martes, 13 de diciembre de 2011

Setescientos mil Pesos Podridos

Detalle. Esto es un intento de salirse de la línea, un ensayo sobre otro ensayo de algún otro ensayo. Lea si tiene ganas. Si es aficionado a la Nicotina, absténgase.





El Sacerdote Católico Ezra Vodanovic escribió, hacia el año 1856, que mientras la compañía de Jesus, entre los que los religiosos se ordenaban como Jesuitas, volvía a cobrar de a poco cuerpo entre los miembros desbandados después de la sanción del Papa anterior, él se había topado con una historia curiosa entre las latitudes de nuestras pampas.

Ezra Vodanovic, de orígen Ruso, fue Sacerdote católico ordenado en Francia hacia el año 1814, un año después de que el Papa Pío VII decidió poner la orden en actividad. Ezra, proveniente del matrimonio de un padre ruso y una madre francesa, se interesó siempre en la actividad de su orden, especialmente en su trabajo en las américas, por ese entonces revolucionadas e independizadas casi en su mayoría. Hacia el año 1832 abandonó su Francia natal, con la que no se sentía identificado en lo absoluto, y comenzó con una serie de viajes con el supuesto objetivo del relevamiento histórico, humanístico y, obviamente, episcopal de la huella que la primera orden de la Compañía de Jesús había dejado tras de sí.

Fuera de las órdenes que recibió explícita e implícitamente, Ezra aprovechó el sincero acercamiento hacia los senderos, los caminos y las diferentes culturas de las que tanto había leído. Su manejo por las lenguas de las américas y su carácter ominoso, serio y respetuoso lo hacían merecedor de un buen espectro de respeto por la mayoría de los que lo recibían, pues a diferencia de sus coterráneos y congéneres, no predicaba abiertamente el catolicismo, y utilizaba su condición de Sacerdote solamente para asegurarse el pasaje, el techo y la comida, cumpliendo con la tonelada burocrática correspondiente.

La Iglesia correspondió los viajes de Ezra junto a los de otros sacerdotes, que menciona en diferentes partes de los textos que nos han llegado de él, más que nada porque algunos ancianos del consejo clerical en Roma todavía creían en el absurdo de que la Compañía de Jesús había estado en posesión de gran parte del tesoro de las Américas, sino de valiosa información respecto de su paradero, y la quería para sí.

La historia a la que haremos referencia conciernea su pasaje por un pueblito del litoral conocido con el nombre de Paso de los Santos, un pasaje comercial entre rutas que comunicaban Posadas con la gran mayoría de pueblitos que orillaban el Paraná. Cuando Ezra descendía en su camino hacia Buenos Aires, siguiendo el curso del manso río marrón, notó el casco de lo que parecía ser una vieja estancia y pidió acercarse para ser recibido por sus pobladores, a lo que los locales, junto con los indios, contestaron que aquel era un lugar maldito, una casa que debía quedarse en el silencio de la selva y nada más. Ezra no se extrañó de la supersitición de aquella gente, a la que él consideraba iguales a él, pero quizá llevados por algo más que el simple raciocinio.

La curiosidad pudo vencerle cuando observó que aquella estancia, que tendría el tamaño aproximado a una manzana completa, no solo tenía todas las aberturas tapiadas y apuntaladas, sino que ostentaba el sello de la compañía de Jesús por sobre la que parecía haber sido la entrada principal.

Decidió detenerse en Paso de los Santos, el pueblito en el que debían apostarse, por más tiempo del debido. Consiguió una casa y ofició varios servicios, puesto que el pueblo estaba sin párroco por el momento, mientras el Padre Gutierrez estaba de viaje en Buenos Aires. Hacia el norte se trataba a los guaraníes con algo más de gentileza que en el resto del país, y los criollos abundaban bastante, pues el español y el indio habían peleado varias veces contra los mercenarios del brasil que atravesaban la frontera a la caza de esclavos para mano de obra en los cultivos, hombro con hombro. Además, se enteró Ezra, los Jesuitas habían contribuído bastante con ello, enseñándoles a los guaraníes a leer y escribir, dándoles de comer y enseñándoles carpintería y otros oficios.

En el tiempo que pudo detenerse en Paso de los Santos, el Padre Ezra visitó varias veces aquella estancia blancuzca, pintada a la cal, edificada toscamente en una saliente del Paraná que dominaba un lindo brazo de agua. Tanto los criollos como los indios rehuían aquel lugar y le decían que nada bueno sacaría de ahí, pero nadie podía contarle la historia de aquel lugar. Ezra había, mientras tanto, escrito varias cartas solicitando investigaciones en Buenos Aires, pues por desgracia gran parte del registro escrito de los Jesuitas se había quemado durante la expulsión de la orden de América, y había cabos sueltos por todas partes. El Padre Ezra no era lento ni perezoso, ni tampoco idiota, por lo que mientras esperaba la respuesta de Buenos Aires, que tardaría su buen tiempo, trabajó con la gente de aquel lugar codo a codo, forjando una buena amistad que duró un buen tiempo.

Así el Padre Ezra Vodanovic llegó a conocer a un guaraní muy anciano y respetado, el último de su generación, que vivía a la vieja usanza todavía pero sabía leer y escribir, como le habían enseñado los Jesuitas, a los que había conocido hacía cincuenta años. Aratirí, así se llamaba el guaraní, tenía varias historias encerradas dentro de sí, pero confiaba poco en Ezra. Era viejo y se había vuelto desconfiado después de haber pasado una vida por la violencia de la independencia y las traiciones anteriores entre españoles, criollos y propios guaraníes. Al fin, Ezra logró sacarle la historia de la casa blanca que descansaba a orillas del Paraná.

Aratirí recordaba que por ese entonces, cuando él era pequeño y los Jesuitas se habían ido monte adentro a construír otra reducción, quedó apostado en Paso de los Santos un Sacerdote Católico Italiano de nombre Eretti. Era raro ver entonces Italianos por ahi, exceptuando que fueran hombres del clero, y aún así, era raro. Eretti hacía constantes planes para Paso de los Santos, mientras ordenaba los servicios del pueblo. Correría el año 1760 cuando Eretti decidió erigir un Claustro en aquel espacio, pues pregonaba que la tierra que circundaba Paso de los Santos estaba bajo indicios de algo mayor que la simple ignorancia de los guaraníes. Había mucha corrupción en las Indias, y él daría su vida por limpiarla.

Hizo correr la voz en Córdoba, Santiago del Estero y Buenos Aires de aquel claustro. Como cualquier claustro, atrajo lo típico del cuerpo clerical y sus adyacentes. Discapacitados mentales, inhábiles e idiotas de todo tipo y color, así como hijas demasiado feas como para ser casadas y prostitutas que se habían volcado al clero, y un conjunto de monjas de la cofradía de San Francisco, todas demasiado viejas como para otra cosa que morir en un claustro. Por ese entonces todavía vivía el que fuera el último Payé de aquellos guaraníes, el que los españoles apodaban Carancho, y no veía nada bueno en todo aquello. Aratirí recordaba que les había rebelado que de seguro aquellos blancos ocultaban algo, pues todos sabían, en rumores, que el Padre Eretti se había hecho traer desde el continente un conjunto de prostitutas que manejaba por detrás de los telones oficialistas.

El claustro tardó cuatro años en ser construído, y Eretti, entre bendiciones y demáses rituales, hizo pasar a toda la población a ser emparedada voluntariamente, y cuando la última entrada estaba siendo tapiada recordaba Aratirí verlo sudar, como esperando algo. Al fin llegó una carreta cargada de mujeres, entre las que algunos reconocieron a las prostitutas que se le adjudicaban al Sacerdote, y entre gritos el Padre Eretti las hizo pasar. Una vez entraran todas las mujeres con sus bultos, la entrada fue sellada con el sello de los Jesuitas, pues el Padre Eretti sabía que los guaraníes respetarían a la órden, con la que guardaban excelentes relaciones, también protegida por la corona española.

Todo dio un vuelco cuando se ordenó la expulsión de la orden de América. Gran hambre de oro y tesoros se despertó entre los hombres que comenzaron a pensar en qué podría haberse atesorado en el claustro del Padre Eretti, pero el sello de los jesuitas aún guardaba gran respeto entre guaraníes, que no tocaron una sola piedra del edificio. Solo años más tarde, cuando llegó una expedición de Dominicos, con unos cuantos criollos y españoles, el claustro fue vuelto a buscar. Habían pasado casi veinte años desde que el Claustro se cerrara, y en contra de cualquier norma legislativa o clerical, el Claustro fue forzado de vuelta a abrirse, pues el Papa había ordenado que no quedara ni un Jesuita en América, y aún quedaba uno, el Padre Eretti, quien se había adjudicado el ordenamiento.

Entre los criollos hambrientos de tesoros y los feligreses hambrientos de gloria celestial se abrio el Claustro. La escena que encontraron fue bastante lúgubre, puesto que en aquel lugar, en el que se suponía se expiarían pecados por lo que les restaba de vida, solamente se hallaban cadáveres diseminados por doquier, con señales de violencia por doquier. En el gran patio central, a manera de osario, grandes cantidades de cuerpos, entre ellos los de las Monjas Fransciscanas, yacían cerca del pozo de agua, ahora estancada y putrefacta. Se registró la estancia entera en búsqueda de algún indicio que explicara la muerte, pero la supersitición y el miedo fueron más fuertes y dejaron el Claustro cerrado sin explicación alguna. No había ahí nada, ni siquiera los cuerpos del Padre Eretti y sus prostitutas. La explicación más lógica fue que algún infiel o algún retrasado mental había estallado en cólera en contra de su gran confesor, el único Sacerdote del Claustro y su séquito de mujeres, y la violencia había tenido su orgía en un lugar del cual no se podía escapar.

El Padre Ezra escuchó la historia de Aratirí y sacó sus propias conclusiones. No parecía tener sentido toda aquella historia, pero era normal que la gente rehuyera un cementerio, especialmente uno mencionado como lo hacía Aratirí. La presencia de las prostitutas también era desconcertante, pues era extraño que un hombre que, al parecer, había manejado mujeres del oficio toda su vida, se olvidara de todo aquel asunto y decidiera morir viendo siempre las mismas paredes, de un día para el otro.

Ezra hizo averiguaciones por su lado, al mismo tiempo. Descubrió que los criollos y los españoles consultaron los textos jesuitas y los registros del propio Eretti para ver a donde habían ido a parar los "donativos" con que las familias enviaban a sus desdichadas hijas a morir entre las cuatro paredes del claustro. Resultó que la Catedral de Buenos Aires jamás recibió aquella suma, evaluada en unos setescentientos mil pesos, pues se suponía que estaban alojadas en la reducción jesuita, cuando los archivos de la reducción decían que habían sido enviados a la capital.

Con el arribo de los hombres de Buenos Aires, Ezra hizo lo que era lógico. Abrió el claustro nuevamente para examinarlo de pies a cabeza, intentando aclarar el misterio.

Las narraciones de Aratirí eran casi exactas, pues el panorama poco sacralizado que tenía aquella estancia definía que allí había reinado la peor de las suertes hasta el último instante. Pero el Padre Ezra era un hombre recio y no se rindió ante una pila de cadáveres, por más que sus hombres estuvieran algo inquietos.

Efectivamente no encontró los cadáveres de las supuestas prostitutas ni el del Padre Eretti hasta que uno de sus hombres notó que el altar de la pequeña capilla se movía. Apenas visible, el altar daba a un pozo en la tierra que se internaba hasta lo más profundo, zigzagueando en dirección al Río. Por algún extraño motivo, torcía casi llegando al río, dirigiéndose de nuevo hasta los caminos del pueblo. El pozo-túnel terminaba en una pequeña cámara, donde se hallaron los cuerpos de ocho mujeres y el del Padre Eretti, muertos hacía sesenta años. Ezra se hallaba más desconcertado que antes, y sin embargo todo aquello debía tener explicación. Un examen más cercano reveló varios detalles respecto a aquella historia, que pudo ser recogida en conjeturas del Padre Ezra.

Al parecer, Eretti quería fugarse con su compañía de prostitutas desde hacía años, pero nunca lo había conseguido. Con la vigilancia de los jesuitas y los españoles le resultaba casi imposible. Al fin, los jesuitas partieron y lo dejaron a él solo, que utilizó el claustro como excusa para perderse de vista con sus mujeres. El dinero que había recibido de los parientes de los enclaustrados se había ido con él, a un escondite en algún lado a orillas del Paraná. Ni bien la última piedra del claustro estuvo puesta, Eretti y sus mujeres desaparecieron, cavando debajo del altar en dirección a aquel punto que guardara el dinero y algún medio de transporte para cruzarlos del otro lado del Paraná. Evidentemente, Eretti y sus mujeres se había desorientado bajo tierra. Con la imposibilidad de volver fuera para orientarse, mal alimentados y mal vividos bajo tierra, no tardó mucho para que la única pala que llevaban se rompiera, sellando su destino para siempre. La explicación del claustro era simple, pues en ningún lado se veían instrumentos, ni cocinas, ni baños. Nada para que realmente un claustro funcionara. Probablemente las Hermanas Fransciscanas hubiesen subsistido unos días, intentando pedir socorro, pero el Claustro había sido construído aislado de todo aquello precisamente para evitar la ayuda del exterior. A Eretti nunca le importaron aquellos que dejó sobre la tierra.

El Padre Ezra finaliza su relato diciendo que aquel Claustro fue limpiado y demolido, y que hoy día se erige allí un cementerio donde se dio debida sepultura a todas aquellas víctimas de la codicia de un hombre. La barranca del río fue revisada en busca de lo que el padre Ezra supuso sería la ruta de escape de Eretti, pero con sesenta años de desgaste y sedimentación del perezoso Paraná de por medio, hubiese resultado inverosímil encontrar algo.

El Padre Ezra continuo su viaje, asi como el resto de nosotros prosigue la lectura. Es increíble considerar que esto haya sucedido en algún lugar del litoral, pero también puede haber resultado verosímil. Después de todo, el Padre Ezra Vodanovic puede ser tanto una leyenda como un hombre que vivio realmente, como el resto de las cosas que de registros históricos dependen. Quizá se tratase de un seudónimo inventado por algún escritorzuelo, amigo de Quiroga. Yo, por mi parte, pesco a orillas del Paraná con sumo cuidado, y lo que es mejor, me quito el sombrero ante cualquier cementerio que linde sus orillas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Como andar en Bicicleta

El descanso eterno es algo que muchos ansían antes de tiempo. Esto era lo que contemplaba el pensador mientras leía textos en un lecho exiguo, antes de sumirse en las sombras que antecede inequívocamente al sueño. Sin embargo, todos sus sentidos se encontraban agudizados; el lúgubre manto de la serena noche, que como una niña jugueteaba moviendo las piernas, sentada sobre el edificio que éste habitaba, cantando canciones de cuna para los moribundos, le sometía a la expectación y a la miseria de saberse pobre de descanso y de cuerpo. El pensador era un hombre corriente en cierto sentido; trabajaba para un diario y unas cuantas publicaciones independientes que mal pagaban sus vicios y sus costumbres; pero en esos momentos se hallaba en la casa paterna, casa de campo de relativa cercanía al mar, que poseía un hermoso jardín al que daba el ominoso ventanal en que desembocaba su habitación. El jardín, que otrora hubiese contemplado mejores tiempos, cuando su madre vivía y retozaba sus horas de ocio entre plantas y orquídeas, ahora se extendía en extensa y lujuriosa vivacidad, con la frescura de la lluvia que la primavera arriaba con extrema prontitud. El pensador usaba esa casa para descansar solo cuando su padre, un hombre de costumbres hurañas y carácter ídem, estaba ausente; su cercanía generalmente provocaba la discusión y la repulsión natural. Ausente su padre y con su madre velando desde las estrellas, el pensador podía transitar aquel paraje, medio natural y medio urbano, sin temor a encontrarse sino con sus propios demonios.

Siempre había sido influenciable, y siempre había encontrado en los silencios del descanso ajeno el fruto y el producto de sus más finos pensamientos, así como de los más bajos. Encontraba en esas horas nocturnas una libertad sin puertas ni ventanas, así como también su propio poderío. El Pensador era un hombre corriente frente a la humanidad, pero así como su padre poseía el jardín de su difunta esposa para recordarla en su decadencia, él poseía una imaginación tan vasta como fructífera. Desde muy temprana edad había aprendido a inmiscuirse en sus propias fantasías y perversiones, especialmente en las perversiones, pues la prohibición hacía más excitante la búsqueda. Baudelaire hubiese dicho que daba lo mismo, pero a él la indiferencia francesa no le provocaba nada, y se sentía ajeno y rechazado con la sola idea de apartar aquel, su dominio y su reino, de su propio alcance.

El Pensador dejó los textos y el humo, y se concentró, como siempre hacía que accedía en aquellos páramos, en las cosas simples que generalmente huían a su concepción; el resplandor de la luz eléctrica y las sombras que dibujaba, sus esquemas garabateados en grafito, prendidos con tachuelas a las paredes carcomidas y dejadas; sus propias palabras, su respiración, el pelo de su cuerpo que sentía la brisa que entraba por el amplio ventanal, la humedad que se amontonaba en sus ojos y su nariz, la sed de algo más que agua.

Casi sin darse cuenta, apagó la luz para que las estrellas y la poca luna que existían en ese entonces rozaran, casi con placer, la silueta de la vegetación frondosa que reinaba sin trampa y sin remedio sobre la soberanía de la tierra, inamovible y generosa. Reposando sobre el ventanal, vio la casa, se vio a si mismo, y vio al Pensador. El ajetreo del día a día no permite al hombre común ver cómo se transforma en amo y señor de toda cosa que desea, o que piensa, o que ama, o por lo que se apasiona; pero en aquel plano íntimo y solitario se miró a sí mismo y se dijo; aquí soy y allí no soy, como si hubiese sido la Alicia que atravesaba el espejo para darse cuenta que el reflejo era la verdad y la verdad, el reflejo. Aquí la mentira cobra cuerpo y deja de ser fantasía. Aquí soy el guerrero celta que se abre camino entre los frondosos bosques hunos; allí soy simplemente un engranaje más de la máquina. Aquí soy la virgen dispuesta a que el corazón le salga del pecho para demostrarle la devoción al Padre Sol; allí tengo cuarenta años y una madre muerta. Aquí, soy el Señor que camina por sobre el aire, sin caminar y sin aire; aquí soy espora, soy hongo, soy vegetal que sorbe la frescura de la noche. Allí soy un tipo que no sabe bailar el tango. Aquí sigo siendo yo, aunque me revista de mil cosas, y puedo crear al individuo que quiera, sabiendo de inmediato toda su existencia y teniéndolo en la palma de mi mano; si quiero que su destino sea férreo, así será, y si quiero que demuela su destino, así también lo hará. Allí, sigo siendo el que no tiene paciencia en las bibliotecas.

Aquí no estoy solo. Soy uno y en ese uno soy todos y todo lo que creo. Y en todos esos, que también soy, se crea el libre albedrío, y apenas termino siendo un canal por donde su libertad fluye hacia el mundo y hacia el cosmos; aquí, mis hombres, mis monstruos, mis demonios y mis sombras; mis pensamientos son ellos y yo los dejo ser, y retorcerse y multiplicarse.

Y allí… allí apenas puedo discutir una prórroga para pagar el gas.

El pensador ya era consciente de todo aquello; pero así como cuando andamos en bicicleta después de mucho tiempo y no necesitamos saber cómo andar, pero el registro del cuerpo nos permite disfrutar de una sensación casi olvidada; así, así, de la misma manera en que el disfrute está en el falso olvido en que creemos, a veces es mejor volver a decirse las cosas, o darse el espacio necesario para reconsiderarlo. Los engranajes no piensan; funcionan, o no funcionan. En su defecto, maquinan, pero no piensan.

Sabía lo que era y lo que hacía. Y en el placer de la paz halló la felicidad, mientras el todo que era su mundo giraba y lo contemplaba, sin ser feliz, o triste, o calificándolo de manera alguna. Él no solamente era el creador. Era también el canal por el que todos ellos existían. En su cuerpo estaban encerradas las sensaciones de miles de criaturas. En su psique los escenarios inimaginables a otros ojos.

Igualmente, sabía que lo mejor no había pasado todavía. El Pensador lo sabía porque el que anda en bicicleta también sabe que la primera felicidad de retomar el hábito es superada por otra, que es la de moverse hacia algún punto. Dejó que sus criaturas tomaran cuerpo en la casa paterna, sin alterar el orden físico de la casa pero sí alterándolo a él. Tenía sed, sed de crear, de verse sumido en la fiebre creadora que produce una sensación incomparable al moverse por las aristas del pensamiento Sed de beber del cosmos verdadero y del que él creaba, que al fin y al cabo eran el mismo, y de consumir y ser consumido a y por sus propias entidades. Las entidades que cobraban cuerpo lo sabían y lo esperaban, expectantes.

Pero así como el que anda en bicicleta tiene una bicicleta o un paseo favorito, el pensador también tenía un gusto particular, un personaje que quizá había sido uno de los primeros en ascender y en cobrar cuerpo; el del súcubo que ahora se paraba, imponente, por sobre el jardín nocturno. Había adoptado mil y un formas a lo largo de los años para su deleite, y a veces para su terror; le había hecho explorar más de un sentido de la sexualidad y había desenterrado el animal de sus entrañas, así como al loco. El Pensador sabía que el súcubo era el principio y el fin de todas las dimensiones en que cabía. Por eso dejó que la mujer tatuada, que ahora caminaba hacia él con un leve contoneo, se abriera paso y entrar en su habitación. Y también dejó que el súcubo le abrazara, sin temor a equivocarse, pues luego de años de satisfacer a su creador y su consecuente servidor, le conocía lo suficiente como para quedarse tranquila de saberse hacer lo correcto.

El pensador tomó la calidez del abrazo, la suavidad de la piel de su espalda, el perfume de su pelo y la opresión en el pecho, las piernas y el vientre. Luego miró al súcubo y le sonrió satisfecho. Tantísimo tiempo parecía haber pasado desde su partida, que realmente, a ese punto, volvió a sentirse feliz y contento.

El hombre dejó que su cosmos fluyera lejos de él, que fuera libre y que poblara aquella noche tan serena y contenta. Soñó profundamente, sin saber muy bien porqué, con bicicletas y con paseos.

domingo, 23 de octubre de 2011

El Pensamiento como Consecuencia

La cabeza de un hombre se compone de varias cosas. Específicamente, de la estructura que lo sostiene como hombre; luego, de aquella otra que lo distingue de los otros y lo ayuda a solventar miles de cosas que suceden a su alrededor, como por ejemplo lo que se conoce como personalidad. Más allá esta la oniria, donde el hombre es víctima de sus propios fantasmas, y luego, la génesis del pensamiento, donde el hombre es amo y señor de todos los demonios que se le antoje.

No es casualidad que un hombre cuente con más demonios a su carga cuando más joven es. La vida de un hombre, como ha quedado demostrado en varias ocasiones, es la perfecta síntesis del ouroboros, o cualquier otra analogía simplista que demuestre que el final es donde parten, parafraseando una pieza musical. Dentro de la medicina moderna se conoce este fenómeno del hombre retornando a sus primeros ciclos de vida durante las últimas décadas de existencia física, y se toman todas las medidas justas y necesarias como dicta la ciencia moderna y occidental para contener al hombre. Pero me estoy yendo de foco, pues no es el hombre en sí lo que me interesa, sino expresar otra clase de cosa.

La génesis del pensamiento o el ejercicio del pensamiento libre tiene su espacio justamente en el lugar donde un hombre pueda escucharse a sí mismo. De esta manera, podemos deducir que cualquier persona que piensa y no piensa está ejerciendo su libertad de acción y su libertad como crítico y hacedor de su realidad solo en los momentos en que no está rodeado de factores que lo distraigan, lo ocupen o, aunque sea, lo muevan por los hilos de la rutina.

La Máquina ha sido diseñada por el hombre, es cierto, pero la máquina ha sido diseñada, como toda creación humana, durante los tiempos en que sus creadores podían ejercer el pensamiento libre, la génesis de todas las cosas que nos rodean y que son producto del hombre. Inclusive puede deducirse que fue astutamente diseñada para evitar el ejercicio del pensamiento libre, o, en la mayoría de los casos, atenuarlo lo suficiente como para que el hombre común, a quien el escritor le habla, no pueda tomarse su tiempo para contemplaciones lo suficientemente importantes. Sin embargo, así como el hombre no es perfecto, la Máquina tampoco lo es; y aunque se ha ido perfeccionando con los años, agregando cachivaches y nuevos engranajes para facilitar la distracción, no logra su objetivo por completo, que es en primer lugar la estructuración del hombre en el molde, y luego, la sumisión y la cooperación, quizá la palabra más importante que determina a la Máquina.

El hombre sin ejercicio del pensamiento libre, habrán observado, no es hombre. El pensamiento libre como génesis de todo lo que un hombre hace o deja de hacer determina que un hombre no puede serlo sin tener su propio espacio. Lo que genera la Máquina, fuera de un alto índice de hombres descontentos, ha sido una buena manera de verse envuelto en un marco social o estructural del que ya no se puede escapar, pues la Máquina también adoptó la forma de Ouroboros y aunque se devore a sí misma, se perfecciona y se ve cada vez mejor, más moderna, cambiando a lo largo del tiempo.

La Máquina ha tenido grandes tropezones, no obstante. El hombre es impredecible, y la Máquina, como buen mecanismo que es, no puede adaptarse a un cambio drástico y repentino. Quizá la mayor lección que haya aprendido ha sido que el hombre necesita su pensamiento libre, el ejercicio del pensamiento crítico y la síntesis de la realidad y la libertad para un pleno desarrollo. Es por esto que la Máquina ha desarrollado miles de artilugios para mantener al hombre ocupado al punto de suprimir en su gran mayoría todos los supuestos intentos de libertad que realmente lo descolocan del molde, dandole en su lugar la fantasía del libre ejercicio cuando solamente lo está realizando dentro del perímetro designado por la Máquina.

Una realidad cruda con la que cualquiera puede toparse resulta bastante cruel, en consecuencia; la verdadera libertad no existe dentro de los perímetros de la Máquina, y la que ha quedado afuera, ya que estamos tan acostumbrados a los entornos de la Máquina, nos resulta horrorosa y demasiado vasta para conocerla del todo. Nos negamos a abrir nuestro pensamiento hacia la libertad, pues estamos demasiado a gusto en los perímetros que nos han sido asignados, y nos conformamos teniendo una vida finita (como todo hombre) dentro de parámetros que nos ayuden a morir con relativa dignidad.

Estas palabras, querido lector, no son sino la síntesis de miles de voces de alerta que otros hombres han enarbolado ya antes como banderas. Orwell es solamente uno de ellos; les invito a que empiecen a enumerar casos de otros que nos han advertido antes, y que han sido tomados como una linda referencia que hay que mirar de lejos.

Este texto también trabaja en función de la Máquina, después de todo; no existe la originalidad en esta clase de pensamiento, ni tampoco otra función que la de la difusión. Y, como siempre, la Máquina vuelve a ganar, pues ha aprendido a lo largo del tiempo que es mejor asimilar que aniquilar.

Querido lector, espero que haya pasado un lindo rato dándole un par de caramelos a su mente. Cierre la puerta al salir y aléjese de la nicotina; no hay máquina que lo salve de eso.

miércoles, 19 de octubre de 2011

La Puerta-Pincel (sobre las analogías)

Usualmente los planteos filosóficos no suelen tener realidades físicas comparables, exceptuando unos cuantos casos puntuales contados con los dedos de una araña (y las arañas retroceden ante las manos, llenas de dedos). Más que nada, el filósofo tipo tiene que recurrir constantemente a las analogías, las metáforas y las parábolas para darse a entender, para arrancar del abstracto del esqueleto lógico que se arma en su mente los conceptos que quiere transmitirle al mundo. Es por esto que durante muchísimo tiempo gran parte de los escritos de este tipo se ven plagados de rellenos, adornos y cualquier clase de chucherías con tal de darse a entender, como si la estructura lógica fuera el armazón, el tallo y las espinas que hay en una rosa, y la metáfora, la rosa misma.

Esta analogía, sacando de lado el hecho de que justamente hablamos de este tipo de recurso literario, es de las más simples que se le puede dar a cualquier significación, pero cualquier lector de esta clase de textos encontrarán en estos y otros escritos reflejos de esta clase de muletas simbólicas, dando la errada percepción de que el filósofo es un artista en parte, cuando en realidad, es en parte un artista.

Bukowsky dijo hace ya bastante tiempo que 'un intelectual es una persona que dice algo simple de manera complicada, y un artista es una persona que dice algo complicado de manera simple'. Agarrándonos a esta idea puede saberse que en cierto tipo y cierta clase de textos estos dos antagonistas se concilian, y las hay también en las cuales no existe conciliación posible, especialmente en el período histórico en el que nos encontramos.

Hay que admitir una cosa. Cualquier arte, sea cual fuere este, está dirigido y tiene su génesis en una parte alógica del hombre, parte de su base física animal y su carga sentimental sublevada, a veces, por el uso de la psique. El arte de la palabra no escapa a estos parámetros; lo que se evoca con ello es tanto deleite para la mente como chupete del corazón. Pero como se mencionaba antes, atravesamos un período histórico por el cual el arte ha sido separado de su verdadera mención, o por lo menos, el sentido que el autor tiene respecto al arte; se lo utiliza como si fuera un vehículo de muchas cosas y se prostituye, a veces, al mejor postor; más el arte por el consumismo propio muchas veces carece del verdadero sentido de arte que antaño se le daba. No vamos a ponernos a explicar qué es lo que se ha perdido, pues deberíamos hacer un detallado informe sobre el cambio simbólico en la carga artística, prerrogativa que no nos interesa atender ahora. Sí aclararemos que el arte ha perdido, en general, el carácter humanístico que lo caracterizaba, al darle la mano al sistema monetario de turno.

Por el otro lado, y con ese sentido de arte banalizado y ninguneado, los filósofos de turno cada vez se vuelven más abstractos, teóricos y difíciles de asimilar sin el necesario andamiaje anterior. Son pocos los casos contados hoy día en que las grandes mentes del pensamiento contemporáneo cesan de discutir en su códice pre-pactado para poder hablarle al mundo entero, cuando no se ve realmente que la analogía es la mejor manera de introducirse en cualquier mente. Todo esto viene de parte del andamiaje previo que cualquier hombre tiene, trae y consigue en su propia persona. De esta manera, se podría lograr destruír un poco el abstracto para poder conseguir el consenso común a través del arte de la palabra en su forma más esencial: la analogía.

Hay un detalle que, igualmente, perturba al lector y al autor al mismo tiempo. La previa analogía de la Rosa nos hace pensar que solamente los pétalos de la rosa en sí (el arte) es lo que llama la atención y hace a la Rosa una Rosa, mientras que la estructura que la sostiene (el andamiaje lógico abstracto) es poco notado, o innecesario. Puede discutirse sobre esta analogía miles de puntos de vista, pero el que preocupa es el hecho de que una rosa no puede ser rosa sin pétalos, ni sin tallo, ni sin espinas, ni tampoco sin hojas. Para vivir, una Rosa debe tener todos estos elementos consigo.

La deducción más próxima es, entonces, que un hombre no puede ser hombre sin tener su carga artística y su andamiaje lógico consigo. Pero esto es una deducción de segunda mano de una analogía, así que tómenla como de quien viene.

Querido lector, una vez más muchísimas gracias por su lectura. Lo despido advirtiéndole una vez más que se aleje de la Nicotina. Nos leemos al rato.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo Diametral como Proceso

Es increíble lo cíclico que puede llegar a ser el hombre. Probablemente la mayoría de nosotros tengamos nuestro propio ciclo, sin anunciar o sin precedentes, establecido quien sabe porqué; algunos le daran su fundación en la psiquis, otros en los instintos o en la mudeza de los cromosomas; algunos otros, en una serie de factores inconmensurables que poco a poco se agolpan en la vida de todo hombre. A nosotros sinceramente no nos importa si se sabe o se conoce la razón con la cual alguien puede llegar a interesarse en esto: el chiste es el ciclo en sí, no sus orígenes.

El ciclo está formado por tantos elementos como uno quiera ver, como siempre, y como decía el bendito francés que jamás dejó notas escritas; el punto de vista determina el objeto de estudio. Podemos verlo como un complejo zodíaco porque nos gustan las doce divisiones, y quizás otros podrán tener en cuenta otras cifras, otros simbolismos, otra morfología de dividirlo. Como en este blog lo que se intenta es ser lo más simple posible desde la concepción del escritor, vamos a ir al grano y a dividirlo en dos, como tantos nos encantan las polaridades y las dicotomías.

Tenemos dos posiciones, dos ángulos, dos temperaturas, dos maneras de verse a sí mismo; pero lo imprescindible siempre es ver lo que el proceso hace (o nos hace) hacer. La gran mayoría de nosotros podrá identificar en esta parte del proceso como a la persona que descansa y a la persona que trabaja, la persona sumida en la fiebre loca del creador y a la cual la mente le lleva por parajes inexplicables. En síntesis, ambos son dos caras de una misma moneda, lectura y escritura, o escritura y lectura, dependiendo de vuestros gustos.

Generalmente lo que podemos deducir de todo esto es muy simple; la vida de un hombre se escribe y se lee al mismo tiempo, o quizás por turnos, o, quien dice, quizá no exista esa parte de escritura o aquella otra de la lectura. Y aunque el mundo esté poblado por gente que solamente quiere escribir o que simplemente quiere leer, es difícil engañarse y dejar pasar el resto de guiños inconfundibles que tenemos en nuestra propia naturaleza. Es una cosa que el hombre no puede conciliar debido al miedo que provoca, pero que sin embargo es inherente a la naturaleza humana misma; el hombre es totalmente mutable, es inestable, es incongruente y es incognoscible en toda su dimensión, ni tampoco está totalmente completo en todo momento. Lo más cierto es que todo aquello sobre lo cual no podemos tener control nos excita, pero de la manera que lo hace una trama terrorífica, en la cual sufrimos el papel de víctimas simplemente para ver qué había adentro del ropero. No existe tampoco el hombre sin un ápice de curiosidad. Los hombres que se jactan de simplistas tienen sus gramos de mediocridad y sus kilos de razonamiento; pero tampoco existe el hombre simple en ese sentido. Un hombre simple como se define en la teoría tendría el mismo animus de una piedra.

Todo este texto de poco sentido y desordenada lógica nace de un planteo simple, que es uno de los más abundantes que pueblan la mente de los hombres -en gran parte gracias a la sociedad que nos hemos construído-, y que es simple en el planteo y difícil en resolución; qué hacer con tu vida. De una manera u otra, el hombre tiene una llamada hacia algo con lo que se siente cómodo haciendo o creando, y como los hombres también llevan la semilla de la génesis consigo a todos lados, ese algo es lo que los va a llevar bien adelante, y bienaventurados los que tienen esa llamada del deber o del ser (básicamente, lo mismo) en un lugar cómodo dentro de la sociedad. Sin embargo gran parte de los hombres que nos pueblan no están del todo satisfechos (saliendo de la frustración constante, que es tema que la Nicotina tocará en algún otro momento), puesto que su llamada o su foco está en un lugar en el cual la sociedad no facilita la llegada; es más, a veces la complica en exceso. Los hay creadores de revoluciones, y los hay que luchan por una causa sin cesar, también están aquellos que tienen un gusto único y no pueden compartir su concepción con el mundo debido a que es demasiado raro, demasiado único.

Y, como siempre, el ejemplo del que suscribe; escribir para ganarse la vida o escribir por gusto. Escribir esmerándose en hacer buena letra y narrar historias coherentes y cargadas de buen contenido literario, o escribir la fantasía que brota de mis parajes mentales y atenerme a las consecuencias; que varios escritores han pagado con su integridad física y mental el hecho de haber acatado la llamada del ser (o del deber), pues, como toda llamada, es un hambre que devora a los hombres con la insistencia de la insatisfacción.

Pero como bien decían nuestros queridos griegos, todo es cuestión de equilibrio, y como no vivimos en un idilio, ni tampoco somos idílicos, hemos de sopesar las consecuencias de sobrevivir felices o vivir infelices.

Este proceso, diametralmente opuesto, es en el cual el hombre oscila cual péndulo, esperando que la incesante marcha de aquel viejo enemigo, el tiempo, los congele en alguna de las dos. Mientras tanto, el anclaje físico y mental se va desgarrando por el movimiento, poquito a poquito.

Los dejamos con un abrazo y unos mates, siempre advirtiéndoles respecto a la nicotina, y, esta vez, respecto a vuestro propio tiempo. Que tengan buenos días.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Dear, Beloved Vertigo

Siempre había tenido problemas con las alturas. Si sus pies estaban medio metro o más del nivel del suelo empezaba a sentir esa inevitable atracción horrorosa de nuevo; la fuerza de gravedad fugándose a través de su mirada, poniéndole miles escenarios posibles para poder ponerse a caer. No necesariamente era una persona temerosa; era, en realidad, un hombre común y corriente, exceptuando esa pequeña manía de no querer darse cuenta si realmente estaba en un lugar elevado.

Llegó un punto en su vida en que encontró un vacío de horas propicio para darse un descanso del resto. Pero también tomó un turno extra en el trabajo, y lo mudaron a otro edificio de la empresa para la que laburaba; ahí fue cuando decidió darse un poco más de pelota a sí mismo, cuando su oficina empezó a estar en un piso veinte; la obsesión de los arquitectos por vidriar todos los edificios lo tenía constantemente nervioso, y evitaba mirar a cualquier lugar que no fuese su terminal, para evitarse malasangres. En una situación debió vomitar dos veces seguidas, en otra, retirarse excusando que no tenía resto y que estaba enfermo. Cuando la situación se volvió tan intolerable que el único momento feliz de su trabajo constaba en el viaje de ascensor del final del día, se dio cuenta que era hora de intentar cerrar esa puerta de una vez y por todas.

Empezó buscando terapias específicas, pero costaban demasiado dinero para un simple oficinista como él. Y casi sin quererlo y sin darse cuenta, una de esas noches que esperaba el subte para volver a su casa encontró los carteles pegados de aquel grupito. Con una ilustración similar a algún grabado renacentista y caracteres inusuales para llamar la atención, aquel grupo adjuntaba una dirección de mail, un número telefónico y palabras alentadoras. “Te ayudamos a curar tus fobias. Todos juntos podemos. Compartiendo tu experiencia podés ayudar a otros”, decía el cartelito.

Luego de arrancarlo y de la posterior leída lo hizo un bollo y lo metió en algún bolsillo, olvidándose del asunto. Lo que menos quería era estar entre señoras de 40 y señores de 50, relatando experiencias traumáticas y bebiendo cerveza algunas horas de su vida.

El tiempo, ineludible como siempre, le trajo un par de respuestas. Que quizá tenía un problema neurológico; que tomara unos calmantes, que empezara a hacer más gimnasia. Las manecillas marchaban y marchaban y él, cliente predilecto de la farmacia de barrio, seguía trabajando insalubremente en contra de su propia constitución física. El papelito nunca salió de su bolsillo, excepto aquella noche, ya casi terminado su turno, en que pensaba seriamente en estrellas un escritorio contra alguna de las paredes vidriadas.

Recordó sus propias palabras, recordó lo que había pensado al ver el papelito por primera vez y se dio cuenta de que se sentía realmente estúpido reconsiderando esa posibilidad. Pero los horarios del grupo distaban solo media hora de su turno de trabajo, y pensó que no perdía nada yendo a confirmar sus sospechas.

La oficina, miserable y poco pulcra, no parecía más que un departamento burocrático olvidado y absurdo, algo como la Oficina Federal de Impuestos de la Década del ’40. La señora, que rondaría su medio siglo de vida, le extendió la forma de conformidad y lo miró como quien examina un insecto. Garabateó algo y entró por la puerta señalada. “La asistencia es gratis, no se preocupe”.

Asistió a la charla y, sorprendido, notó que la edad de las personas era, en su mayoría, de la veintena a su edad (unos 35 años para ser exacto). Mucha gente joven se agolpaba una contra otra, en círculo, mientras que alguno tomaba la palabra y contaba sus progresos de esa semana. Era denigrante escuchar que una persona que tenía fobia a las arañas se había dejado picar por una, por primera vez en quince años. Denigrante y peligroso, confirmó al escuchar cómo un señor había logrado fumar un cigarrillo después de siete años de no fumar. Empezó a pensar que quizá ese grupo era un extraño grupillo de personas algo locas que simplemente se reunían para reafirmar su condición de mentalmente estables en un mundo un poco tumultoso. Pero también se dio cuenta de que lo único que lo separaba de ellos era que él todavía no había hablado, y hacía solo una hora había pensado en lanzar un escritorio desde un veinteavo piso.

Habló un poco, se cayó otro poco y dejó que la gente hablara. Cuando comenzó a aburrirse, la reunión terminó y, con un estruendo de sillas, la gente comenzó a salir. Se dio cuenta de quienes eran los nuevos, como él, porque se apresuraban a dispersarse en la calle sucia y mal iluminada; el resto, los viejos conocidos, salían con paciencia y tranquilidad.

Salió sereno, se quedó mirando el edificio mugriento al que había entrado y se dio cuenta que todo aquello había sido una mala idea. Estaba a punto de irse cuando una mujer, de unos treinta años, le preguntó si quería unírseles; como hacían siempre los viernes después de la charla de grupo, irían a beber algo por ahí. Decidió que un rato más con aquellas personas no sería tan tóxico como atiborrarse de calmantes e irse a la cama viendo una repetición por televisión.

Después de una hora en un bar cualquiera de las cercanías, el grupo (que contaba de unas treinta personas) se movió al hogar de un miembro probablemente antiguo; un hombre que poseía un piso entero en un edificio de las cercanías. Para su desgracia, no se dio cuenta de a donde lo llevaban hasta que se encontró dentro; un décimo piso, con balcones en tres paredes. Eso era condenadamente genial.

También se sintió ampliamente decepcionado cuando, luego de beber algo (concentrando toda su mirada en la única pared del lugar), el grupo comenzó a subdividirse en grupos que se movían, se insinuaban y se tocaban de manera tan alegórica que le hacían sentirse incómodo. Una pareja joven se le acercó y masculló algunas frases estúpidas, como que les disculpara si no le gustaba el ambiente, pero que esa era una manera más de terapia, una manera perfecta para distenderse y despejar la cabeza, y que eran un grupo muy unido… Los alejo con un gesto y con una cara de malos amigos y se fue caminando hacia el balcón, con una botella a medio vaciar en una mano.

Soplaba una brisa fresca y propiamente nocturna cuando escuchó los pasos. También estaba a punto de irse cuando le preguntó, aquella voz realmente joven, si él no era vertiginoso. Contestó que sí y que realmente no le importaba caerse.

La muchacha no llegaría a los veinte años. Ampliamente ornamentada con pines, ropas desgarradas y marcas de bandas (o bandas de marcas), era un cartel viviente de la decadencia de la juventud. Sin embargo, tenía unos ojos serenos, algo insidiosos quizás.

-Yo también tuve vértigo en una época –dijo ella –Es una sensación que realmente extraño-

-Claro, y ahora me vas a decir que con esta “terapia” que están gimiendo tus amigos te curaste, ¿no?-

-Neh, para esas cosas tengo otros lugares. Estos chicos sin divertidos y muy activos, pero no me gusta mezclarme a ese nivel con ellos-

El silencio le recordó que seguía sintiendo vértigo. Bebió un trago largo y le preguntó a la chica.

-¿Cómo es eso de que extrañás el vértigo?-

La muchacha se estiró como un animalito y luego, reposando sobre la baranda del balcón, contestó:

-Es particular, eso. Porque no es un miedo en sí; es incomodidad. No quiero decírtelo porque a vos no te gusta… pero… concordarás conmigo en que…- la chica miró para ambos lados y luego se encogió de hombros –Neh, dejá, no importa-

-Ahora decime, piba- contestó

-…No me digas que no tenés ganas de tirarte. Es decir, el vértigo es eso; las ganas de caerse. Más de una vez me imaginé a mí misma volando por el aire, estrellándome contra el suelo; otras, colgada como un mono de barandas como estas. Y otras veces, tropezándome, cayéndome sin darme cuenta, siempre cayendo. Pero lo que tiene de maravilloso el vértigo es que precisamente te genera una sensación de desamparo, pero sin embargo lo querés. El vertiginoso medio odia las alturas como un cura odia las prostitutas; con desprecio, porque saben que es el placer negado y no permitido. Si un cura coge no es más cura, desaparece, deja de ser, por más tentado que esté. Si un vertiginoso se tira, se destroza, y pierde su vida con el placer de la caída, de correr en el aire a abrazar el pavimento.-

Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. La piba realmente era tan macabra como el resto del grupo.

Sin embargo, ella vio esto en sus ojos, y continuó, aún sin quererlo:

-¿Me vas a decir que nunca te imaginaste en la cima de un edificio, sintiendo como la tierra te llama?¿ O que nunca soñaste con que el viento te recorre la nuca con sus lenguas, mientras no hacés nada más que disfrutar de ese último instante de vida? ¿Aunque, sin embargo, tu cabeza te grite que no y tu propio instinto animal te proteja, que tenés ese otro instinto, el de caer…?-

Volvió a beber un largo trago y dejó la botella en el piso. Preguntó bruscamente:

-¿Y vos como te curaste el vértigo?-

La chica puso cara de decepcionada y poyó su cabeza en una mano, mirando el horizonte. Con un aire de derrota, dijo:

-El vértigo no se cura, se acepta. Cuando pesé las cosas que me importaban, me di cuenta de que ese placer era tan chico comparado con el resto de mi vida, que la verdad que no valía la pena. Pasa lo mismo con cualquier otra cosa; trabajo, drogas, o lo que fuera. Crecer es aburrido…-

Él no contestó nada. Simplemente le dio unas palmaditas en la espalda, pasó por el grupo semidesnudo de gente que comenzaba a copular y dejó el edificio como la sombra que era.

Obviamente, volvió a su trabajo, y luego de pensarlo bien, rompió un matafuegos contra una de las paredes vidriadas, lo que le ganó el embargo de su sueldo y el despido de la empresa sin un solo peso. Pero se rió tanto cuando bajó y vio el matafuegos, todavía destrozado contra el pavimento, que supo que había valido la pena.

Sigue siendo un vertiginoso, y he llegado a saber que atiende un puesto de diarios cerca de donde un grupito de autoayuda, que genera culpa por sobre las fobias, sigue abriendo sus puertas a gente que intente destrozarse, emborracharse o coger.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Pequeño Manual del Adicto Desesperado

Antes de comenzar, creo que hay que hacer dos distinciones ante la lectura de este texto. Primero que nada, este texto no pretende ser una guía de naturaleza científica alguna, sino una buena manera de encarar ciertas situaciones tipo a las que se enfrenta cualquier adicto. Luego, tampoco pretende ser un libro de cocina, en el sentido en que algunos de los pasos aquí esbozados pueden ser reemplazados, desconsiderados o quizá algo rudos.

Una última aclaración, y ahora si, nos vamos al cuerpo del texto: distinguimos dos clases diferentes de adicciones, aquellas que tienen soporte en lo físico y aquellas que no. Aquí venimos a encarar las primeras, relegando las segundas para algún texto más poético y, quizás, menos desesperado.

Primero que nada, habríamos de aclarar la condición de un Adicto con soporte en el plano físico. Todos nosotros poseemos un cuerpo con una fisonomía mas o menos similar en lo que respecta a lo biológico; y todos sabemos que existen ciertas sustancias que generan dependencia (artificial o no) una vez son consumidas. Por lo tanto, la definición de este Adicto es la de una persona que consume regularmente cierta sustancia que le genera un cierto grado de dependencia.

Segundo, y abordaremos quizá un punto áspero: el hecho de admitirse a uno mismo como un adicto. Generalmente la palabra adicción conlleva muchos significados reprobables por la sociedad que nos rodea; quizá se deba en gran parte a la apología de la drogadicción que se hace permanentemente en casi todo foro público, quizá el hecho de ser esclavo de una mala decisión tomada hace años. En síntesis, y no por ser un poco detractor de la realidad, uno ha de admitirse como adicto solamente cuando se encuentra frente a la desesperación de la falta de la sustancia deseada. Si consumimos esta materia todos los días con cierta regularidad, tanto nuestra entereza moral como física permanecerán en un grado de relativa integridad, puesto que el acostumbramiento no genera culpa. Podemos observar muchos ejemplos de esto; lo cómico es, en realidad, cuando falla la sustancia, o la adquisición de ésta.

Una vez uno se ha admitido como adicto que es (y todo lo que ello conlleva), debemos abordar otro punto más que nada primordial: este manual, como la gran mayoría de los textos de este tipo, está orientado a incluir un par de alternativas y reacciones típicas. En este caso, el de la ausencia de la sustancia.

Como dijimos anteriormente, la palabra adicto es rechazada en primera instancia para el que no se ha asumido. Si esta es su primera vez en desesperación, no se alarme; por lo general, se puede sobrevivir a esta clase de crisis. A medida que pase el tiempo y su fisiología empiece a insistir con el pedido de aquella sustancia a la que tan acostumbrado está, uno empieza a reconsiderar el hecho de ser un adicto hasta que, inevitablemente, cede. Esto también es normal: los esquemas de pensamiento y los vallados moralistas ceden muy fácilmente ante necesidades dictadas por el cuerpo. Esto se puede confirmar no solamente en casos de adicción, por cierto.

Entonces, usted, que no se creía adicto pero lo es, ahora mismo está conociéndose a sí mismo por primera vez en mucho tiempo. Ahora que los dos sabemos que tanto usted como yo somos adictos, dediquemos nuestro potencial a lo que nos preocupa: solucionar esas uñas en el pizarrón que son la necesidad de la materia adictiva.

Primero que nada, tanto usted como yo deberíamos saber que el cuerpo humano es una máquina casi perfecta, y que muy probablemente esa necesidad que a usted le nace es una cosa totalmente artificial ya que, exceptuando muy pocos casos, las adicciones son una cuestión totalmente superflua y plástica, generada por una sociedad que engendra necesidades agregadas al hombre común. Entonces nos encontramos en una escisión; la de poder o no conseguir esa materia.

En caso de poder conseguirla, no debería haberse preocupado desde un principio, ya que todo se solucionará una vez haya tenido su correspondiente dosis, y toda la histeria, la reflexión nacida de la necesidad y el rush de adrenalina se desvanecerán enseguida.

En caso de no poder conseguirla, prosigamos con la lectura.

Lo primero y principal es empezar a tomar conciencia de su cuerpo. Este es el primer paso para controlarse un poco a sí mismo. Recuerdo lo que se dijo arriba; el cuerpo es algo totalmente móvil y perfecto, así que se tendrá que adaptar a la falta de ese suplemento, como alguna vez se adaptó para darle un lugar. Si cuenta con el espacio y el tiempo necesarios, la actividad física es otro punto realmente grande y que ayuda a paliar mucho la desesperación, principalmente por dos motivos; despeja la cabeza y pone en el plano de la dinámica a miles de sustancias que ayudan a generar una sensación única de bienestar y plenitud.

Ahora, de no contar con el espacio y el tiempo, y de ser necesario que usted marque la tarjeta de la rutina, entonces le tenemos malas noticias, ya que, como se ha dicho con anterioridad, la necesidad nacida de la desesperación lo acompañará todo el trayecto. Lo más que se puede hacer en estos casos es utilizar algún placebo improvisado que se tenga a mano, pero nada ni remotamente similar a lo que queremos consumir. El placebo en sí, fuera de ser un símil de lo que necesitamos, debe imitar la acción que tenemos con nosotros cuando consumimos esta sustancia; esto es, una manera inofensiva de hacer los movimientos necesarios para inocularnos el adictivo. Por poner un ejemplo; en el caso del tabaquismo, en vez de seguir fumando cualquier cosa que tenemos a nuestro alcance, deberíamos imitar el hecho de encender un cigarrillo y dejar colocado en nuestra boca una especie de pitillo, de madera, de cartón; importa poco mientras cumpla su función y no resulte dañino.

Recuerde un hecho que, por más simple que sea, va a atormentarlo lo suficiente como para que lo piense dos veces. La adicción, cuando no está y cuando empieza a estimular nuestra psique, derrumba cualquier prejuicio y cualquier barrera que se necesite, graduado por nuestro propio autocontrol. Esto significa que los pedidos (o ruegos) de préstamo a cualquier persona próxima, el hecho de pedir o inclusive suplicar por aquello a lo que somos adictos no debería sorprenderlo ni generarlo autocompasión; por el contrario, es plenamente normal, solamente contrólelo dependiendo su propia manera de ser y su propia vida.

Como finalización de este texto, debo aclarar una última cuestión: la adicción no es una enfermedad, o en todo caso, es una enfermedad consentida. Las hay un poco más tóxicas que otras, pero si vamos al caso, todas terminan siendo tóxicas. Imaginar a la adicción como una especie de parásito que nos mina el cuerpo sería casi lo correcto; casi, porque tendríamos que ponernos a considerar el hecho de que, en realidad, es una simbiosis. Como casi todas las cosas en este cosmos, la adicción jamás puede abrirse paso en nuestra rutina sin nuestra ayuda o consentimiento. Si bien es un simbiote, podemos extirparlo con relativo esfuerzo y trabajo. Y para aquellos que disfrutamos de la simbiosis, simplemente mantenernos en buenos términos, y dejar en la frontera aquellas cosas que nos gustan y las que no, desecharlas como se pueda.

Recuerde: usted es un adicto en tanto y en cuanto usted decida verlo. Podemos hacer ojos ciego a toneladas de cosas, y las adicciones son propensas a pasar de largo.

Creo que ahora se comprende porqué siempre advierto, como también esta vez, que se aleje de la Nicotina; y no leeremos alguna otra vez, en algún otro rincón del mundo. Muchas gracias por su lectura, espero haya sido de ayuda.