viernes, 13 de julio de 2012

El Hombre Invisible

El Lugar era bastante particular, especialmente porque se trataba de arquitectura rescatada de la demolición por un programa del gobierno respecto a sanatorios mentales; algunos hacían conjeturas de que si podían rescatar un edificio histórico de la sed de departamentos de las inmobiliarias, no les costaría mucho rescatar las mentes de sus queridos contribuyentes venidos a menos. Sea como sea, el viejo Sanatorio Neuropsiquiátrico Santa Helena se elevaba como una prisión, como un geriátrico, como un nicho que palidecía a la hora de la siesta, y acogía a la gente que no tenía dónde caer. Rescatábanse personas de toda índole y edades, sin discriminaciones, y su higiene descuidada y su olor a limpiador de pisos barato era un recordatorio total de que estaba pisando un edificio público.

El doctor Lensher, de quien hablaré más tarde quizás, me contó la curiosa historia de Mariano Fernández, uno de los internos con un conjunto de patologías dominadas y orquestadas por la obsesión, cuando estaba trabajando haciendo un artículo respecto a esas instituciones, años antes de que saliera la ley en contra de los manicomios. Aquí la transcribiré lo mejor que la recuerde.

Mariano Fernández había leído mucho de chico, hijo de un ferretero y una docente de nivel inicial durante la era dorada del Peronismo. Fue uno de los tantos chicos mimados de esa época, y terminó aplicándose durante la dictadura más a sus estudios que a otra cosa para evitar ser pasado por los hierros. De todas maneras, el mundo exterior o la Argentina histórica que le tocó vivir poco hicieron de él más que unos cuantos usos y otras tantas costumbres. Mariano era un verdadero fanático de los magazines, de las revistas de historias, de la ciencia ficción. Pasaba horas leyendo en la bilbioteca de barrio ediciones baratas y venidas a menos de los grandes; Verne y Wells eran sus dos tíos a los que jamás había visto pero con los que hablaba todo el tiempo.

Mariano creía que la Ciencia Ficción era un espejo en el que se reflejaba el futuro; quizá con alguna que otra distorsión, pero el futuro al fin y al cabo. Cuando vio el alunizaje del hombre por cadena nacional, tuvo la confirmación de que todo era real, que era un atisbo del futuro y que debía acatarlo lo mejor que pudiera. Así, el ya no tan pequeño Mariano Fernández se avocó al campo que más le fascinaba de todas las ideas que había leído y seguia leyendo; la invisibilidad. El relato del hombre invisible le carcomía las ideas y los días, y no podía ceder ante el pensamiento de que era una imposibilidad; en su mente, era totalmente real, y podría descubrirse el fundamento de ese principio que Wells solamente había esbozado en papel en cualquier momento, cuando la técnica y unas cuantas mentes sagaces la terminaran de descubrir.

Los psiquiatras fundamentaron su obsesión con el concepto de la invisibilidad gracias a su configuración corporal; Fernández era gordo y chueco, además de ser bastante feo de cara, y todo índice de relación social decantaba en el fracaso. Su obsesión por los libros lo hicieron todavía más aislacionista todavía, transformándose en un índice de burla y desazón de todos los congéneres y contemplativos que lo miraran. La invisibilidad era, según explicaban los doctos en medicina de la mente, la liberación de toda burla, la verdadera libertad en un mundo que lo condenaba al ridículo por como era y cómo pensaba.

Mariano, por su parte, se avocó al estudio de la óptica y la física, investigando paralelamente si habían existido algunos avances respecto a su obsesión; comenzó una larga cadena de cartas con círculos científicos que, a la larga, terminaron excluyéndolo por su insistencia y la molestia en su tezón de una investigación que tildaron de 'fantástica' y 'quimérica'. Contactó a un círculo de intelectuales, con sede en París, que creían en que la invisiblidad era un a posibilidad plausible; por ese entonces, Mariano Fernández tenía unos treinta años, trabajaba como Profesor y Optometrista y no cesaba de investigar y eculubrar teorías posibles que descartaba con la velocidad de un rayo. Durante el invierno de 1981 logró instalarse un pequeño laboratorio donde experimentar sin ser interrumpido ni ridiculizado por sus compañeros, o excluído, en todo caso; todos eran conscientes de su obsesión (al menos las personas con las que más tenía contacto) y no les gustaba su carácter intrínseco.

Durante el verano de 1983, tras un buen tiempo de ahorro, Fernández pudo viajar hasta París para encontrarse con aquellas personas a las que solo había conocido por carta, que se mostraban con teorías o principios un poco esquivos; tras un par de días de estadía decidió regresar, ya que el Círculo era apenas un conjunto de pomposos profesores, amantes de la ciencia ficción, que buscaban hipótesis pseudo-científicos para poder escribir un best-seller y dejar de trabajar durante unos cuantos años. Defraudado y nuevamente rechazado por su personalidad y su aspecto, Fernández entró en una depresión crónica que le llevaba, en forma de embudo, hacia un camino del que no podía volver.

Los psiquiatras se referían en este punto a que una obsesión estúpida como esa podría haber sido prevenida y anticipada, si no fuera porque Mariano se aislaba tanto y rehuía el rechazo, en vez de confrontar el conflicto; buscaba crearse una salida alternativa en vez de proseguir por el camino deseado.

Fernández tenía un diario, que llevaba día a día, al que pude echarle unas miradas. Lo comenzó en el otoño de 1979, cuando se recibió, y uno puede notar en las páginas como su estilo se pone más frenético, empezando cada vez más alentado y contento, pero debilitado con cada fracaso. La invisibilidad era un sueño que no podía alcanzar, y eso lo estaba volviendo loco.
Algunos de sus pasajes eran completamente crípticos, o quizás no tan crípticos, más si emocionales. Copiaré uno a ejemplo, del año 1984, tras su regreso de París:

"Mi cuerpo es la causa de todo aquello que siempre he recibido. Si hubiese nacido alto, rubio, de ojos claros y con una hermosa voz, todo sería diferente; de seguro me hubiese obsesionado con los viajes espaciales o temporales, o alguna otra realidad inacabada todavía. Pero no; debí nacer argentino, achaparrado, gordo y feo; una rata de biblioteca que no sirve para otra cosa más que para decirle a la gente que tan equivocados estaban en los exámenes y que tan ciegos están. No importa; sé que la invisibilidad es posible, sé que algún día seré invisible y la gente no podrá rechazarme, porque no habrá nada qué rechazar"

La obsesión de Fernández alcanzó un punto cúlmine en 1986, tras la muerte de su madre, único pariente que le quedaba vivo. En sus diarios se leen notas espaciadas y frenéticas donde reza "he descubierto el secreto de la invisibilidad, pero tiene un elevado costo" , o "Nunca pensé que el fruto de toda una vida de carrera científica devendría en semejante hallazgo". Sus ex-alumnos lo recuerdan más desordenado y desgradable por esos días , y ya no atendía en el consultorio oftalmológico.


Finalmente, su quimera personal terminó comiéndoselo vivo, psiquiátricamente hablando. Yo me había preguntado, o en realidad, había comenzado a preguntarle al doctor Lensher de su caso en particular pues era el único que parecía feliz en aquel lugar, aún a pesar de avanzar a tientas. El Doctor, con una sonrisa cansada, tras relatarme la historia que acabo de transcribir, ironizó "en cierta manera, alcanzó la invisibilidad. Fernández se fulminó la vista con algún cóctel químico que no hemos logrado descifrar del todo, dejándolo en un estado de ceguera irreversible."


Hoy día, con el Sanatorio Santa Helena desmantelado, no sé qué habrá sido de la vida de Mariano Fernández, ya un poco viejo cuando le conocí yo. Sus últimas notas en su diario rezan de decisión, de valentía; y se comprende, pues Mariano había descubierto que el alto precio de la invisiblidad era dejar de ver; y sin nadie que le mirara o le dijera nada feo, él también sería invisible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario