lunes, 23 de julio de 2012

El Clavo

Todo empieza por los pies. Los pies son las raíces, lo que nos ata al mundo, se lo habían enseñado de chica. Luego las raíces se hacen nudosas y fuertes, para sostener el ramaje; esas éran sus piernas, velludas al mínimo, fuertes como la mejor madera. Después, el tronco principal y las dos ramas gemelas, hermanas enamoradas que se movían como los arroyos y los ríos; los brazos, el pecho, sus pechos apenas abiertos en flor. Finalmente, coronándolo todo, la flor que era su cabeza, con sus cabellos cayendo en negrura interminable, en resplandor de grasa natural.

Del cuello partía una cadena. Y al final de la cadena, estaba el clavo.

Le costó mucho entender qué era un clavo. 

Le costó mucho entender porqué se iba, porqué la llevaban. Porqué habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo. Ella venía de un mundo lento, de una vida lenta, donde las cosas pasaban en gran sintonía con el mundo. El mundo (su mundo, el de todos) era, en realidad, una cosa vastísima y hermosa que todos los días redescubría. Ninguna primavera era igual a la otra. Ningún invierno mataba a la misma gente. Ni siquiera los jaguares mataban siempre de la misma manera, ni tampoco el sol se ponía siempre igual.

El tiempo era cíclico. Redondo. Hermoso.

El mundo era precioso, abierto, enormemente abierto.

No había en su mente más que las gentes que conocía. Quizás unos que otros de otros poblados, quizás unas cuantas miradas huidizas. Quizás el miedo a romper el tabú e ir a bañarse durante sus días de florecimiento carmesí. No lo sabía; no podía saberlo. No medía las cosas en palabras, sino con caricias. No mataba con la órden, con la mirada, con la sabiduría; mataba por necesidad. Mataba moliendo trigo en el mortero, mataba pescando, mataba cuando necesitaba hacerlo. Toda su gente lo hacía así; y por cada cosa que se arrancaba de la madre, dos eran devueltas. Se plantaba, se criaba, se abonaba. Era curioso; las Machis nunca le habían dicho que las personas también eran cosechables. Solamente se mataba a otra gente cuando la gente rompía el equilibrio; por eso su gente había peleado contra los otros, esos otros que habían venido de tan lejos, con tanta imponencia y con tanto calibre en sus gestos.

Esos hombres mataban con la mirada. Asesinaban con la sabiduría. Aniquilaban con la orden. Y ella pensó, tersa y suave como era, que en realidad era el balance natural de la vida; ellos serían cosechados para que dos más fueran plantadas. En su mente, no existía cabida para otra cosa.

Claro, los clavos tampoco tenían cabida en su mente.

Las herramientas eran eso; herramientas, instrumentos hechos por y para la gente, para ayudar, nunca para destruír. Por cada árbol que se talaba, se impartía lo que se necesitaba; y si las herramientas destruían, era para algo productivo.

Algo raro había en los otros. Ellos usaban el metal en abundancia. Parecía que venían de algún sitio sin demasiado árbol como para talar, o que habían tenido que trabajar con lo que tenían. En realidad, ella los miraba y los sentía, y sentía algo de piedad por ellos. Se veían cansados y molestos. Todo el tiempo imprecaban en voces cuyo significado se le escapaba; pero el tono de voz era lo mismo en todos los idiomas. Y esos hombres estaban molestos, cansados, enojados. Sentía lástima de que esos hombres tuviesen que moverse por esos círculos tan horribles que eran los del invierno, los del cansancio constante, los del trabajo sin frutos.

Porque si algo respiraban esos hombres era necesidad. Necesidad de tener, de poseer, de encontrar. Y su mundo y su gente parecía ser lo más próximo que tenían a eso.

Pasaba de vez en cuando entre su gente, también. Cuando se trabajaba demasiado en algo, o cuando se pasaba mucho tiempo cazando, o cuando una pelea sencilla se dilataba en el tiempo, pasaba eso. Se encontraban frente a la sed de la madre, al hambre del padre. Todo eso se les venía encima y había que saber manejarlo para no generar insidioso conflicto. El conficto generado porque sí plantaba caos; y del caos nacían las peores de las hierbas. Por eso siempre se trataba de apaciguar las fieras, de respetar a los mayores, de vivir en un mundo tan armonioso como fuera posible.

Obviamente, la existencia de los clavos decía otra cosa. Esos hombres hacía mucho tiempo, probablemente desde antes que nacieran, vivían inmersos en una enajenación total. Por eso ella no tuvo miedo ni tampoco rencor. Los supo hombres en cuanto los tuvo cerca. No existía Dios ni Padre del Monte que hubiese podido fabricar clavos; esa tenía que ser invención de alguien más, de un hombre enajenado, frustrado, hambriento.

Porque le costó entender para qué servían los clavos, pero lo entendió durante el viaje.

El largo viaje a través del anchuroso lago que parecía no terminarse nunca.

Un clavo era una herramienta sencilla, que servía para sujetar algo; pero a diferencia de una soga o una cadenilla, el clavo hería, probablemente permanentemente, a la superficie donde se fijaba lo que fuera que se fijaba.

Cuando la subieron sobre aquella otra cosa, que al principio ella creía un animal y la terminó entendiendo como una choza flotante (asombrosa, en realidad), la sentaron con el resto. Muchos de los que se llevaban eran viejos; otros tantos, belicosos y resistentes durante la captura. Ella era pequeña y se dejaba llevar sin problemas. Tenía un aire de solemnidad tal que los otros, los hombres frustrados, eran silenciosos con ellas. Como un roble sacado de alguno de sus pagos.

Le pusieron los grilletes y la cadena al cuello. Clavaron la cadena a la madera del barco, y le dolió mucho. Pensó que los clavos eran armas, en un principio. Cuando varios se aflojaron a unos cuantos días, comprendió que eran amarres; pero amarres muy crueles y dañinos, porque lastimaban a la madera (que no por dejar de ser árbol dejaba de ser digna de respeto) y dejaban huellas de su labor de fijar, de retener, de castrar la libertad.

Ella lo veía todo muy claro, y no enfermó como la gran mayoría de ellos. Solo aceptaba el alimento que les daban, respiraba el amplio aire salado.
Y esperaba.

Porque sabía que esos hombres frustrados se los llevaban porque su mundo, el mundo del otro lado del lago, los necesitaba. Porque sabía que, por estar encerrada dentro de un habitáculo pequeño de madera hinchada, el mundo no había dejado de ser cíclico.

Durante mucho tiempo había querido ir con las Machis al monte. Y aprender de ellas y hacer la comunión con el monte, unirse con la madre y poder estar sola y en paz. Ahí estaba sola, dentro de sí misma. Claro que extrañaba el mundo claro y amplio, lleno de colores, de sensaciones, de sentimientos. Pero tenía la paciencia de los jóvenes, solamente. 

El clavo la retenía, los retenía. Los otros, los hombres ofuscados, habían encontrado después de mucho tiempo algo para calmar su sed de paz. Por eso se los llevaban; y el ciclo se volvía a completar, porque ella estaba segura que, donde los habían sacado, nacerían o serían plantados dos por cada uno de ellos. Ella sabía que era trigo llevado al mortero, pero era feliz con aquella sensación.

Aquellos hombres parecían tristes, mortales, trágicos. Parecían no entender que el trigo en el mortero no muere, sino que se transforma en pan y después, en hombre, cuando éste lo come. Ellos creían que podían encadernarlos a ellos, los árboles, la gente de los árboles, y por eso le costaba entender al clavo. 

Le costaba entender porqué había que ponerle una cadena a un árbol
Como si hubiera cadena que pudiera sujetar el crecimiento de un árbol. 
Ante el obstáculo, el árbol buscaba siempre el sol y seguía creciendo.
Torcido, pero seguía creciendo.

Por eso recordaba lo que las Machis le habían dicho. Empezar por los pies y sentirse árbol. Saberse trigo llevado al mortero.

El viaje duraba mucho, pero era mejor para ella. Los idiomas eran ajenos, y a veces se dirigían a ella; pero ella era un árbol. Los árboles miran fijamente y no hablan.

Solamente hacia el final del viaje, cuando llegaron al otro lado del gran lago, confirmó sus sospechas. Ese mundo, tan falto en árboles, los necesitaba. Ellos iban a sanar un mundo que se había olvidado de los árboles. Y cuando ellos hubiesen sanado ese mundo no harían más falta los clavos, ni la violencia, ni la sed innecesaria.

No, ella sabía, con todo su cuerpo, que podía sanar ese mundo. Ser una sola semilla de trigo en el mortero valía la pena.
Valía la pena ser pan, valía la pena volver a ser hombre.
Todo con tal de que cosas como los clavos y las cadenas no fueran utilizados de vuelta.

Antes que se la llevaran pudo mirar a uno de esos hombres tristes, como árboles quemados. Le habló en su lengua, pero supo que el hombre le entendía. Le habló con los ojos, en su lengua, pero sin sonidos. Quería preguntarle porqué su gente había olvidado los árboles. Porqué no dejaban que sus pies sintieran la tierra. Porqué no bebían directamente del arroyo. Porqué habían inventado los clavos.

El hombre no contestó. Y cada clavo que ella vio durante el viaje, sintiendo como penetraba la madera (la penetraba a ella) y se clavaba, dejando la profunda huella imborrable de su paso (marcándola a ella), cada cabeza de cada clavo se reflejó en los ojos de ese hombre.

Pero ella estaba feliz. Después de todo, había que alimentar a esos hombres. Y no había manera de hacer pan sin moler harina primero.

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