martes, 16 de octubre de 2012

Ragnarök, o Cómo perder un Mundo

A continuación, un extracto de 'Las Leyendas del Humo', primera parte de una trilogía en la que vengo trabajando desde hace un tiempo. Esta escena suelta, cuyo título es solamente una alegoría, es parte de uno de sus capítulos, y he de confesar que la escena suelta venía aleteando en mi cabeza desde hace bastante tiempo.



Rashmir detuvo su caballo sobre la loma, para mirar un poco más de lejos el trabajo que estaban terminando sus hombres. Los estandartes rojizos, con el emblema bermellón-terroso del Reino, flameaban en el viento nocturno. La batalla se había desencadenado hacía unas horas, durante el atardecer, pero ya terminaba en una apabullante victoria del ejército real. Rashmir resopló a coro con su caballo y dejó que el viento fresco de noche le acariciara los cabellos.

A pesar de ser un hombre jóven, el General Hemm confiaba en él con ciega desesperación, y no sin motivo; durante quince años, desde muy pequeño, había sido el mejor manejando espadas forjadas dentro de la Academia Capital, además de haberse transformado en el discípulo favorito del legendario Ulanov, el héroe semítico que había fallecido hace unos cuantos años. El General Hemm era una persona que nunca le había gustado demasiado a Rashmir; regordete, marcial, tenaz y siniestro en sus órdenes, era un cruel estrataga de la razón. Su única habilidad era la técnica estratégica y siniestra que funcionaba en su cabeza todo el tiempo. Como piezas de un ajedrez maquiavélico, manejaba a sus lacayos como sus herramientas. No era un hombre de guerra; él era la guerra. La guerra cruel, asquerosa y crepitante que ahora tenía delante.

No era que tuviera mucha opción. Habiendo liderado expediciones de caza de Manotantes, cazado a cada rebelde o anarquista que se le hubiera cruzado en el camino y haber sido durante cinco años el líder militar del frente norte le había forjado cierta reputación. No era porque los Oostamos del norte no fuesen frágiles, o ligeros; eran un pueblo bravísimo al que había que tomar con antelación y con precaución. Y precisamente el haber dirigido todos los ataques de manera personal, a la cabeza de la vanguardia de sus divisiones, era lo que le había dado la fama y la reputación que ahora lo destinaban al General Hemm. Ulanov, su maestro, era un hombre que le había enseñado a estar en permanente comunión con su acero. Que un hombre de verdad, un espadachín, debía forjar su propia espada y jamás rehuír la oportunidad de blandirla por los Dioses y los Reyes. Que la palabra era lo más valioso que tenía un hombre, que el acero era todo lo que se llevaría a la tumba.

Así, cuando los levantamientos comenzaron en el Este, Hemm le envió a él a acallar la rebelión. No era sencillo; las trece tribus del desierto eran gente también violenta, nómade y de porte sereno al matar y al morir. Una sola tribu habría sido un problema menor, pero las trece tribus aunadas bajo una sola bandera eran una cuestión que debía ser tratada lo más rápido posible. El Rey manejaba las cosas cada vez de manera más histérica y problemática, así que era de esperarse que los pueblos que le servían, sojuzgados a la vez, intentaran hacerse con su independencia, ese cuento de hadas que siempre le narraban a todos los niños nacidos dentro de los límites del Reino.

Uno de sus hombres, Chaskir, había oteado el horizonte, y se habían encontrado con un pequeño fuerte emplazado dentro de los límites internos del desierto. Uno de los Capitanes, Ambul, había unido sus fuerzas a los locales, probablemente por estar cansado de estar destinado a vigilar a los bárbaros de las tribus durante veintisiete años. Había sido un error imperdonable; la falla ante el juramento del Rey era castigada con la muerte. Rashmir y sus hombres habían cabalgado con el sol en las espaldas y habían dado muerte a la gran mayoría de los que conformaban la división de Ambul; sus hombres, sus siervos y un puñado de bárbaros que probablemente se encontraran allí de casualidad. Ahora sus soldados terminaban el trabajo, quemando la nimia fortaleza y violando a algunas mujeres, pago justo por una semana de tragar polvo en busca de rebeledes.

Pero a Rashmir ese trabajo no le gustaba para nada. Una cosa había sido cabalgar contra una formación militar, de hombres que estaban entrenados para la guerra; otra muy diferente era matar siervos, cuya única tarea en este mundo había sido el deber a su Señor, y pagaban con su sangre y su carne el error de lealtad de un hombre muy cansado del desierto. Era una tarea que debía hacerse, pero a Rashmir no le gustaba para nada. Por eso oteaba el horizonte nocturno, en la majestuosidad del desierto estrellado, dejando que sus largos cabellos ondearan apenas con la brisa llena de polvo. Pronto la luna, gélida, brillaría en todo su esplendor y sería tiempo de abrigarse. 

Un bulto llamó su atención, pues lo venía viendo desde hacía tiempo; había salido de una choza en llamas, lentamente, y se había aproximado a la loma sin demasiado apuro. A cuatro patas a veces, arrastrándose otras. Pensó que era un malherido que buscaría un lugar tranquilo donde morir; pero tardaba demasiado en dejar de moverse y se aproximaba de a poco hacia donde él estaba. Cuando se hubo detenido del todo, vio el gesto de arrodillarse y mirar a todo el campamento, ahora iluminado por el fuego, con los gritos de hombres y mujeres coronándolo como un regalo macabro que algún Dios olvidado le diera a aquella gente.

No pudo más que acercarse para que sus ojos vislumbraran a un anciano, quizás un hombre de unos ochenta años, de poco cabello cano con los ojos llenos de lágrimas. No estaba herido, pero los viejos no interesan a soldados ebrios de victoria que solo buscan carne que degustar y riquezas que saquear. Miraba el campamento con los mismos ojos que un padre usa para ver un hijo muerto.

-Quédate tranquilo, viejo- dijo Rashmir desde su caballo -Todo ha terminado. Serás libre si así lo deseas- 

El viejo apenas levantó la mirada. Miró vagamente al soldado que estaba sobre el caballo y luego volvió a contemplar la masacre del campamento. Cerró los ojos para dejar correr una lágrima por su ajado rostro. Rashmir notó que llevaba el uniforme ocre de los esclavos, así que volví a increparlo.

-Nadie te molestará, viejo. Eres libre. Tus amos ya no controlarán tu vida. Nadie podrá molestarte-
-No entiendes, ¿Verdad?- dijo el viejo, con una voz curiosamente clara para alguien de su edad -Mis amos han perecido. Todo por lo que trabajé toda mi vida ha sido reducido a cenizas. Mis compañeros, los hermanos del servicio, los niños de los amos a los que enseñaba los cantares de Kem... Nada sobrevivirá esta noche-
Rashmir sintió un nudo en la garganta ante las palabras del viejo, pero no exteriorizó su tensión.
-Un hombre siempre puede ser útil. Un hombre siempre puede aprender. Tu vida no muere con ellos, viejo-
-No, pero mi mundo si- dijo el viejo, aún encogido en sacra humildad -Mi mundo eran ellos. Nunca viajé ni me importó nada más allá del desierto. Ellos eran mi mundo. Tu mundo es un mundo vasto y grande, guerrero, y lo comprendo; eres un hombre adaptable porque tu vida así lo requiere. Diferentes climas, diferentes mujeres, diferentes idiomas. Un hombre que construye su mundo de mutabilidad no pierde nada cuando algo así sucede. Un hombre como yo, en cambio, que nació y morirá en el desierto, no puede sobrevivir a una noche como ésta-
-No seas tan férreo en tus pensamientos, viejo- dijo el guerrero, ya molesto con la autocompasión del viejo -Puedes llorar a tus muertos y tener tus rituales. Puedes continuar deambulando estas ruinas, como un fantasma más del polvo, o puedes viajar. Puedes conocer eso que nunca conociste, y aprender lo que sea necesario. Dime, ¿eras instructor? -
-Maestro- dijo el viejo -Era Maestro. Ahora no sé lo que soy-
-Todo muere y todo se pudre, viejo. Todos nosotros nos pudriremos en algún momento y el mundo seguirá existiendo. Comprendo tu agonía: existir en un mundo que permanece, sabiendo que algún día nos iremos, es triste. Puede suscitar melancolía y puede provocarte malestar. Pero la única ley que es inflexible y nos rige a todos es la realidad. Un hombre solo puede forjar su propio destino. No puede forjar el de otros o el del mundo en el que habita. Pero puede construír su propio mundo, donde la realidad no sea tan dura como aparenta-
El viejo lo miró con ojos lagrimeantes durante un tiempo antes de contestar.
-Palabras tan profundas jamás había oído de un guerrero en mucho tiempo-
-He tenido buenos Maestros- dijo Rashmir, con una media sonrisa en el rostro.
-Existe un ritual entre nosotros- dijo el viejo, recordando -Es el ritual de la antorcha. Cuando un Maestro inicia a otro Maestro, se debe quemar una parte del cuerpo para que el adepto conozca que la marca del fuego, la marca de Kem. Luego, el Maestro que realiza el ritual debe retirarse hacia Soonith, la Cordillera de las Brujas. Ellas son las que introducen a los Maestros al otro mundo.-
-Bella manera de terminar sus días- dijo Rashmir, animándole 
-Formar un Maestro lleva mucho tiempo- dijo el viejo.
-Quizás los Dioses te estén diciendo que no debías formar a los que estabas formando. Quizás te estén indicando una dirección, algún Maestro que deberás conocer más adelante-
-No tengo recuerdos de que los designios de Kem fueran tan siniestros-
-Pero Kem tampoco es un Dios bueno-
-Kem no es un Dios- dijo el viejo, haciendo un ademán con la mano -Es lo que nos da la vida, nada más. Le honramos porque le debemos mucho; pero no es un Dios-
-Y sin embargo controla sus vidas-
-Un poco sí, un poco no. Dime guerrero, ¿Acaso ustedes controlan nuestras vidas ahora? Has dicho que un hombre solo puede forjar su propio destino, y que no debería agotarse en calidad de buscar algo que no va a conseguir. ¿Como cuadra esto en la vida de un hombre que responde ante un Rey?-
-El hombre es rey de sí mismo y nada más- dijo Rashmir, masticando un poco de hierba de su provisión -Ese hombre sentado en el trono en la Ciudad Capital es solo alguien ante quien he jurado. Lo más importante y sagrado que tiene un hombre para darle al mundo es su palabra-
-Nunca he dado mi palabra por nada-
-Y sin embargo, me hablas de rituales, me hablas de transición y de mundos que ya no existen. Ahí existe compromiso-
-Entonces, ¿Habitar un mundo es comprometerse?¿Existir en un mundo es comprometerse?-
Rashmir se quedó en silencio. El viejo se arrodilló y continuó:
-Nosotros, la gente del desierto, hablamos con las rocas. Solo se puede hablar con los peñascos y con el polvo, con el viento y el frío de la noche tras mucho andar por el desierto. La soledad en el desierto puede ser algo que te quiebre o algo que te forje. La gente que ha sobrevivido al desierto y elige vivir en el desierto es gente que ha forjado un mundo de la nada, guerrero- dijo, y volvió a mirar el campamento -Por eso es que duele tanto. Por eso es que nos aplasta esto. Hemos luchado contra la soledad y contra la violencia del mundo que nos rodea todos los días de nuestra vida. Y, cuando el desierto es lo suficientemente grande, tu único mundo radica en las personas. La gente con la que te relacionas, la gente a la que le debes algo muy básico; le debes que esté ahí. En cierta manera, es como deberle honor a Kem. Ellos nos nutren, están ahí siempre para nosotros; sea para lo que sea. Todo, cualquier cosa; en el desierto amamos y somos devotos de la existencia, no del vacío, porque el mismo desierto es vacío-

Rashmir amedrentó su caballo, que se había comenzado a poner nervioso por los derrumbes de chozas en cenizas que se estaban dando allí debajo.
-No existe nada ahora. Han aniquilado mi mundo, y es por eso que debo volver a enfrentarme al vacío del desierto. Lo he hecho toda mi vida, pero es mucho más fácil pelear contra la adversidad acompañado que solo. Ya estoy muy viejo para esto-
-Siempre puedes salir del desierto, viejo- dijo Rashmir, con un tono de voz más marcado -El mundo es vasto, amplio y hermoso. Deberías viajar y ver las costas del Este, en Dever; o cazar lobos en el sur, entre los bosques de Negradera. Quizás ver la Ciudad Capital-

El viejo entonces se sonrió un poco, secándose las lágrimas.

-Mi joven guerrero- musito entonces -El desierto del que hablo no es éste. El desierto del que hablo es nuestra vida. Toda nuestra vida es un desierto contra el que peleamos. Y al final de mi vida, estoy más convencido todavía; lo único que buscamos en el desierto es el orígen del susurro del viento, la voz que canta. Otros seres humanos con los que construír-

Rashmir desistió de animar al viejo. Con esa actitud y ese férreo código de vida, era prácticamente imposible hacerle entender al viejo que su vida no estaba tan sujeta, tan limitada al vacío, como él decía. El viejo, entretanto, comenzó a marcharse hacia los páramos polvorientos del oeste. 

No lo interrumpió. La luna iluminaba la escena del viejo Maestro yéndose, obviamente, hacia Soonith, mientras sus hombres se iban acercando a él de a grupos, esperando sus órdenes como los fieles sabuesos que eran.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Vómito

La pregunta que más pone los apuros es "qué escribís?" . Porque al tener una lengua universal y un gusto por una apoplejía de estéticas, se atropellan las cosas que escribí, las que estoy escribiendo y las que quiero escribir.

Escribí durante mucho tiempo desde mi propio punto de vista, mirando mi mundo con ojos de pseudo-académico, enamorado de libros viejos. Plasmé como pude y de manera torpe la catarsis que provoca la música que escucho en mí (aún lo hago; todos mis libros tienen su OST), además del mundo irreal que adopté y el que cree, en el que coexisto.

Concebí muchos mundos, todos con algún parecido con alguna obra ya escrita por manos muertas hoy día. Imaginé toneladas de personajes, y algunos se fundían en la nada o se desvanecían dentro de otros; personajes-clichés, personajes basados en seres humanos reales y personajes que me gustaría conocer en carne y hueso. Y en ese torbellino me relacioné con mis personajes de varias maneras; me cagué a trompadas, me reí, me emborraché y trasnoché con la gran mayoría de ellos, buscando siempre la aproximación desde el cuerpo.

Sin saber muy bien como me hico nicotinodependiente. A eso le sumé los hábitos nocturnos y la cafeína en muy diversas formas, además de la hidratación constante y una que otra mala saña. Los sueños pasaron de ser lindas matinees a escenas, fragmentos de obras futuras y leña para la salamandra mental que existe dentro mío. Dormir poco y mal fomento el malhumor de no tener los libros en la mano.

Escribí y escribo de mundos anteriores al nuestro, de hombres que acataban otros códigos y de relaciones interpesonales horripilantemente rutinarias. Exacerbé la belleza y la fealdad y, cuando me aburrí de eso, lo dejé para las musas. Plantee un libro desde el formato y formatee un libro desde su contenido. Quise atacar el problema de la identidad y la soledad, mezclado con música progresiva, y salió un bodrio algo ilegible de lo que, creo, es la agonía del vacío del espacio.

Robé miles de anécdotas y charlas con la gente con la que he convivido y forjé clichés graciosos que se escriben solos. Quise retratar una revolución varias veces y fracasé por falta de experiencia. Luego tomé la violencia que había absorbido a lo largo de los años para poder narrar una historia fantástica larga, deshilvanada desde el concepto de los cuentos de hadas.

Cambié los rumbos, me mudé de ciudad y comencé a extrañar el litoral. Sin darme cuenta demasiado, nació un personaje que me empezó a rondar como un fantasma y me pidió que cambiara la manera de pensar, de escribir, de producir. Aprendí a maquetar y a romper con esas estructurar hoscas que tenía en la cabeza. Tomé y di consejos sin asco. Plantee una estructura de trabajo horizontal que no me funcionó, gracias a que mis personajes y mis historias se celaban entre ellos.

Hoy día tengo por primera vez uno de mis libros en la mano. No el manuscrito pedorro que presenté a un concurso pensando que iba a ganar: un libro. Encuadernado a mano por una persona demasiado capaz que me hizo demasiado el aguante, alimentando estos escuerzos que son mis pequeños monstruos.

Y me encuentro en un punto en el cual ataco de a un objetivo a la vez. No planteo metas idílicas. La ansiedad no se mata de un día para el otro, pero estoy aprendido a pelear contra ella, y contra las escenas que me relata la música y las sensaciones que se filtran a través de mi cuerpo y mi cabeza.

Por eso es tan difícil definir qué es lo que escribo. Podés leerme en cuentos costumbristas, y en relatos macabros que no asustan, pero asquean. Podés leerme en estructura de fábula varias veces. Podés escucharme mientras te narro de seres que no fueron en un mundo que no fue, y de cómo vivieron y murieron peleando por una causa que les resultaba ajena. Podés sentirte solo leyendo la historia de un Principito falluto. Podés mirarte al espejo y aprender un poco de mitología autóctona, entremezclada con un buen boogie.

Podés leerme. Escribo porque me gusta, escribo porque lo necesito. Escribo a todo lo que me da el tiempo, y sin embargo, nunca es suficiente. Escribo lo que necesito en el tiempo que lo necesito. Soy fumador, administro mal mis tiempos, estoy inmerso en un gran número de proyectos, y a veces me sorprende cómo el escritor me sobrevive a pesar de todo.

Y es algo sorprendentemente grato pensar que, dentro de poco, voy a tener en mano la historia del Principito Falluto, una colección de cuentos costumbristas, una antología de textos viejos, una sátira de la juventud y la anarquía telúrica y la primera parte de una trilogía de rebeliones épicas.

Hay más cosas cociéndose. Hace falta terminar el bayou (que me va a llevar un buen rato), la trilogía. El primer libro de cuentos de terror. La distopía y el post-apolípsis. El colectivo onírico que es el Brainforest.

Y más, mucho más. Voy a llegar muerto al final del viaje, pero va a valer la pena.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Sobre Escribir II

We use written symbols to express all kinds of messages: to share stories, note financial transactions, record history, imagine the future, to express love, hatred, humour or melancholy. Writing gives us access to knowledge. We can trace how an idea has changed over thousands of years, or argue against the opinions of those long dead, all because the discoveries of others have been recorded and collected.

British Library

No hace demasiado tiempo me inmiscuía con permiso en un programa particular de radio internacional, a cargo de Cristian Ramanzin, opinando desde mis textos respecto a la creatividad, a la génesis de la música y qué significaba para mí. Tampoco hace mucho, desde las conversaciones virtuales que por suerte nunca han mermado entre Juan Pablo Espínola y un servidor, abordábamos el tema del papel de la literatura en la publicación, y cómo y qué es lo que se debería escribir; o diciéndolo de otro modo, planteábamos la pregunta de la funcionalidad: el escribir para, que siempre nos depara lindas sorpresas y una que otra vuelta de tuerca molesta. Misma conversación había sido abordada, de manera indirecta, con la escritora y editora Laura Ponce, quien afirmaba de una manera poética y bastante hermosa que 'el escritor escribe porque no puede hacer otra cosa'; ante la necesidad imperiosa de sentarse y plasmar el cosmos que tiene el cráneo dándole vueltas. No puede dejar de prestarle atención y mucho menos puede presentarlo a su mundo en sesiones de psicología (que de poder puede, pero no es necesario ni imperioso).

Todo esto, sumado a la búsqueda de la semilla de la inspiración, plus las preguntas de los concurrentes al taller de escritura que conllevamos entre todos hoy por hoy, se me han planteado varias cuestiones (didácticas o no) que paso a detallar, más que nada para poder hacer un alto entre tanto matete que tengo en la cabeza y un respiro del ajetreo corporal. Como siempre, los ejemplos son de primera mano gracias a que puedo llevarlos en la memoria la gran mayoría del tiempo.

Escribir como manera de plasmar un universo termina resultando la mejor manera de resumir el acto creativo; como bien dijo Renzo Podestá, historietista y creador de múltiples universos, durante el proceso creativo a uno se le ocurre como por espontaneidad una idea, la deja madurar o colgar un tiempo para buscarle defectos, cambia unas cuantas cosas y luego, solo cuando está seguro de lo que va a estar haciendo, arremete contra la realización. Esto se da desde siempre y en casi todo suceso creativo, creería, lo cual termina siendo una hermosa manera de morirse o de volver a nacer durante el proceso que conlleva darle cuerpo físico a 'eso que tenemos en la cabeza'. No existe una única manera de hacerlo; de ser así tampoco existirían la enorme diversidad de artes y soportes que tenemos hoy por hoy. El hombre busca siempre adecuarse a una manera única de realizar el acto de la génesis, generalmente buscando comodidad o felicidad en el camino.

Pasa siempre y en todos los ámbitos, solo que en el de los creadores, cuya materia prima es la misma sinapsis cotidiana que todos tenemos encima pero extrapolada e inflamada por mil y un recursos, el sueño se vuelve más impactante. Cuando alguien dice que quiere ser médico, está pensando en un traje blanco, un consultorio, pacientes a los que tiene que hacerles decir treinta y tres, un diploma, un círculo de hombres trajeados. No piensa en el enclaustramiento de las madrugadas de estudio ni tampoco en las 36 horas de guardia que tiene que cumplir durante la residencia. Obvio; nuestra mente y nosotros mismos estamos hechos para buscar la comodidad o la felicidad, lo cual no significa de manera directa que descartemos el proceso. Pero ese es el engaño; no lograr conciliar el proceso como parte de la felicidad.

Cualquier camino, cualquier proyecto está lleno de baches. Correr una carrera en una ruta minada, mientras un ucraniano de cuarenta años nos va tirando troncos desde un rastrojero que va, a paso de hombre, delante de nosotros. Cualquier momento tiene sus mieles y sus hieles; la génesis, como todo parto, se hace con dolor o sudores fríos. Personalmente, creo que es justamente el hecho de poder dilucidar ésto (la trayectoria al mismo nivel que el producto final) es un logro que todavía hace falta cumplir.

Porque la gente está acostumbrada a los productos finales, nomás. El común de la gente piensa (o cree de manera inherente) que escribir, bailar, hacer historietas o teatro es 'una boludez', o en realidad no entiende porqué lleva tanto tiempo poder realizar un acto que termina en menos de media hora. Y ahí está el quid de la cuestión; la desvalorización del proceso de poder arrancar algo tan abstracto como la idea que tenemos en la cabeza, poder darle un soporte, darle una redondez como para que se sustente por si sola y excitar la empatía/apatía del lector no es moco de pavo. Y así, existen personas que se retiran ofendidos del cine porque no entienden El Resplandor.

Durante la mayor parte del proceso, el creador está solo consigo mismo. Además de tener que ponerle el pecho al onanismo (y a sus propios demonios; ese es el primer duelo) tiene que empezar a ponerle la pared al contexto, que generalmente tiene como semidiosa a la Productividad, y no quiere apostar a futuro. No quiere dar ánimos ni tampoco cebar unos mates sin romper las pelotas para que el creador pueda trabajar tranquilo, no; el espectador/lector quiere consumir. Quiere consumir por una razón muy sencilla; como nos gustan los antagonismos y la polaridad, él mismo se termina colocando en otra vereda, en otra puerta; vos sos el creador y yo el espectador; yo estoy listo para mi papel (consumir), y a vos, querido, ¿Qué es lo que te demora? ¿Tan difícil puede ser escribir un libro?

De esa manera, al creador se le van mermando las ganas de a poco y termina desistiendo para meterse de cajero en un supermercado, donde nadie más que sus jefes le rompan las pelotas; total, ese trabajo en el que estaba invirtiendo tiempo y esfuerzo era transitorio, un antojo, un capricho. Sin embargo, si alguien le dio suficiente platos de polenta a la/s musa/s durante el suficiente tiempo, le va a tomar un lapso relativamente corto de tiempo volver a acechar las ganas del creador. Y es que, como bien dijo Laura Ponce, cuando uno abre la puerta de la creación y la génesis humana, es muy difícil dejar ese cajón juntando polvo.

Fuera del potencial talento desperdiciado por el contexto opresor (y la consiguiente gestación de una muchedumbre de críticos, o una legión de creadores frustrados que consumen compulsivamente, como si solo fueran espectadores), también existe el que se desperdicia por motus propio; el peor de todos. Con Cristian Ramanzin compartíamos casos de artistas independientes o insurgentes que no valoraban su trabajo lo suficiente; poetas, músicos, pintores (la de tonelada de dibujantes que no apuestan un poroto por su laburo que conozco ya empieza a alarmarme). Gente que tiene un talento muy bueno, que brota y fermenta con cada nuevo ensayo, pero que se resume a la nada, a la sombra de él mismo o un círculo muy reducido de espectadores porque cree que su talento, o lo que hace, nunca va a ser suficientemente bueno. Como también hablábamos con Federico Fernandez, siempre se puede investigar y siempre se puede estar poco seguro de tener un conocimiento acabado, pero justamente el chiste de tanto el conocimiento como la experiencia del talento es que nunca está acabado.

Esto me lleva a pensar nuevamente en el hecho de publicarse y el pecado de la vanidad; creer en totalidades es una espada de doble filo que siempre juega para mal; por pensar que sos un pobre pelotudo desmerecedor de publicar tu trabajo o por ser efectivamente un pobre pelotudo que cree que lo que hace es perfecto. Genial. Sin falencias. Y ahí, la menor de las críticas se transforma en una bocanada de hojas de afeitar con las que hace gárgaras.

No es sencillo ser creador, pero tampoco es imposible. Personalmente, y he de admitirlo, este año (gracias en gran parte a la cantidad de gente con la que me pude hablar y el cambio de latitud) mi concepción sobre cómo escribir y cómo ser escritor cambió muchísimo. Pasé de ser un pobre flaquito con mil historias en la cabeza que no escribía una sola palabra y se resumía en sueños y ocio improductivo (de no generar nada, no hablo de profit), que quería ser escritor pero no avanzaba, a empezar a escribir cada vez más, progresivamente. Pasé a valorar mi trabajo como la hermosa bosta que es, y pasé a realmente empezar a girar las ruedas para que la maquinaria comience a crecer de una vez por todas. Tengo resbalones, como todos, pero lo que es improbable no significa que sea imposible. A todo aquel creador ahí fuera, en especial aquel que tiene, como tenía yo, implantada en la sesera la imágen de Hollywood que de creador dan; que vas a poder trabajar en una editorial a nivel mundial y moverte en una vida tranquila con vos y tus gustos. Nadie va a salir por vos a hacer tus cosas. Nadie va a sentarse a escribir/dibujar/componer/ensayar/inserteverboaquí por vos. Nadie va a trabajar por vos y nadie se va a formar por vos. Y lo que al principio te parece un embole, a la larga va a terminar siendo una larga experiencia de felicidad. Aprender a valorar su trabajo y darle el concenso de igualdad tanto al camino como a la llegada es algo que todo creador debería hacer.

Y, como última cuestión y si todavía quieren hacerse los histéricos respecto a su potencial laburo (porque hay mucho histeriqueo desde y con los creadores), no hagan como Kafka; quemen su propio trabajo ustedes mismos, si tienen las pelotas. En ese momento es cuando se van a ver frente al espejo, completamente desnudos, y van a saber si realmente querían que ese material fuese visto por el mundo o si se quieren sumir en el silencio de la nada. Después de todo, antes de existir éramos silencio, y estoy completamente convencido de que existimos para crear todo el ruido (o la música) que podamos.

Pásenla bien y, como siempre, aléjense de la Nicotina.Enlace

sábado, 18 de agosto de 2012

Arbalester

Arbalester
Variant of arbalest
noun
a medieval crossbow consisting of a steel bow set crosswise in a wooden shaft with a mechanism to bend the bow: it propelled arrows, balls, or stones
 
 
 
 
Sredni Vashtar se llamaba un muñeco de madera que tenía de pequeño, más que nada porque tras leer el relato homónimo no me quedaba más que llamarlo así. Era un muñeco mudo, con solamente tres articulaciones, que no servía absolutamente para nada. Como todo juguete, supongo.
 
Años más tarde recordaba a Sredni Vashtar mientras contemplaba la majestad del océano por las noches. Tenía una rara afinidad con el mar por ese entonces; solía, sin saber bien porqué, fumar hasta tarde y disfrutar una buena copa; más tarde, cuando la luna estaba en lo alto, caminaba por la orilla de Teneklen, la ciudad donde estaba radicado, y disfrutaba del oleaje y de las caras plateadas que la luz dibujaba en la arena. Evitaba la gente y el sentimiento parecía ser recíproco; un hombre de edad desconocida, con un pelo relativamente despeinado, trajeado y descalzo, caminando por la playa y fumando muy probablemente no fuera la visión más confiable de aquel paraje. Teneklen era una ciudad con alma de pueblo y al pueblo le gustaba el chismorrerío; así, me hice de una reputación con el tiempo que me permitió vivir en una relativa soledad que me placía. 

Recordaba el muñeco porque me recordaba a mí mismo, en ese entonces. Tras haberme retirado pronto del Servicio, con solo cuarenta y cuatro años, debido a una dolencia pulmonar que trataba inútilmente de combatir con el cigarrillo, no tenía otra cosa que hacer más que quedarme parado en el lugar donde estaba. Igual que Sredni. Igual que un muñeco de madera que solo podía mover los brazos para fumar y la cabeza para mirar el mar.

No quedaba demasiado del viejo mí, a decir verdad. El primer yo, el primigenio, era un muchacho saludable con una novia rubia que lo esperaba en su ciudad para cuando volviera de la guerra. Pero el yo primario volvió de la guerra con varias cicatrices sin sanar y se encontró con una mujer que ya no era su novia, casada con un gerente de una forrajería, tres hijos y una hipoteca galopante. La novia deseada durante años se hacía humo ante las narices.

Tampoco mis padres me esperaban. Mi padre había muerto de un ataque al corazón estando yo en la guerra; con la molestia de las comunicaciones, era común que las cartas y las notificaciones oficiales se perdieran entre trincheras. A mi madre, por el otro lado, la devoraba lentamente la demencia senil, mientras hablaba con las piedras del jardín y les daba nombre a hombres que jamás se detenían a conversar con ella.

Así que así estaba yo, con una pensión para morirme de hambre en cualquier lugar del mundo que deseara, sin familia y sin amigos. Y la soledad era un traje que me ponía cada noche para caminar la playa, y medio que me gustaba. Me gustaba estar solo y que nadie me jodiera la vida; ya suficiente estorbo había sido tener que readaptarse a la marejada cambiada que me había dejado una larga ausencia. Nada de Penélopes destejiendo su trabajo por las noches para mí; nada de sacrificar un cordero para festejar mi regreso. Solo una tumba fría, la molestia de la traición y la desazón de una mente desvariante.

Fue en los días de caminata, mientras intentaba ubicar a mi madre en algún lugar estable para que se marchitase en paz, cuando me hablaron de aquel viejo lugar, el asilo de Pennywise Creek. Allí, decían, había un cuarto embrujado en el que los viejos dementes hallaban la paz de la muerte, conversando su último aliento con algún pariente querido. Algunos oían a su pareja, otros a sus padres, otros a Dios o a un Angel. La cosa es que había un cuarto en especial (el cuarto de la izquierda, en la planta baja) que nadie usaba, excepto por pedido especial. El personal del asilo parecía reacio a creer en mitos y leyendas urbanas, pero tratándose de Teneklen y habiendo una tradición oral tan arraigada ahí, preferían seguirle la corriente a la gente y dejarles seguir. Cada tanto caía alguno con algún demente que pasaba un tiempo en ese cuarto y después dejaba la estancia en una bolsa de plástico negra.

Pensé en llevar ahí a mi madre; pero todavía me molestaba el hecho de tener que apoyarme en un mito local para deshacerme de esa vieja, que ya no era mi progrenitora sino una cáscara llena de avestruces que peleaban por salir. Uno termina acostumbrandose a todo; inclusive al peso de un arma metálica, y al frío del metal en la mano. Una de las lecciones que me había dejado la guerra era que sentir el peso del arma era una señal de que estabas descuidado; entonces, caminando por la playa y dándome cuenta que el arma me pesaba me di cuenta de que estaba descuidando a mi vida y a mi madre.

Por ese entonces me lo encontré, también en la playa. Un niño solo, totalmente solo a esas horas tan altas de la noche y en esos parajes también levanta sospechas. Me acerqué casi sin querer y le hice un par de preguntas, pero pareció reacio a contestar. Era serio y en sus ojos bailaba el cinismo. Finalmente me empezó a contestar secamente. Se llamaba Hamilton Gutierrez, aunque no tenía ni un poco de tez trigueña y el nombre sonaba inventado, y estaba allí estudiando el efecto de la luna sobre la marea.

Yo llevaba mi arma reglamentaria y justamente esa noche había decidido dejar la tierra en aquella playa, de un tiro. Pero algo absurdamente papal en mí decía que no podía regalarle un cadáver en una playa a un niño, y mucho menos un arma de fuego. Así que decidí fumarme la vida y los cigarrillos junto a aquel niño vestido de gris que parecía una estatua de arena junto a la lomada donde estábamos. Me pasé los dedos por los cabellos encanecidos, mojados por el rocío del mar; ese niño me ponía nervioso y no sabía porqué.

-¿Te gusta la música?-
-Pues claro que sí-
-Stravinsky. A mí me gusta Stravinsky-
-No soporto la música clásica-
-Y qué me importa. A mí me gusta Stravinsky-
-A mí me gusta estar solo y no por eso te mandé al carajo-
-Eso es porque te importa. A mí me importa un bledo-

El niño era formidable en el diálogo. Cortante, secante. Casi un estupro. Me secaba los ojos hablar mucho con él, porque me obligaba a fumar y a que me doliera con agudeza el pecho durante muchas horas. Finalmente me iba, yo siempre antes que él, y lo dejaba solo, con los ojos grises fijos en el mar. 

Pronto los encuentros fueron repetitivos, y sin darle mucha importancia una de esas noches me di cuenta que aquel niño me había robado el suicidio porque no me cedía ni una sola noche la soledad de la playa. Así que comencé a aburrirlo con relatos, lo cual no surtió el más mínimo efecto. Hamilton parecía una roca más que contestaba con sequedad a todas mis interjecciones.

-Una vez, en Tairobi, tuve la oportunidad de disparar un Flak-
-Supongo que te sentirás orgulloso-
-No orgulloso, pero sí me sentí feliz aquel día-
-La gente se alegra por las cosas más estúpidas-
-Como tú contemplando el mar-
-Exacto-

El niño era inapelable. Todo en él rezaba adultez, y sin embargo pronto supe que vivía con su padre, que era escritor, en una casa cerca de la playa. Que odiaba a su padre y se aburría enormemente era algo adivinable; que el Niño no era un Niño era ya una sospecha. Casi por cansancio, desgaste u horadación, terminé conversando con él respecto al problema de mi madre, de ese cuarto supuestamente embrujado y de la demencia que devoraba a gajos el cerebro de la pobre vieja.

-Una cosa fea, la demencia-
-Como las palomas en un día de otoño-
-No, no. La demencia es horrible; te quita lo mejor que puedes tener en toda tu vida-
-Las palomas son inútiles, y encima te cagan-
-No puedes estar comparando seriamente a las palomas con la demencia-
-No puedes comparar seriamente a la demencia con nada-
-¿Entonces no estás hablándome seriamente?-
-¿Las palomas te parecen un asunto serio?-
-No más que la marea lunar, he de decir-
-Estupidez espontánea-
-Tú lo has dicho-

Pasó el tiempo, seguí hablando con mi pequeño amigo con el que, sin darme cuenta tampoco, a veces me divertía. De repente sobresalía algún tope, pero nada lo suficientemente serio como para molestarnos. Por aquel entonces también visité el cuarto donde, ya lo había decidido, encerraría a mi madre. Lo visité varias veces y durante varias horas, y pedí siempre estar solo. Al fin, una noche donde no había luna y no valía la pena ir a la playa, empecé a escuchar algo. Como un fonógrafo al revés. Como un disco rayado y reproducido demasiado lento, una voz que parecía humana hablaba en sílabas extrañas de manera muy lenta. Como al cabo de un rato no entendía absolutamente nada, me fui a dormir a mi casa.

Obviamente, ese fue el tema del debate en la próxima luna con Hamilton. El niño parecía totalmente desinteresado en el tema, hasta que le mencioné la posibilidad de que fuera. Tenía curiosidad por saber qué oiría él allí dentro, un niño tan extraño e inmóvil como la playa al que solo veía de noche.

-¿Crees en fantasmas?-
-Los fantasmas son para gente aburrida o estúpida-
-Es lo mismo que pienso yo-
-Pero sin embargo oíste algo-
-Puede haber sido una enfermera con un fonógrafo detrás de la puerta-
-¿A esas horas de la noche?-
-Las enfermeras son aburridas y estúpidas-

Una noche, logré introducirlo en el asilo. Ya me reconocían por mi interés en la habitación y aduje que el niño era un pariente lejano del que tenía que cuidar por un tiempo. Al fin, con una larguísima espera que Hamilton pareció pasar sin protesta alguna, pude introducirlo dentro. Quedé oyendo detrás de la puerta hasta que caí dormido y me despertaron, horas después, tirones de la manga de mi saco. Habían pasado tres horas y el niño yacía, pálido, frente a mí, con la misma seriedad de mármol de siempre.

-¿Oíste algo?-
-Pues claro, en ese cuarto hay una voz-
-¿Y qué te dijo? ¿Cómo era?-
-Aburrida y estúpida-
-¿Qué?-
-Es muy sencillo. En ese cuarto hay una voz que está podrida de estar ahí y de hablar siempre con dementes. Así que habla pelotudeces e imita sonidos para divertirse. Ya se dio cuenta que no va a salir de ahí dentro y que a lo único que le tiene que tener miedo es al aburrimiento. Así que se divierte boludeando viejos locos que la gente le entrega en bandeja de plata. Y algunos boludos como vos también, de vez en cuando-
-¿Me estás diciendo que ahí dentro hay un puto fantasma?-
-Un fantasma no, solamente una voz. Los fantasmas no hablan tanto ni son tan inteligentes como esta voz-
-¿Pero qué diablos es?-
-Una voz en un cuarto-
 
Y así dio por finalizada la conversación Hamilton. Lo acompañé por primera vez hasta su casa y luego me fui a dormir a la mía, entrado el día. Solamente cuando desperté me di cuenta de que me había perdido la oportunidad de mi vida para pegarme un tiro en la playa aquella noche. Esa misma noche, el Niño esperaba, muy paciente, en el mismo lugar de siempre.
 
-Es extraño-
-¿Qué es extraño?-
-La voz en el cuarto-
-¿Porqué? Es una voz en un cuarto. No es difícil de entender, realmente-
-Pero ¿De dónde sale, qué la produce? ¿Hay alguna mente detrás de esa voz o es solo una alucinación colectiva?-
-Es solamente una puta voz en un puto cuarto. Nada más. Hay cosas mucho más difíciles de entender, realmente-
-Me sigue resultando extraño-
 
Solo entonces me miró a los ojos, directamente a los ojos.
 
-¿Qué es un fantasma?-
-¿Un muerto que no sabe que está muerto?-
-¿Y cómo sabes que no soy yo un fantasma?-
-¿Y cómo sabes que no lo soy yo?-
-Porque los fantasmas no buscan un lugar solitario para pegarse un tiro-
-¿Acaso a los fantasmas les gusta el efecto de la luna en las mareas?-
-Quizás sí, quizás no. Quizás solamente estoy aquí para joderte la vida-
-Maldito seas, Hamilton-
-No me gustaría tener que soportarte muerto aquí, quejándote peor que ahora por todas las estupideces que no me estás diciendo. Mi padre se va a quedar un buen tiempo aquí, lo cual significa que yo voy a seguir viniendo aquí para evitar tener tu fantasma suicida contándome imbecilidades-
-¿Y si solo me transformara en una voz en la playa?-
-Serías aún peor, y no serías una voz. Las voces no son fantasmas. Además, ¿quien te dice que solamente vienes las noches de luna, pues las de la luna nueva son los aniversarios de un suicidio que cometiste hace años y no recuerdas de tan viejo que eres?-
-Eso es una pelotudez-
-Exacto. Como tu idea del suicidio-
 
Terminé odiando al niño y ausentándome de la playa durante una semana, cuando me percaté que le estaba regalando la playa solamente a él. Solo entonces volví; si él no me dejaría volarme los sesos tranquilo, entonces yo tampoco le dejaría hacer lo que fuera que hacía solo. Fuera fantasma, niño, monstruo o lo que fuera. Siempre llevaba el arma conmigo, por si el niño se ausentaba, pero nunca faltaba, y siempre se quedaba más tiempo que yo mismo.
 
-Eres un verdadero dolor en el culo-
-Y tú un maldito mosquito al que no puedo terminar de aplastar-
-Gracias, es una bella analogía-
-De nada-
 
Por supuesto, mi madre se quedó en ese cuarto parlante solo para descubrir, según ella, que Elvis era quien le hablaba por las tardes, excepto en verano, cuando cambiaba por Louis Armstrong y me comentaba las hermosas charlas que mantenían sobre jardinería y manteles cosidos a mano. 
 
La vieja no se moría, el niño no se movía y mi pistola no se utilizaba.
 

miércoles, 15 de agosto de 2012

Celuloide





El ambiente de la convención, las retrocharlas con gente amena, el humo del cigarrillo y las pocas horas de sueño volvieron a picar un poco en mí el hambre de hacer una reseña; y es que no se puede matar el perro que llevamos adentro tan fácil.

Así que como este blog termina siendo un depósito de cadáveres, tiremos uno más con una breve reseña de Días Negros, un conglomerado coqueto que presentó el todavía calentito sello editorial Dead Pop en la pasada Crack Bang Boom.

Soy de aquellas personas a las que les gusta observar en detalle. Primero que nada, la presentación sobria, sencilla pero no por eso carente de una estética ordenada destinada a provocar algo. Me gusta pensar que los autores (editores, diseñadores, ilustradores, guionistas) arman una publicación pensando en todo detalle, en que cada mínimo elemento va a despertar el chispazo nostálgico en la cabeza. Y es así; Días Negros es liviano al tacto pero denso en su contenido, como una estrella enana en cierto sentido. No pesa la lectura ni tampoco la estructura; pesa en cantidad de contenido, en complejidad, en simbolismos.

Los márgenes manchados de negro en las contratapas; los ojos negros de la calavera emblemática de la editorial, la fuente sencilla que parece dibujada con el humo de un cigarrillo. Y es que si tengo que resumir Días Negros en tres o cuatro elementos, diría cigarrillos, lluvia y the cure. O quizás también humo. Sí, el humo es parte importante.

Muchos de los artistas que se estrellan contra el papel me eran desconocidos. Claro, conocía el trabajo de Berliac y Damián Conelly gracias a su destellante Devil Got my Woman, una oda al blues y al sur que parece gustar tanto. Pero aquí, en Días Negros y en la mítica y misteriosa Winchester, la ciudad que nuclea tantos hilos argumentales de tantos personajes, Conelly deja de reseñar hechos reales y se mete de lleno en su propia psique. Es sereno y suave, intrigante y con algunos cadáveres mal sepultados. Pero se puede entrar y salir sin problemas, al momento en que uno se sumerge.

La primera historia, con una ilustración coronándolo todo y los ojos de un personaje que perforan al lector en cada instante de lectura, es el preámbulo perfecto al resto de la obra. Nos menciona sin quererlo elementos que se van a repetir y que van a continuar Días Negros con un ritmo en crescendo que no declina en ningún momento. Una pareja, cigarrillos y frases incompletas que dicen mucho con muy pocas palabras.
Luego te mete un poco más en el mundo negrisáceo de Winchester, con dibujos que recuerdan algo a los años experimentales de Breccia por momentos. Monólogos internos, mecánicos y robóticos, que acompasan cada escena con un martilleo que no frena. Frases que se te clavan en el cerebro por los fantasmas que encierran. "Ellos no tienen sombra", dice en alguna página.

La lluvia corona todo, siempre y en todo momento. Se intuye un pantanal en algún lado, aunque nunca se lo menciona. Se escucha a Nueva Orleans en la música, a pesar de que sea de la mano de los Beach Boys. Se juega con los silencios en los pasos de cada habitación, y las sombras dobles.

Un episodio hermosísimo está coronado por lo incisivo del dibujo, más que nada en las frases depresivas que se transforman en ritual de convocatoria para espectros que quieren vivir más que los vivos. Y como escritor comprendo un poco el "luego, recuérdame". Como escritor y como ser humano.

Peligrosidad. Las vacas se transforman en excusas para mostrar un poco de derrape en una cara que parece tallada a la piedra, y que cae por musas que no buscan irritar la creatividad, sino más bien todo lo contrario.

Una mujer que decide dejarlo todo para meterse de lleno en un solo día, la premisa clásica a la que Conelly le saca un jugo impresionante. También se vislumbran medias sombras, y transformaciones de personajes que transmutan su entorno y se transmutan a sí mismos durante el recorrido de la historia. Lo absurdo de la premisa provoca risa, pero una muerte al amanecer es una imágen tan poéticamente lúgubre, que pocos pueden evocar la mueca con el trazo.

Loris Zigotto, Odyr, Podestá, Berliac, San Juan y Simone. Nada tiene sentido y todo queda orquestado por estos muchachos, junto a las frases enigmáticas y un estilo narrativo que haría retemblar al mismísimo Kubrik, por un motivo muy simple; esta historieta sería lo que haría Hitchcock si hubiese nacido en estas latitudes y por estos años del hampa de la inflación.

Hay una sensación que no me puedo sacar de encima cuando leo Días Negros. Comprenderán; se lee primero deglutiendo, como muerto de hambre, sin importar realmente los detalles. Se relee por detallista, y se vuelve a la lectura ya, ahora sí, por tercera vez, por el placer. Una vez alguien dijo que los libros que son realmente buenos son aquellos a los que volvemos una y otra vez, no por aburrimiento, sino porque siempre se le saca algo nuevo, alguna perlita, alguna esquirla de brillo. Y Días Negros es, ciertamente, un ejemplar que quedará en mi biblioteca para ser tocado con bastante retorno.

La otra sensación que permanece es la de las ganas. Conelly trabaja en un ritmo único, mezclando rapsodias de varios personajes, varias ganas. La misma sensación que me genera la buena poesía, es lo que me genera esta obra. Más que nada, por una razón muy sencilla; Días Negros no cuenta historias completas, cuenta retazos de ellas. Cuenta episodios. Cuenta retratos. Fotografía a Winchester y a su fauna local. Desmiembra sensaciones y sentimentalidades; experiencias sensoriales y sentimentales que quedan atrapadas en una canción, en la lluvia o, simplemente, en el humo del cigarrillo.

Por eso el título. Meterse en Días Negros es como hacer zapping en un cine apoltronado una tarde de domingo lluvioso y gris. Siempre va a dejar con ganas porque el Domingo deja con ganas, la lluvia también. No queremos que la lluvia termine; queremos que continúe, así como queremos que estas historias no terminen, no cesen.

Por eso mismo, espero leer más de Winchester, de sus personajes, de sus idas y vueltas. Espero consumir más de estos muchachos porque, además de trabajar bien, me cagan de gusto.

Los invito a pasearse por su web y acercarse a algún ejemplar, y espero disfruten de la lluvia, las canciones y los cigarrillos tanto como yo. Si es así, esta colección de fotos viejas de una ciudad ficticia los va a cagar de gusto.

http://www.deadpop.com.ar/main/catalogo/dias-negros/

lunes, 6 de agosto de 2012

El Caballo que Hablaba

El teléfono comenzó a sonar cerca de las cuatro y media de la mañana. Estaba acostumbrado a dormir poco e interrumpido por mi trabajo, así que el umbral para despertarme no es demasiado alto. Levanté el receptor y la voz excitada desde el otro lado simplemente dijo:

-Acabo de tener uno, lo tengo grabado. ¿Estás despierto? ¿Puedo ir a tu casa?-
-Claro que estoy despierto- dije, todavía somnoliento -Venite enseguida, no me hagas perder más tiempo-

No vivía lejos de mi casa, así que quince minutos luego estaba tocando el timbre de mi departamento. Le hice pasar; la calle, en cualquier momento histórico y en cualquier lugar, no es un buen lugar para las cuatro y media de la mañana. El aspecto era el mismo de siempre; desordenado, vestido a los apurones, con grandes ojeras, una palidez galopante y una mala afeitada, además de un arrebujo de pelos mal peinados.

-Te juro que esta vez es uno bueno, uno de pura plata te digo- dijo, con la excitación todavía vibrándole en los ojos -¡Era excelente!-
-¿Trajiste el archivo?-
-Claro, lo tengo acá- dijo, sacando una unidad de memoria portátil de un pequeño morral negro que llevaba encima.
-Pasá y hacé un poco de café mientras le echo una mirada-

Entramos. Mi casa era un rejunte de desastres, y mi perro, dormidísimo, apenas cabeceó cuando él entró. Lo miró, lo reconoció y siguió durmiendo, envuelto en sábanas. Libros apilados y miles de unidades de memoria sin usar estaban distribuídas por cada rincón de la habitación, junto a ceniceros y vasos vacíos. Él pasó, dejó su abrigo y su morral y se detuvo junto a la cocina, sin saber muy bien que hacer. Estaba claro que ninguno de los dos sabía muy bien cómo manejar los platos sucios.

Se acercó hasta mí, temblando, mientras yo encendía el centro de edición.

-Te juro que esta idea nos va a dar mucha guita- dijo, con la excitación vibrándole en cada fibra de su cuerpo -¡Te lo juro! No es original, pero casi. Es algo que jamás ví en ningún otro lugar. Es una bomba. A los cosacos de Jerzegeer les va a encantar-
-Ponete a lavar los platos y dejame laburar- dije, dormido y con molestia.

Él se puso a lavar la montaña de utensilios sucios de días; yo, mientras tanto, abrí los programas básicos de edición, y luego encedí el compresor principal para poder echarle un vistazo a lo que fuera que podría haber grabado mi amigo. El último archivo en el que estaba trabajando empezó a reproducirse por automatización, y el equipo de audio, instalado en toda la casa, empezó a sonar. Gemidos y ladridos de perros se entremezclaban, y mi amigo se sobresaltó por la cacofonía repentina. Sin mirarlo, le dije:

-No te preocupés, es mi último trabajo. Un ricachón de Pampanga me está pagando para editarle los sueños al hijo; cree que con pornografía zoofílica va a ganar algún dinero, o escarmentar a su hijo. Pobre tipo-

Mi amigo comenzó a reír, mientras los sonidos se difuminaban en una base cada vez más grave; había entrado en la región en crudo, sin edición, y los microprocesadores de la computadora traducían eso como sonido saturado. Cerré el archivo, apagué el equipo de audio y me puse a analizar por arriba lo que mi amigo me había traído. Le oí colocarse a mi lado, mirando en las pantallas lo que hacía.
Miré los extremos; como siempre, nada más que luces y sombras crudas, sin nada de material. Luego, unas cuantas imágenes fragmentadas; un ojo, un picaporte, un pentagrama. Más tarde lo encontré; imágenes secuenciadas, con esquemas de sonidos y una banda encefalográfica completa. Lo reproduje y comencé a mirarlo. La cara de mi amigo comenzaba a desdibujarse; evidentemente no era lo que recordaba. Las imágenes malformadasse repetían, en un loop casi infinito, lleno de espasmos de luces. La pantalla solo mostraba cómo un trozo de carne de un color amarronado se convulsionaba mientras hablaba hacia atrás. Iba tan rápido que no se podía discernir nada de lo que hacía o decía.

-No me digas que no se grabó, o se grabó mal...- comenzó a decir mi amigo, con evidente nota triste.
-¿Hace cuánto que no editamos juntos?- dije, mirándolo por encima de mi hombro -Esto a veces pasa, especialmente con los modelos viejos. ¿Que Onicrom tenés?-
-El mismo de siempre- dijo, con cierta resignación -El Epson 7600. ¿Porqué?-
-A veces pasa que la secuencia inicial es de alta frecuencia, y la actividad eléctrica del cerebro arruina la grabación- dije, y ante la cara de molestia y tristeza de mi amigo me apresuré a decir -Y se graba al revés. No te preocupes, nada está perdido; está grabado, pero acelerado y al revés. -
La esperanza se dibujó un poco dentro de los ojos de mi amigo.
-¿Podés repararlo...? Quiero decir, ¿editarlo?- dijo, tembloroso.
-Tengo justamente un programa que terminé de componer apenas hace una semana. Es un rejunte de reconocedores de patrones y secuencias. Pero demorará un par de horas: podemos desayunar mientras tanto- dije, mientras dejaba que el cebtri de edición comenzara a trabajar solo.
-Perfecto. Tengo un hambre de locos- dijo, y recién entonces noté que tenía la ropa sucia y estaba más flaco que antes.
-Acá no va a poder ser- le dije, mirando a la heladera -No tengo casi nada. Vamos a la panadería de la esquina, está cerca y podemos hablar tranquilos. Además, debe ser lo único que está abierto a esta hora-


La panadería, a las cinco y cuarto de la mañana, estaba prácticamente desierta. Solamente interrumpía el silencio sepulcral de la mañana un noticiero en el único televisor del lugar y un viejo de ajados dedos que hojeaba un diario local. Nos sentamos cerca de un ventanal enorme, que nos dejaba ver el gris plomizo del invierno con todo detalle, pedimos dos cafés y aguardamos. Mi amigo parecía no querer hablar hasta que el café llegara, lo cual por mí estaba bien. Todavía estaba medio dormido y no sabía bien con qué me iba a salir.
Cuando llegó el café, junto con una abundante dotación de medialunas, mi amigo se avalanzo sobre ellas como todo un pordiosero. En realidad, parecía un pordiosero. Con las luces fluorescentes de la panadería notaba, ahora sí, que las señas de abandono que siempre había tenido se habían acentuado hasta la exageración. Mientras yo mojaba tranquilamente una medialuna en el café y comenzaba a masticar, le pregunté, como para iniciar el diálogo:

-Y, ¿te acordás de lo que soñaste?-
Mi amigo me miró unos instantes, tragó un gran bocado y dijo, no sin dejar de comer:
-No demasiado-
-¿Algo?- pregunté, elevando una ceja.
-Bueno, es sobre un caballo. Un caballo que entra en escena, a veces en blanco y negro y a veces en color, diciendo cosas. Se aparecen personajes históricos, generales y populares, y el caballo les responde cosas graciosas.-
-¿Nada más?- pregunté, honestamente
-Hay más- dijo él, excitado -Es solo que no lo recuerdo. Recuerdo que había más cosas, pero eso es lo principal-
-Un caballo parlante...- dije, riéndome un poco -Eso es casi original-
-Por favor, Guillermo, todos saben que la originalidad ya no existe- dijo, alzándose de hombros -Es solo una buena idea que brotará como urticaria en internet, tendrá su época de fama y luego se hundirá en el olvido. Como todo-
-Si, no tienes que recordarme cómo me gano la vida- dije, tomando un trago de café -Así que un caballo que habla... Bueno, será algo más digno de ver, creería-
-Mejor que lo que vengo soñando hace un par de años, diría- dijo, con cierta resignación -Te lo juro. He intentado absolutamente todo. Drogas, estimulantes y cualquier técnica previas y posteriores al sueño. He gastado un dineral en camas de diferentes formas para ver si influenciaba de alguna manera el contenido de mis sueños. Adquirí toneladas de información; música, enciclopedias, cuadros, libros...-
-¡Libros!- dije, casi escupiendo mi café -¿Todavía existe el mercado de libros? Pensé que se había eliminado hace cinco años, tras la invención del Inyectorbent-
-Está desapareciendo, pero todavía no ha desaparecido. Ni desaparecerá, es como querer eliminar el telégrafo, o esas cosas... siempre habrá museos para los libros - dijo, como señalando algo obvio -Además, leí hace poco que unos científicos en Noruega publicaron un estudio en el que, revelaron, los libros estimulan los sueños más que las influencias por Inyectorbent.-
-¿De veras?- dije, frunciendo el ceño, descreyendo en gran parte lo que me estaba diciendo.
-Pues claro. Decían algo de que la palabra impresa impacta al inconsciente de diferente manera a la palabra electrónica, o a la sinapsis artificial. Y es natural; la información se absorbe de diferente manera-
-Si, suena lógico-
-Igualmente, como te venía diciendo- dijo, gesticulando ampliamente -Estuve muy interesado en cualquier forma de estímulo. Fui a convenciones de Oneiromantes, Oneirógrafos y Oneiristas. Todos están llegando a cierta crisis, excepto algunos otros. Obviamente, siempre se habla de la originalidad, y de las maneras en cómo cada uno se transformó en lo que es hoy día, además de una muestra de trabajo propio. Pero, a grandes rasgos, y desde la invención del Inyectorbent, el laburo decreció muchísimo. Es como que la gente no compra cosas nuevas, y busca en las viejas algo que poder meterse en las venas.-
-Si, eso también lo he vivido- dije, apuntando el hecho -Mucha gente me pide ediciones de fimografías viejas, o bandas sonoras con ilustradores específicos a su elección. Es laburo de última, y todo en formato de Inyectorbent; pero pagan buen dinero. Es toda una nueva era. Los sueños de otros parece que ya no interesan-
-Es ese maldito invento- dijo mi amigo, rascándose la cabeza, nervioso -El Inyectorbent. No sé todavía cómo funciona; intenté leer su funcionamiento por lo menos veinte veces y nunca lo terminé de entender. Pero sé lo que hace; imita la sinapsis durante el sueño en cuanto a sensación y emoción, artificialmente hablando, y te planta directamente en el cerebro lo que quieras-
-Lo entendiste mejor que yo, parece- dije, riendome socarronamente -Por lo que yo sé, es una máquina que crea un fluído específico dedicado a estimular neuroreceptores específicos. De esa manera, podés vivir cualquier sensación o emoción sin moverte de tu silla. Por ejemplo, podés ver grandes obras del cine, que hoy solo se muestran en las escuelas, y elegir si vivirla como protagonista o como un espectador, con todo el lujo de detalles. La sangre te salpica la cara, literalmente-
-Ahora entiendo porqué la Niña Muerta de Monroe tuvo tanto éxito el verano pasado- dijo mi amigo, riendo con una sonrisa para nada sana -¿Cuántos pedófilos o necrófilos habrán pagado para poder jugar con una nena muerta en una silla?-
-Sin embargo, dicen que es mejor purgar esas pasiones por Inyectorbent que en la vida real- dije, encogiendo los hombros -Siempre va a ser mejor un acto de ese calibre en la fantasía que en la realidad-
-Si, no sé- dijo mi amigo, tomando un amplio sorbo de café -El arte y el entretenimiento murieron hace mucho. Y ahora está muriendo el arte onírico... no sé qué pasará con nosotros-
-Por favor- dije, apuntándolo -Cuando se crearon los Omicromes, todos los cines cerraron. Nadie quería ver una película cuando podía grabar su propia película, con su propio sueño, editarla y verla más tarde. ¡Era estúpido! La industria cinematográfica intentó sobrevivir vendiendo cartuchos en ese formato, pero no vendieron una mierda y tuvieron que donar los derechos a los patrimonios de la humanidad. Era obvio; ¿para qué volver a ver Casablanca, soñada por un oneiromante, si podías soñarla con el final que vos querías?-
-Si, eso es cierto- dijo mi amigo -Pero recién después de un buen tiempo tuvimos cabida nosotros. Fue cuando cambiaron el formato y se adaptaron a las computadoras, además de dejar de usar esos cartuchos tan toscos que usaban antes. Cuando los equipos fueron lo suficientemente adaptables y abiertos para todos, se empezaron a proyectar y a vender sueños abiertos, nuevos, de otra gente. La gente estaba cansada de soñar siempre lo mismo; quería ver la cabeza de otra gente. Ahí se empezó a mezclar todo; cine, música, arte pictórico, escultura, teatro... todo, en esas hermosas convenciones que no volvieron jamás. Algunos se hicieron la gran guita-
-Claro, como Monroe, De Gaules, Zimmerman. Vos y un puñado de argentinos también, como Deretti-
-Por favor, no me comparés con Deretti- dijo, con un ademán -Él es un puto genio. Yo apenas le llego a los talones-
-¿Pero ganaste o no ganaste tus buenos pesos con eso?- le dije
-Si, es cierto- dijo, riéndose -Pero eso es por haber sido un hijo de puta oportunista, no por genio-
-Bueno, lo que sea. Se hicieron su buena plata, y ahora que se creó el Inyectorbent, se vuelve a la época de recién salidos. La gente necesita recluírse y sentir las cosas que quiere. Ustedes van a terminar como los cineastas; reciclados en editores, publicistas, maquetadores... o cualquier otra cosa-
-Dale, como si vos hubieses sido un Director de cine antes...-
-No, era diseñador gráfico- dije, feliz, recordando otras épocas -Pero los Omicromes cambiaron toda la manera de trabajar. Siempre había laburo, pero cambiaba muy rápido.-
-Bueno, igual quedate tranquilo- me dijo mi amigo, palmeándome la mano -Este caballo que habla nos va a dar mucha plata. Che, ¿vamos a tu departamento? ¿Ya habrá terminado?-
-Si, dale, así me puedo tirar a dormir un rato más. Pedí la cuenta-


Llegamos a casa, y mi amigo se abalanzó sobre la pantalla. Encendí el equipo de audio; debo confesar que estaba un poco curioso por saber qué diablos decía aquel caballo que hablaba. Al final, luego de unos ajustes en los programas de ediciones, pudimos sentarnos a verlo. Estaba muy crudo todavía, pero se lo podía ver: un caballo coloreado junto a un hombre vestido de época (1950 o 60, más o menos), hablando. Había una música muy bella de fondo y el hombre y el caballo sostenían un diálogo en inglés. Una frase específica me gustó mucho, una que particularmente decía el caballo:

"You should never have told me horses sleep standing up, it gave me a mental block."

-Es excelente- dije, sonriéndome. Realmente no se veía ese material por esos días.
-Te dije, te dije- dijo mi amigo, sonriéndose -Este bendito caballo me va a hacer ganar toda la plata que hace años no gano-
-Bueno, hagamos algo- dije, ya cansado -A esto lo tengo que editar. Ponele que va a demorar un mes; hablalo con tu agente y con tu muchacho de prensa, y lo laburamos en la semana, ¿dale?-
-Buenísimo- dijo mi amigo, abrazándome -Menos mal que todavía te tengo a vos-
-Dejá de romper las bolas y andá a tu casa- le dije, riéndome -Que quiero dormir un poco-



La idea daba para bastante, y ya se habían hecho las campañas publicitarias para la fecha de inauguración cuando, una semana antes, recibí la llamada. Era mi amigo que, en el tono más fatigado posible, me dijo:

-Hay que pensarla muy bien, Guillermo, porque la podemos cagar bien cagada-
-¿Qué te pasó?- le pregunté, en genuina duda.
-Es mi agente- dijo, en voz frustrada -Me dijo que eso mismo ya se hizo, y nos pueden acusar de plagio. Una serie de mierda del año del pedo que se llamaba Mister Ed. Si lo disfrazamos y le cambiamos diálogos, puede funcionar. Si no funciona, terminamos cagándonos la reputación los dos-
Me quedé un rato en silencio, con el teléfono en el oído.
-Sos un pelotudo, pero un pelotudo original- le dije -Te termino el trabajo, pero que mi nombre no aparezca-

Accedió, dándome las mil y un gracias. Al mes de la fecha de lanzamiento recibí un sobre anónimo con la paga, y , aproximadamente a los siete meses, mi amigo comenzaba una larga serie de juicios por plagio delante de tribunales internacionales.

Es que uno no le robaba a los patrimonios de la humanidad y salía impune.

lunes, 30 de julio de 2012

Los Autómatas de Schrümann

Entre todos los científicos y pseudo-hombres de ciencia (si, pseudo-hombres) que recorrían la frenética ciudad de Viena en aquellos años grises de la iluminación, es imposible no destacar la figura de Otto Schrümann, austríaco de pura cepa que fracasó tan rotundamente que nunca nadie lo notó siquiera. También era un habitué de las reuniones con otras cabezas rotas como la suya, siendo Ludovico Puentelenco uno de sus más íntimos amigos (y un ejemplo viviente de que tan errada era su capacidad para apostar al éxito).

Otto Schrümann, como tantos otros en aquella época, se encontraba fascinado por el estresante mundo de la ciencia. La máquina de vapor le había despertado, de muy chico, un canario que no se callaría jamás y que cantaría toda su vida en su cabeza. Estudió, como era debido para alguien de su altura social y su apoltronada familia, las grandes ramas de la ciencia; biología, zoología, hidráulica, mecánica aplicada, física, química. Nada se escapaba a los abultados mofletes del pobre Otto, pero había algo que le atraía más que ningún otro campo, y era el de los autómatas.

Otto se fascinaba al ver a aquellos seres que se asemejaban tanto al hombre pero que, sin embargo, eran inequívocamente máquinas. Sus funciones eran limitadas, y jamás podrían compararse a la maestría que podían alcanzar los hombres, era cierto; pero la funcionalidad y la posibilidad de trascender la falencia básica del hombre le ensimismaba en un concepto sobre el que solamente giraba él; la incapacidad del hombre de sobrevivir el paso del tiempo. Donde el hombre perecería, el autómata permanecería. Otto pasaba grandes espacios de su vida (madrugadas, más que nada) imaginando una tierra sin hombres, con los autómatas como únicos supervivientes, y le irritaba terriblemente que el legado del hombre fuese algo tan simple como un siervo que traería bebidas para nadie, o un ave que cantaría para nadie. El sentido de la estética y la necesidad de frivolidad de su contexto social le molestaba.

No por eso Otto era estúpido. Sabía que sus proyectos costarían muchísimo, y si bien su adinerada familia podía respaldarlo, necesitaría a la larga el respaldo de los gordinflones banqueros y de ese estrato social ya asentado, la burguesía. Así que Otto se puso a trabajar en un proyecto estúpido, pero carente de lo que él consideraba alma; un mono que podía bailar trece bailes diferentes.

Conseguir que el cobre se aligerara lo suficiente como para permitir al pobre mono moverse con soltura sin perder la integridad fue difícil, pero tras muchos meses de trabajo, Otto lo consiguió. Por ese entonces fue cuando descubrió una verdadera pepa de oro, al darse cuenta que todos los autómatas eran construídos en base a pura mecánica, durísima y llena de lógica más no de ingenio. Otto creía que el error trascendental, para cambiar el concepto que de los autómatas tenía la gente, era crear uno en base a una simple función, no dándole al pobre ente nada de entendimiento. El mito judío del Golem le persiguió en pesadillas durante muchos años hasta que inventó el alambre de plata, un simple artefacto en el que se podía grabar una sola palaba a fuego para que el autómata la siguiera a la perfección, con una inteligencia casi humana (saltándose el vacío del Golem).

Así, Otto grabó sobre el alambre de plata de su mono de cobre (al que había bautizado Jerome) la palabra "diversión", pues era su firme creencia que los mejores artistas son los que se divierten. La noche de la presentación de Jerome, sin embargo, logró defraudarse a sí mismo, mientras se creaba una reputación bastante mala. Jerome solamente rió con risa muda (pues no tenía la capacidad de hablar, más sí de ver) ante la gente que tenía delante, pues le causó muchísima gracia la cantidad de peluquines, vestidos y trajes ridículos, monóculos y demáses artilugios que esos hombres llevaban consigo.

El bochorno fue tremendo, y Otto desarmó a Jerome con una gran tristeza en el alma justo antes de que saltara sobre una regordeta dama de caridad, que llevaba una peluca horrible de altura descomunal.

Pero como todo enajenado en lo que realmente ama, Otto no se rindió. Creyó que la mejor manera de demostrar su punto de vista y sus autómatas era crear un limosnero, que pidiera plata para causas caritativas o para el gobierno, cualquiera fuera la causa. Este autómata era un hombre delgado, también de cobre, sin voz y de unos dos metros que recorría toda la ciudad con un traje donde tenía grabada la leyenda respecto a la donación. Otto había alargado el alambre de plata hasta poder grabarle las palabras "la caridad es la prioridad" a su limosnero de cobre (al que había bautizado Herbert). Un ingenioso sistema guardaba todo el dinero recaudado en su tórax, y pronto se hizo muy popular y casi usual ver al autómata de Herr Schrümann pasear por las calles, pidiendo donaciones.

Otto pensó que había triunfado, pero se defraudó cuando le informaron que en las lejanas Españas ya existía uno muy parecido que, para colmo de males, era menos costoso al ser de madera. La inteligencia de sus autómatas quedaba vedada al ser comparados a máquinas, y más aún, algunos se quejaban de que insistía demasiado con las donaciones, y que pedía donaciones incluso a aquellos para los cuales recaudaba dinero (después de todo, la caridad era su prioridad). Herbert terminó sus días de la manera mas apabullante; fue destruído por bandidos, una de las noches en que recorría el barrio de los prostíbulos, que lo venían vigilando desde hacía tiempo y sabían que el autómata llevaba bastante dinero en su torso. La chatarra que quedó fue despachada a Her Schrümann casi con alivio.

Otto en cambio volvió a la forja y bastante enojado forjó un segundo Herbert, al que llamó Erste, de hierro. Como caminaba con un bastón del mismo material (para poder soportar todo su peso, además) la gente lo bautizó como "el desvergonzado bastonero", algo a lo que Otto hizo caso omiso. Creyó que la breve extensión del alambre de plata era todavía el problema, y logró transformarlo en una pequeña placa de plata, que todavía funcionaba como directora de todas las funciones del autómata, donde grabó "se bueno, sé respetuoso, acepta los "no"; La caridad es la prioridad, pero no has de dejarte robar".

Erste rompió tantas costillas de bandidos a bastonazos que pronto se hizo mejor policía que limosnero. Lo peor fue cuando le quebró una pierna a un policía que intentaba reponer una moneda que se le había caído; el episodio fue grabado en varios titulares, cuando todo un pelotón de policías no bastó para poder detener al autómata. La vergüenza que cayó sobre el apellido Schrümann fue tal, que Otto creyó no poder reponerse jamás de todo aquello y estuvo a punto de quemar todo su laboratorio. Pero, para su sorpresa, altos funcionarios del ejército querían sus servicios. Pensaban que si todo un pelotón de policías bien entrenados había sido necesario para detener un solo autómata, ¿que sucedería con un pelotón de autómatas? Con las guerras tronando por toda europa, la nación que tuviera a Otto Schrümann a su favor no tendría nada que temer.

A Otto le desagradaban en grado sumo las guerras, y le parecía un asco verse involucrado en todo aquello. Así que se auto-saboteó diseñando un autómata prototípico, de un metro y medio de alto y hecho con varias aleaciones diferentes, para presentarlo a sus nuevos patrones.

El prototipo llevaba el nombre de Zeppelin (en honor a una buena familia eslava) y funcionaba como una bomba con piernas; todo su torso era una bomba a base de glicerina, que se activaba con un simple detonador que el autómata apretaba en el momento correcto. Sobre la placa de plata, Otto había grabado las palabras "edificios, soldados, máquinas de matar; todo eso es tu destino. No detenerse jamás, la vida por la patria". Durante la demostración el prototipo hizo un excelente trabajo destruyendo el objetivo demarcado, pero era defectuoso en una sola parte; el costo. De por sí, las bombas a base de glicerina no solo eran inestables, sino también muy costosas; además, las aleaciones necesarias para ensamblar aquel prototipo (que, después de la demostración, no existía más), dándole la capacidad de carga al mismo tiempo que la velocidad en la carrera era costosa y dificultosa. Ante una guerra inminente, sería imposible fabricar más que una veintena antes del primer ataque, y no sería suficiente.

Las autoridades lo desecharon como "un pobre estúpido sin visión de futuro" y lo dejaron en respetuoso silencio. Por ese entonces, Otto, que se había hundido en la vergüenza a propósito para no transformarse en otro Nóbel, estaba más frustrado e irritado que nunca. Así que planificó y se dedicó íntegramente a un único autómata, para el cual también agrandó la placa de plata a una plancha, para poder escribir instrucciones más precisas, dando mucho menos márgen de error.

Tras veinte años de labor, llegaba la hora de ver si realmente había fracasado en su vida o no. El autómata (al que llamaba Wendy de cariño) había sido diseñado como el perfecto mayordomo, siervo o esclavo; apto para todas las tareas imaginables, un ente gentil que obedecería con el menor chistido. Las palabras en la plancha de plata que dotaba de inteligencia y razón al autómata eran: "Servir al hombre, respetar absolutamente todas sus obras, proteger la vida en todas sus formas y respetarse a uno mismo. No realizar jamás ninguna acción que pueda causar desagrado o molestia a ningún otro ser viviente".

Otto activó a Wendy, su fruto laborioso más arduo, y esperó. Wendy no se levantó, no le miró, no hizo nada.
Absolutamente nada.

Otto, ya retirado por ese entonces, hablaba con Ludovico Puentelenco, años más tarde, y se refería a Wendy como a "ese pedazo de chatarra que jamás me animé a desarmar, por miedo a que me sorprenda antes de morir".

-Eres cruel, Otto- decía Ludovico -Cruel contigo mismo.-
-Es que trabajé tanto en él, Ludovico- dijo el viejo Otto por ese entonces -Tantísimo. pensé durante noches enteras en todas las funciones, todos los silogismos lógicos, toda la mecánica aplicada. Tendría que ser el hombre perfecto, un hombre de hierro a disposición de sus hermanos hombres. Y sin embargo, es una pila de metal inerte-
-¿No ha fallado nada?-
-No, no- dijo Otto, agitando su brandy -Lo he revisado centenares de veces. Funcionar, funciona, pero no hace absolutamente nada-
-Quizás le tendrías que haber dado una voz a tus autómatas- arrojó entonces Ludovico -Quizás de esa manera podrías cuestionarlos, o ellos podrían expresarte de una buena manera qué es lo que sucede-
-Es imposible. De todas las herramientas del hombre, de todas las funcionalidades y todos los órganos del cuerpo humano, aquel que jamás pude reproducir bien del todo es el aparato fonador. Cuando pude hacerlos hablar, no hablaron. No lo sé- dijo, bebiéndose su brandy de un solo trago -Supongo que es cierto, entonces. Los autómatas son de pésima calidad porque duran; los hombres son excelentes porque mueren. Y nada ha de poder quebrar este principio universal-
-Yo sigo pensando que eres un genio, Otto- dijo Ludovico, alentándolo -Los genios pocas veces son entendidos por la gente que los rodea-

Y en cierta medida, tenía razón. Cuando Otto murió, todos sus planos sin patentar fueron utilizados como abono para granjas, y la genialidad del alambre/placa/plancha de plata (una superficie que infundaba raciocinio a objetos inanimados con simples palabras grabadas), su verdadera obra maestra, se perdió en el olvido.

Pues Wendy funcionaba, y funcionaba tan, pero tan bien, que se dio cuenta cuando despertó por primera vez que la única manera que tenía de respetar a su plancha de plata
("No realizar jamás ninguna acción que pueda causar desagrado o molestia a ningún otro ser viviente") era, precisamente, no haciendo absolutamente nada

sábado, 28 de julio de 2012

El Paraguas del Señor Ternel

En los últimos días del Señor Ternel era yo quien lo acompañaba, por eso creo ser la única persona lo suficientemente instruída como para contar un poco respecto de él. Durante los últimos momentos de vida, uno suele inclinarse a las cosas que realmente le importan; lo sé, he cuidado enfermos terminales prácticamente toda mi vida, desde que acompañaba a mi madre en esa misma tarea que ningún otro parece saber afrontar. Sin embargo, a diferencia de mi madre yo he resultado mucho más insensible, pues donde ella ponía sus lágrimas en un pañuelo yo pido el dinero por mi trabajo a los familiares y me retiro. Respetuosa pero insistentemente, suelo ser tildado como 'un hombre silencioso de confianza'.

Cuidar enfermos es una tarea agobiadora. El tiempo pasa más lento cuando uno está enfermo, eso es sabido; las enfermedades dilatan los momentos del día con agónicos espasmos, y el amanecer, el atardecer, las estaciones, los meses y las facturas de la luz vencidas dejan de tener sentido para la persona que solo está esperando que la tormenta biológica dentro de su cuerpo pase para volver a salir al sol. Obviamente, los enfermos son como barcos que se hunden; atraen todo a su alrededor a un mismo nivel de acotaciones, de sensaciones, de censuras. Solamente ellos saben realmente qué sucede, pero el resto está expectante a su cadáver incipiente. Inútil es intentar pasar el tiempo mirando televisión o escuchando radio, ni siquiera los programas más entretenidos apuran el paso del reloj que, monotemático y curvilíneo, solamente espera marcar el último segundo definitivo. Durante esos momentos he sabido cultivar la escritura como una manera productiva de ver pasar las horas, y tengo mis papelotes y carpetas llenos de poemas y cuentos que algún día lograré publicar, si los tiempos me favorecen.

Diferentes a los enfermos comunes son los terminales. La palabra terminal debe ser una de las peores de todo nuestro vocabulario, aclaro, o por lo menos dentro de la jerga médica; varias veces he visto internos y enfermeros vacilar, como si la palabra fuese un gato grande que se ha escapado, como si el solo mencionarla corporizara una parca instantánea. Pero actúa de manera terrible sobre el ser humano; cuando una persona se sabe en ese estado, cuando la te, la eme y la ele de terminal terminan de pronunciarse, opera en ellos un cambio infinitamente diferente al del resto de las reacciones de la vida. Es como si realmente se sacaran un peso de encima, como si toda una vida de vestir la misma piel los hubiese cansado y pueden dedicarse, por fin, a pasar unos momentos al reverendo pedo de manera libertaria. Obviamente, la libertad es mental; el enfermo terminal generalmente queda recluído cada vez más, hasta confinarse hasta lo que su cuerpo le termina permitiendo. Es por eso que son un poco densos, y a la vez un poco hermosos; tienen la belleza de los ceibos, que dan buena sombra y hermosas flores pero no se mueven de su lugar.

El Señor Ternel, por el otro lado, era de esos enfermos terminales que son difíciles de tratar pues son atosigados por la demencia senil que acompaña gran número de veces a la ancianidad. Desde hacía años había perdido la noción de su realidad como un todo, y parecía tocar temas como quien toca las piezas de un móvil o un collage, una a una, saltando de una a otra sin aparente relación. Además, veía cosas que aparentemente lo asustaban o lo excitaban terriblemente. Ternel había sido relojero y, como corresponde, su hogar estaba lleno de relojes. Pero como esa profesión acarrea el vicio del coleccionista, Ternel había coleccionado a lo largo de su vida innumerables objetos de larga data y vasto registro, de todos los géneros coleccionables que se imaginasen. Tenía colecciones de cuchillos, de cadenas, de yo-yos y hasta de computadoras. Su hogar era un palacete que más se asemejaba a un museo que a otra cosa; ahora, venido a menos y con la muerte chistándole por sobre el hombro, su hogr se me antojaba muy similar a una tumba del antiguo valle de los reyes, y casi esperaba que el día que muriese tapiaran todas las ventanas y las grandes puertas para dejarme encerrado dentro, siendo yo el último esclavo que proseguía al lado del moribundo faraón.

Ternel tenía un cáncer inoperable en algún órgano interno, pero sus familiares, dos hijos de aspecto servil, me habían descrito la dolencia como 'un parásito que lo consumía de a poco', y que solo había que esperar a que el viejo palmara para poder proseguir con la vida. Una de las lecciones más valiosas que les había enseñado su padre, cuando chicos, era que el tiempo jamás se detiene; y así me contrataron para seguir corriendo al lado de los segunderos y los minuteros, dejándome a cargo del palacete y del viejo de aspecto faraónico para el que, irónicamente, el tiempo había dejado de ser importante.

La casa era amplia y cómoda en funcionalidades, y Ternel pasaba casi todo el día leyendo en un amplio sillón, o con la mirada fija, como los gatos, en puntos vacíos del hogar, a la luz del sol. El resto de su existencia iba entre el baño y la cama, un amplio lecho de mórbida iluminación que me pareció, en un principio, el mejor lugar para que aquel simpático señor de calva prominente y barba dejada a menos pasara sus últimos momentos.

Tras unas cuantas semanas Ternel, que al principio parecía insondable, comenzó a dejarse acceder en breves simposios verbales. Me llamaba con nombres que se me antojaban de esclavo egipcio (vivía con él y me movía tratando de no incomodarlo) que jamás se parecían ni remotamente al mío, hasta que comenzó a llamarme Salamanquero, un nombre-apodo que jamás pude sonsacar qué relación tenía conmigo. La mente demente hace asociaciones simpáticas que jamás comprenderemos.

Comenzó narrandome grandes espacios de su vida, lo cual es totalmente normal y algo a lo que en ese entonces estaba acostumbrado. Como un General retirado, el moribundo rememora sus grandes victorias, sus épicas batallas, sus enemigos de siempre y las amargas derrotas, siendo siempre la inevitable aquella contra la muerte. Sin embargo Ternel era críptico (algo a lo que no le prestaba mucha atención), y alternaba anécdotas de la más sutil cotidianeidad con espacios de amplias descripciones de sus colecciones. Toda colección tenía un fundamento y estaba completa a su modo; todas las sábanas turcas que habían entrado por el puerto de Rosario en el año 1957, todos los cucús que había fabricado en enero de 1965 y, obviamente, su hermosísima colección de perfumes orientales, todos de un conocido mercader que vivía en Palermo.

Ternel veía cosas y hablaba con cosas que no estaban ahí, he dicho, lo cual no me alteraba en lo más mínimo y de hecho me fascinaba; la mente fracturada de un loco es algo que siempre me ha atraído. Por eso, cuando le hablaba a personajes que no estaban ahí, jugaba conmigo mismo a tratar de describir a ese amigo invisible, siempre distinto o siempre el mismo. Y cuando me narraba de las cosas que veía le prestaba atención, trazando posibles patrones de reconocimiento entre ellos. Había una aparición que lo sumía en la más lúgubre de las seriedades; la de una mosca gigantesca, del tamaño de un microondas, que hacía, según él, un ruido molestísimo cuando volaba, y volaba sutil y delicadamente, a los tumbos, por las paredes, el techo y los pisos de la casa, casi como un escuerzo más que como una mosca. Ternel hablaba de ella como 'La Mosca', como quien habla de algo evidente y de amplia aceptación en el mundo. Siempre aludía a que el día de la Mosca estaba próximo, y que no le tenía miedo, pero sí le molestaba que rondara tanto su casa con tanta antelación.

De todas las colecciones que Ternel tenía, de las que siempre hablaba con una melancolía dulce, había una que le molestaba e inclusive le irritaba; la de paraguas. Ternel había adquirido en una casa de Caballeros Ingleses, en pleno Londres durante un viaje, toda una colección de paraguas.

'Bueno, no toda' confesaba, molestísimo 'Hubo un paraguas que no me dijeron que tenían. Siempre intuí que los ingleses se burlaban de nosotros, pero ellos se rieron en mi cara; asegurandome con su prestigio de que era toda una colección de lo más fina, me vendieron todo el embarque sin titubear, sin decirme que había uno que jamás pude encontrar. Lo noté aquí, cuando los revisaba; el número de serie de la fábrica no mentía, y los cincuenta paraguas tenían que tener un hermano perdido en algún lado. Telefonee a la compañía y me dijeron que no era un error, que ellos me habían vendido todo el embarque y que posiblemente se tratara de un error de fábrica o un paraguas defectuoso que habrían reemplazado. Los demandé e inclusive ofrecí durante mucho tiempo bastante dinero para recuperarlo; pero jamás lo pude encontrar, y ese bendito paraguas se transformó en el punto suelto de mi colección, un falla que jamás pude reparar. Obviamente, los ingleses me estafaron; no todos los días cae un sudamericano loco pidiendo todo un embarque de paraguas para él solo. Era mucha plata junta', me narraba en las tardes.

Yo había visto la colección, en uno de los salones que tenía la casa; sobre una sobria estructura de cedro pulido, cincuenta paraguas negros, al mejor estilo inglés, que jamás habían sido usados. Y yo limpiaba la colosal casa siempre respetando las colecciones, pero imaginaba a aquel paraguas volando de manera siniestra sobre el lecho del moribundo, burlonamente. De hecho, varias veces le veía arrojar manotazos sobre sí mismo, mientras dormía.

La semana antes de morir, Ternel se despertó con un grito. Yo estaba terminando de lavar los platos cuando el grito del viejo sacudió toda la pirámide; era un grito de enojo, de frustración. Me apresuré a ayudarle, a preguntarle si necesitaba algo. Con los ojos totalmente lúcidos me dijo que había tenido un sueño en el cual la muerte le había revelado cómo derrotar a la mosca, y era con ese paraguas que había perdido.

'Es totalmente lógico' me decía, preso de un súbito frenesí 'No sé cómo no lo he visto antes. Siempre coleccioné cosas frívolamente, con algo de contento dentro mío por poseer tantas cosas. Pero en realidad soy un hombre sencillo; todas estas cosas no me sirven para nada, siempre lo supe. En realidad estaba buscando desesperadamente un arma contra la mosca. Era ese paraguas, y ahora lo he perdido'

Acto seguido, se sumió en un llanto profundo, como de chico, sumido en la más profunda desesperación. No hice nada para contenerlo; el desahogo viene mejor temprano que tarde.

Esa semana pasó sin demasiadas novedades, igual a cualquier otra dentro del gran mausoleo asquerosamente pulcro y lujoso del Señor Ternel. Solo noté en algunos momentos que se movía más que de costumbre, inquieto, como los perros antes de una gran tormenta eléctrica. La noche en que murió llovió largamente, y pasó sus últimos momentos con una disciplina casi marcial, cerca de sus sueños y su gigantesco lecho.

Hasta el día de hoy no puedo explicarme bien esa noche. Juzgo menester explicarme influenciado por el aspecto de mausoleo, mis escritos y la mente delirante del Señor Ternel el carácter que le dí a los hechos durante aquella funesta tormenta. Sentí que me llamaba como siempre, con el apodo de Salamanquero, a las tres de la mañana. Me aproximé a su habitación, donde ya reinaba un aire cargado de excitación; la casa entera estaba sumida en penumbras y cuando me asomé, en el vilo de la puerta para preguntarle que deseaba, se me antojó que una gran sombra flotaba sobre él, con los ojos como candelas, mirándome mientras él dormía inquieto. Un relámpago deshizo la ilusión óptica enseguida y, sacudiéndome por la luz y el susto propio, me acerqué. Ternel sudaba un poco, como hacen las personas en gran tensión. Tenía los ojos cerrados con esfuerzo.

Le pregunté si necesitaba algo y abrió los ojos, entrecerrándolos como un gran gato. Ahora más que nunca parecía un gato.

-La Mosca, Salamanquero- me dijo con un furor contenido en la tensión de la voz, dejándose amainar por la lluvia en los cristales del ventanal y la reverberancia del trueno en todo el mausoleo -La Mosca. La Mosca está cerca, casi tan cerca que la puedo saborear. Hace dos días que me mira fijamente, y sé que en cualquier momento entrará por esa puerta y yo estaré indefenso, desarmado. Será una derrota, Salamanquero. No puedo terminar mi vida con una derrota.-

Lo tranquilicé, le dí un sedante y me volví a dormir tras asegurarme que se había serenado un poco. Allí quedo Ternel mientras aguardaba, tenso, como un viejo gato que todavía puede dar pelea.

A la mañana siguiente, casi como si lo esperara, el faraón estaba muerto. Había fallecido en algún momento de la noche, y solo me restaba cumplir con mi trabajo notificando a los familiares y procurando que no me sepultaran con él. Pero los hijos de Ternel pagaron sus buenos pesos y me despidieron con una palmada en la espalda; casi me molestó el gesto despreocupado, y eso que no tuve la menor nostalgia de abandonar esa casa que había transitado durante dos meses.

Dos elementos me molestaron esa noche, pues no lo pude dilucidar ni puedo creer que haya sucedido más que en sueños o en impresiones sugestionadas por la presencia de la tormenta y la proyección de la demencia de Ternel. Cuando uno convive en onanista presencia de un enfermo mental, los límites de la mente tienden, si bien no a romperse, doblarse ligeramente.

Ya he dicho que la casa toda estaba bajo asedio de una tempestad eléctrica, y no podía distinguirse más que el ruido del viento en los tejados, la lluvia apedreando con gotas gordas y sin cicatrices los ventanales y los ratos que surcaban la noche, centellas peligrosas que no paraban jamás. Era imposible oír prácticamente nada en la inmensidad de la casa, y por eso tiendo a desmentir el hecho de que oí, a los tumbos, como si un cuerpo pesado marchara por el comedor, el cuarto de baño y el cuarto de Ternel (que estaba pegado al mío), ni tampoco el zumbido de algún insecto de gran tamaño cerca de mis oídos. Es absurdo, e incluso insulso, pero casi quedé convencido de que había un gato esa noche en la casa que, tímido y temeroso, buscó el refugio de la inmensa cama de Ternel como parapente de la tormenta que rugía fuera.

El otro hecho fue algo con que descubrí al faraón fallecido a la mañana. Como dije también, todo en él y en la casa recordaba a una tumba megalítica, con gran pompa y lista para ser sellada en cuanto Ternel falleciera. También he de mencionar, ahora, que murió con una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro plácido, barbudo y desordenado; y que, por inverosímil que parezca, fue encontrado en su mano, apretado por un rigor mortis de granito, un paraguas negro, de estilo inglés, que no coincidía con ninguno de los cincuenta de la colección que el viejo tenía.