece correr entre andenes y entre personas, cargado con el propio peso de la ropa y el ancla de las valijas. Pero, sobre todo, con las agujas del reloj clavándose en sus venas e inyectándole la prisa de lo inevitable.

El hombre parece fracasar y, molesto, tira valijas al piso e intenta normalizar su respiración, agitada por la breve carrera. Algo de tristeza y un apuro de bronca se refleja en sus muecas y sus movimientos. Finalmente se derrama sobre el piso: el espectador atento notará entonces que el hombre larga un suspiro de salida, no de entrada, como los que relajan. Todo suspiro relaja, pero los suspiros de salida son de nostalgia, tristeza o resignación, mientras que el de entrada es de gozo, serenidad o tranquilidad. El dibujo, el texto, el escenario en sí carece de completa descripción: exceptuando al hombre, el espectador no ve más nada en el gris y ceniciento retrato de palabras.

Después de todo, lo importante es el espectador, no?

El escritor decidió remover el tintero esta madrugada debido a varios factores. Primero, para azuzar a la repentina capa de polvo que vino a aposentarse sobre él, con insolencia, como si fuera a dejarse abandonado. Segundo, a intentar rescatar de la cabeza algunas ideas, desprendiendo algunos fragmentos de papel que no quieren irse, como las canas.

Y sin embargo, el hombre que hay en el escritor debería moverse al son de la máquina y no a través de ella. Pero sin obviar motivos, no es este texto excusa alguna para la explicación de la máquina o la agenda del escribiente.

El núcleo del texto es el espectador. En realidad es un tema, como la gran mayoría de los ejes compuestos, examinado con anterioridad por personas con muchísima más capacidad analítica, y debatido en una larga extensión por las llamadas Ciencias Humanísticas, si se quiere. Lo que el escritor quiere rescatar, como siempre, es el análisis del espectador primordial: sin ánimos de adherirse del teatro, de la pintura, de la música y de la escritura, pretendo moverme al espectador primordial, aquel que se encuentra frente a toda obra de arte sin siquiera esperarlo.

Hubo un texto que me frenó esta noche en el derrame insospechado de energías mal aprovechadas: un texto que planteó varios interrogantes y aró varias sonrisas en mi rostro al ver que todo autor sigue hurgando en las urnas griegas y en los existencialistas alemanes, como si ellos hubiesen encontrado la llave a la creación y se la hubiesen llevado con ellos.

No se fíe, querido lector. No estamos acá para hablar de esto tampoco, pero creo apropiado declararlo: los hombres que nos precedieron son completamente citables, examinables y admirables por el simple hecho de habernos precedido; pero el hecho de regresar en la cronología e intentar aplicar andamiajes que hoy no sirven es un vicio que cualquier humanista tiene, mal que nos pese. Un vicio que, muchísimas veces, es motivo de fracaso rotundo o vergüenza calumniable.

Ese texto (retomando) llamaba al reconocimiento de ese espectador, pero para no pecar de impreciso se movía por las aras del teatro, un arte en el que he incursionado poco pero del cual me agrada la práctica. Varios puntos fuertes sacudieron mis cimientos: el hecho de que se apelara en algún momento al espectador como parte de la obra en conclusión y en síntesis, y las razones que se daban para esto estaban, como es de esperar, bastante bien fundamentadas en su gnosis. Que si el espectador queda en espacio de espectador se reduce a una nadería de humanidad, y cosas por el estilo.

Querido lector, hoy día me propongo ponerme un poco a debatir respecto al espectador en sí, que si usted tiene algo de espectador dependerá de su propia concepción del término.

El espectador en sí (tomando como referencia de espectador al hombre, como se señala más arriba, que contempla una obra, y tomando por contemplar el hecho de decodificarla y resignificarla) es precisamente un hombre cuyas susceptibilidades puedan llevarlo frente a una obra determinada, y de ahí en más, poder moverse por los círculos que orbitan alrededor de toda obra para hacer con ella lo que quiera.

Ojo, no estoy siendo exagerado. Un espectador puede ser muchísimo más que simplemente el resúmen de humanidad sucia que ese texto me sugería. Un espectador puede transformarse muy fácilmente en crítico, o en artista, o en co-creador, o resumirse simplemente al hecho de ser el espectador completamente pasivo, dejando que el eco de la obra se pierda en las miríadas del tiempo.

El espectador es parte íntegra desde la obra desde el momento en que un artista puede serlo sin él, pero no por ello estar completo. El artista genera, y en su génesis está la exégesis del deseo de ponerse en vista, en vidriera o lo que desee. Cualquiera podría esgrimir en este momento la espada de un Kafka, por ejemplo, que siempre escribió para él y antes de morir exigió la quema de todos sus escritos. Ante esto puedo objetar que el artista puede no inmutarse ante estar en vidriera, o hacer de su arte un onanismo sagrado (y ¿qué onanismo no lo es?). Pero la vidriera está funcionando siempre y siempre existe alguien que difunda la palabra. Los profetas sobran en una tierra que vive de la comunicación incompleta o defectuosa.

No de esta manera de constituye un artista. Mientras el espectador se constituye casi sin saberlo (o sin ser consciente de ello), el artista casi siempre debe hacer uso de su voluntad para la génesis. Otros podrán objetar que la génesis no siempre es controlada o no siempre es de sencilla lectura. Coincido con esto; nada de lo que se trata aquí es de sencilla lectura. La verdad nunca lo es, después de todo.

Pero me fui de tema. Perdón, querido lector. Retomemos y vayamos al grano.

El espectador no es un resumen de nadería, una cosa horrible de humanidad totalmente pasiva. Solamente la voluntad de él mismo puede llevarlo a resumirse en ese estado. El espectador en potencia, como el artista, siempre tiene la chance de crear y de moverse por sus propios arcos intelectuales y artísticos. El espectador siempre decodifica la obra de un artista; de otra manera, sin saber por pre-concepción todo lo que significa el colosal conglomerado de símbolos y sígnos que definen una obra, nunca podría ser apta a la aprehensión. El espectador descompone una obra y la mira a trasluz; y después, obviamente la resignifica: la resignificación es el proceso más importante y donde se puede dar la génesis de algo nuevo.

Ilustremos con un ejemplo. Para el artista creador, una estatua de un hombre pensando puede significar ese abuelo viejo que tanto adoptaba esa posición, y la suma de sentimientos y recuerdos que este abuelo le suscita. El espectador ve la estatua y descompone los símbolos; la pose del cuerpo, el material, la luz, la edad aparente de la estatua, los gestos de la cara, la manera en que es presentada. Luego los reúne y los resignifica; arma con ese hermoso rompecabezas otra figura, en la que la estatua del abuelo fallecido ya no es esto, sino que es la estatua de un hombre que se plantea seriamente si perpetuar un asesinato, o no.

Obviamente todo puede llegar a ser de mil maneras. Así como ese hombre vio esa estatua, otro puede ver otra, o mejor dicho, reconstruírla del todo y pensar que ese hombre simplemente está cansado. Los hombres en los que los ecos del arte menos retumban solamente verán el símbolo más esencial de la estatua, que es la estatua misma. Quizás exista un hombre con una figura abuélica similar a la del artista y llegue a captar la esencia primordial que el susodicho quiso imprimir en esa pieza. Quizá nada de esto tenga sentido, pero es así la manera en que el escritor ve ese análisis mecanizado que se realiza a la hora de contemplar cualquier obra.

Generalmente existen algunos símbolos que son tan básicos (o que genéricos de repetirse tanto en todos los hombres), que una obra en su simpleza puede llegar a ser vista casi en su totalidad por todos. El símbolo de la estatua en el ejemplo anterior es una ilustración de ello.

Sin embargo, y remitiéndome al escrito anterior Sobre Escribir I, es hipotético pensar en la metáfora del iceberg, pues el espectador nunca podrá ver más que la punta de esa monstruosidad subjetiva que es toda la obra.

Sin embargo, un artista puede suscitar cualquier cantidad de cosas en un espectador, o en un hombre cualquiera. Como ejemplo, me coloco a mí mismo, muy capaz de escribir por mí mismo pero más cómodo produciendo mientras escucho música.

No existe, en realidad, obra artística de la que no nos aferremos a la hora del bagaje que llevamos con nosotros todo el tiempo. Gran parte de la decodificación está dado por el gusto, y el gusto viene de mano de lo que hemos contemplado a lo largo de nuestra vida. Sin haber conocido las peliculas de la Hammer nunca podría haber conocido a Vincent Price, ni haber amado su voz y sus gestos.

Sin ánimo de diversificarme nuevamente, quiero cerrar nuevamente este texto con la misma advertencia de siempre respecto a la nicotina y dejarlo, querido lector, con una nueva reflexión. Hay artes que demandan la presencia de un espectador más que las otras, y la sensación de querer estar en la vidriera viene directamente ligado a ello. Como teatrero y escritor puedo objetar que si bien la escritura me resulta un arte legada a la completa soledad a la hora de terminar con ella, el teatro es directamente inverso en ese sentido: uno actúa (o genera, para coincidir con el léxico) para sí mismo, principalmente, pero también para el compañero de teatro y el espectador. Esto es perfectamente entendible debido al tiempo que lleva contemplar ambas obras acabadas.

Definitivamente, a la hora de la nicotina (estamos a media hora de ella, siempre), quien les escribe contempla lo que ha escrito y no solamente se percata de que es una porquería simplista y aburrida, sino que el espectador probablemente tenga conclusiones muy similares respecto a la opinión de quien les escribe, transformando esta obra en algo de inutilidad extrema.

Pero, ¿Acaso el arte es inútil en su mayoría, o una de sus funciones es calmar la locura del creador que posee al artista de vez en cuando?

Nunca sabremos si a ese hombre de temprana edad y mirada apurada se le fue un tren, un colectivo o el amor de su vida, o quizá su vida misma. No tenemos el contexto necesario. Pero sin embargo, el hombre mismo refleja en sus ojos y en sus actitudes a ese tren, ese colectivo, ese amor y esa vida que se le fueron en un simple gesto: el del suspiro que sale.

No lo voy a repetir. Aléjese de la nicotina.




Recomendación de lectura: http://inquietando.wordpress.com/textos-2/the-emancipated-spectator-by-jaques-ranciere/
Sugerencia de música: http://www.youtube.com/watch?v=B5u0ixvvLCk

miércoles, 3 de agosto de 2011

Límites

Una cuestión importante ante la gran mayoría de los rasgos que nos caracterizan son los límites. Ojo, no quiero hacer de ésta la única manera de identificar una persona (o un mueble, es lo mismo); tampoco quiero ser reduccionista diciendo que solamente ateniéndos a las fronteras se puede definir una cosa. Si leemos o pensamos respecto a cualquier país, sus limitrofías serían una de las últimas cosas que se mencionarían, junto a las riquezas naturales y un montonazo de datos inútiles de una geografía que nos es ajena.

Tampoco se engañe. Toda geografía nos es ajena. Créalo; no vivimos partiendo o recorriendo fronteras, así que nos es ajena, especialmente con la inmovilidad que tanto parece caracterizar al hombre últimamente.

Retomemos. Estábamos hablando de los límites. Los límites, por definición, son aquella cosa qu delimita algo, sea esto un país, una persona, una casa, un inodoro... cualquier cosa snsible a la medición puede ser llamada limitada, dentro de lo posible y la métrica simple que todos nosotros llevamos junto a nuestra mente.

Sin embargo, y quien tenga un detalle peculiar respecto al escribiente de este blog, podría también pensar en que no nos estamos refiriendo a algo tan simple como las dimensiones de un bidet o la longitud de un perro. Aquí hablamos de otra clase de limitación, pero dentro de mi formación como formador, mi querido lector, creo propicio hacer una breve introducción respecto a la terminología utilizada, junto a una partida de generala con otra vieja amiga, la etimología.

La etimología nos dice que límite viene de Limes, la palabra que nuestros lejanos vecinos, los Romanos, usaban para denominar a sus fronteras. De ahí que seguimos tratando de frontera, de algo que limita y que contiene, de algo que está en el medio y que determina donde termina y donde empieza una cosa.

Volviendo nuevamente porque el texto ya se ha transformado en una sopa terminológica (y todas esas sopas tienen un sabor horroroso a aburrimiento), quien les escribe, mi querido lector, viene a hablarles perfectamente de los límites que componen a un hombre, que de límites lo tienen todo y de fronteras muy poco.

Quiero aclarar la diferencia que yo veo entre límite y frontera. Es muy sencillo: el límite establece una separación. La frontera comparte y es parte de la separación, por lo que no puede haber un lado sin el otro en una frontera. Será especulable desde distintos puntos de vista, pero no empecemos a hacer sopa de vuelta.

Un individuo al azar (llamémosle Eduardo) posee sus propios límites, que no es lo mismo que tiene sus propias limitaciones. Verán, es muy parecido, pero no igual: el límite establece lo que hay dentro y lo que queda excluído de la persona. Las limitaciones son la incapacidad para perpetrar lo que haya quedado excluído mediante el límite.

De esta manera, Eduardo tiene su límite para con los homosexuales, que es bastante discreto y escapista en los ámbitos sociales, pero tiene su limitación de no poder hablar temas relativos a las relaciones sexuales con individuos que entren en esa categoría (todo esto según Eduardo, obviamente).

Los límites son muy inestables, en realidad. Son lugares de duda y donde el raciocinio se quiebra o se afianza con una lealtad de acero. Muchos de ellos son proporcionados por nuestros padres, nuestros primero artesanos que nos cargan desde pequeños con una mochila llena de muchísimas cosas, cosas que aprenderemos a querer y otras que aprenderemos a odiar. Los límites, por lo general, son aceptados casi en su totalidad con una entereza increíble por el niño modelo. Digo casi porque, y es casi una obviedad a este punto, el niño que fue Eduardo pasó por una pubertad y una consecuente adolescencia que hizo que rompiera y reforjara gran cantidad de cosas que tenía en su mochila, muchos límites incluídos, pero no todos, ni por lejos la mitad.

Eduardo estaba muy cómodo con algunos de ellos. Por ejemplo, el límite de la gravedad y del respeto a la electricidad ni se le ocurrió tocarlos, más que nada por miedo y por empiria que por otra cosa. El límite respecto a lo estéticamente agradable, por otro lado, sufrió una buena mutación.

Existen límites para todo, y no por esto nos tenemos que pensar enjaulados o atados: nuestro aparato óseo enjaula gran parte de nuestros órganos y no nos sentimos suprimidos por él; quizá porque nos ayuda a movernos en consecuencia, o quizá porque sin él seríamos una masa amorfa.

La analogía con el esqueleto es casi evidente. Los límites nos constituyen tanto como cualquier otro órgano vital, y nos creemos imposibles de vivir sin él. Éste, el límite de que un hombre no puede vivir sin sus huesos, es quizás el abuelo de los límites, el más inamovible y el más necesario para armar todo el andamiaje del resto de los límites.

Existe una idea que al autor se le antoja un poco macabra: la idea (o el límite) de que la condición humana esté atada a los límites propios. Quizá toda idea, como escribí más arriba, es solamente un límite en potencia. Después de haber escrito respecto a la falta de objetividad y a la doble generación de subjetividad (y la retroalimentación de ésta), es difícil ponerse dogmático y enunciar máximas para la posteridad. Además, también se torna difícil escribir, pero no por eso imposible.

Pensemos en los límites que vivimos en el día a día, ejercicio didáctico mediante. El límite de ir al baño, el de alimentarse, el de enamorarse, el de mirar o no la calle al cruzar, el de sentirse molesto ante determinada cosa, el de desagrado ante un olor, el de cansancio.

Nos despedimos nuevamente, querido lector, recordándole que por favor se aleje de la nicotina. Ese también es otro límite que más tarde me valdré de explorar.

martes, 2 de agosto de 2011

El Reloj Invertido

En algún punto entre la sencillez y la cama, apartando de lado las ganas de buscar una excusa para que la máquina lo aplaste con pleno gozo y, como quien espanta un mosquito, intentando dilucidar el momento en que la vida se torna tan complicada: en ese momento hace su aparición un amigo viejo, viejísimo, de las épocas en que el mundo era el barrio y no podíamos dormir pensando en papá noel: el Insomnio.

Ahora, siendo ya un hombre hecho y haciéndose, el Insomnio nos sonríe con esa sonrisa de dientes chuecos y nos invita a encender un cigarrillo. Nosotros, que somos necios y creemos en la imposibilidad, lo encendemos: usted, lector, que conoce de las maneras en que esos espectros que se manejan por los hospitales, llamados Médicos, asustan a la sociedad con diversos fantasmas, es más inteligente y se aleja de la nicotina como siempre advertimos.

El Insomnio puede venir con muchas cosas abajo del brazo, y muy pocas veces se presenta con pan; es como ese pariente molesto al que no le podemos negar la entrada a nuestra casa y que, sin embargo, no capta la indirecta de que no debería volver por esos lares. Precisamente así, mal vestido, generalmente sucio, desordenado y con malas mañas y mareas, nos transmite a nosotros parte de sus rasgos (que obviamente imitamos para no hacerlo sentir incómodo), y quedamos a mano con él, o mejor dicho, él queda a mano con nosotros.

Sé que no cabe en este texto, pero es de mi creencia que el Insomnio sabe perfectamente que la gente en general lo aborrece o le molesta su mera presencia. Por lo contrario, no solo sabe que es su derecho el de aparecerse cuando se le antoje y en el lugar que se le antoje: lo ejerce con la violencia de las Abuelas y Madres de plaza de mayo, sin ofender a nadie ni tampoco emparentándome con ningún otro.

Como decía antes, el Insomnio solo guarda un detalle del complejísimo ritual de visita a otro: cae consigo alguna cosilla, un vicio, una bebida, una necesidad impulsada por el hambre (y acaso el hambre no impulsa de excelente manera las necesidades) o cualquier otra cosa.

Decían algunos que los vampiros, vourdalaks o como le quieran llamar a esos otros entes nocturnos, solamente podían entrar en una casa si su dueño, amo o señor les invitaba a pasar. El Insomnio, en vez de todos esos colmilludos, no necesita permiso para pasar; sí lo necesita para quedarse. Verán, para los atentos como nosotros, ahora sí, usted y yo, querido lector, notamos que el Insomnio pasa como quien no quiere la cosa por nuestra estancia, o donde sea que nos encontremos cuando le vemos la cara. Es peor y más errático su comportamiento cuando empezamos a mirarlo con insistencia; parece ponerse nervioso, mira constantemente relojes que ya no están ahí y sabemos que en cualquier momento, el mismo en que nos disponíamos a echarlo, esboza una mueca torcida similar a una sonrisa y nos dice que disculpemos, que ha quedado en verse con alguien o que se le va el tren. O, lo que es aún menos creíble, que se le hace tarde para el trabajo.

Por eso lo peor que puede hacerse a la hora de trabajar con el Insomnio, o trabajar en que el insomnio se espante es ignorarlo; si se lo ignora, como cualquier cosa que tiene ganas de aprovecharse de uno, urde los mil y un planes y crece a sus anchas. Es como la humedad, que se ha devorado una pared sin que lo notáramos... aunque sí lo notáramos antes.

Cuando se lo ignora con repetidas veces, el Insomnio termina por creer que su presencia ya no causa estragos; que, en realidad, no es ni malo ni contrariado, y que sus dientes son la mejor sonrisa que puede resplandecer sobre la tierra. En este punto, y después de repetidos encontronazos generalmente nocturnos, el Insomnio decide aparecerse una de esas tantas noches (que a este punto ya se transformó en rutina) con un reloj de arena en la mano. El reloj de arena es el peor de todos los elementos con que el Insomnio puede aparecerse, y si usted, querido lector, le mira los ojos con detenimiento, notará un leve brillo siniestro en ellos.

Cuando, descuidadamente y sin que uno lo note, el insomnio de vuelta ese reloj simbólico, el suyo también lo hará, y de esta manera echará un ancla casi permanente en su cronograma. Le será imposible dormirse a una hora pautada, podrá dar vueltas en la cama y perderse en las más profundas extravagancias de la internet "sin darse cuenta", aprenderá las mil y un artes de bañarse, comer y cagar en horarios estrambóticos, y, obviamente, el trabajo paciente y casi de orfebre de convencerse a sí mismo de las más descabelladas suposiciones.

Para este punto el Insomnio podrá reclamar una nueva conquista, que si es conquista parcial o no a él mucho no parece importarle.

Cuidado con lo que se lee, lector. El Insomnio, como la gran mayoría de esos entes que la gente menciona tan a la ligera y no dignifica ni dimensiona, no es malo ni tampoco es bueno; es simplemente torcido, y como todo torcido tiene su sombra y tiene su peligro de derrumbe. El Insomnio tampoco lo quiere muerto: los cadáveres le provocan la más profunda reverencia y también lo aburren. Después de todo, un hombre muerto no le sirve para nada.

Mucha gente se deja engañar sin siquiera saberlo. La única espada que se puede blandir en contra de él es la de la voluntad humana, que todo hombre lleva consigo a lo largo de toda su vida; también le recomendaría utilizar de armadura a sus almanaques, sus agendas, sus compromisos y, sobre todo, su deber ser; la teleraña de la Máquina sirve perfectamente contra él, pero no se afane en este detalle o también caerá en una de sus trampas sin darse cuenta. Recuerde que el Insomnio es tan viejo como el hombre, y de pelotudo tiene poco.

Otros, como quien les escribe, vio girar ese reloj hace tantos años que ahora no le parece inusual verlo continuamente, en la peatonal o en la facultad, en el trabajo o en un viaje en colectivo. Tenerlo de compañero es tan malo como tener un abuelo que lo sigue a uno a todos lados, solo que uno puede librarse de toda moral por tratarse de él, específicamente de él.

El Insomnio es un tipo alto, de pelo cano medio despeinado, ojos negros y diminutos y sonrisa torcida casi permanente, que parece no engordar nunca y tener frío todo el tiempo. Afortunado de quien no le haya conocido todavía, aunque no sea pelotudo usted también y se deje engañar: probablemente si llegó hasta acá, ya lo conozca de memoria. Las redes sociales han sido una de sus mayores inversiones en los últimos quince años.

Le dejo un abrazo, lector, y recuerde usted alejarse de la nicotina mientras va hacia la salida. Muchas gracias.