lunes, 26 de septiembre de 2011

Dear, Beloved Vertigo

Siempre había tenido problemas con las alturas. Si sus pies estaban medio metro o más del nivel del suelo empezaba a sentir esa inevitable atracción horrorosa de nuevo; la fuerza de gravedad fugándose a través de su mirada, poniéndole miles escenarios posibles para poder ponerse a caer. No necesariamente era una persona temerosa; era, en realidad, un hombre común y corriente, exceptuando esa pequeña manía de no querer darse cuenta si realmente estaba en un lugar elevado.

Llegó un punto en su vida en que encontró un vacío de horas propicio para darse un descanso del resto. Pero también tomó un turno extra en el trabajo, y lo mudaron a otro edificio de la empresa para la que laburaba; ahí fue cuando decidió darse un poco más de pelota a sí mismo, cuando su oficina empezó a estar en un piso veinte; la obsesión de los arquitectos por vidriar todos los edificios lo tenía constantemente nervioso, y evitaba mirar a cualquier lugar que no fuese su terminal, para evitarse malasangres. En una situación debió vomitar dos veces seguidas, en otra, retirarse excusando que no tenía resto y que estaba enfermo. Cuando la situación se volvió tan intolerable que el único momento feliz de su trabajo constaba en el viaje de ascensor del final del día, se dio cuenta que era hora de intentar cerrar esa puerta de una vez y por todas.

Empezó buscando terapias específicas, pero costaban demasiado dinero para un simple oficinista como él. Y casi sin quererlo y sin darse cuenta, una de esas noches que esperaba el subte para volver a su casa encontró los carteles pegados de aquel grupito. Con una ilustración similar a algún grabado renacentista y caracteres inusuales para llamar la atención, aquel grupo adjuntaba una dirección de mail, un número telefónico y palabras alentadoras. “Te ayudamos a curar tus fobias. Todos juntos podemos. Compartiendo tu experiencia podés ayudar a otros”, decía el cartelito.

Luego de arrancarlo y de la posterior leída lo hizo un bollo y lo metió en algún bolsillo, olvidándose del asunto. Lo que menos quería era estar entre señoras de 40 y señores de 50, relatando experiencias traumáticas y bebiendo cerveza algunas horas de su vida.

El tiempo, ineludible como siempre, le trajo un par de respuestas. Que quizá tenía un problema neurológico; que tomara unos calmantes, que empezara a hacer más gimnasia. Las manecillas marchaban y marchaban y él, cliente predilecto de la farmacia de barrio, seguía trabajando insalubremente en contra de su propia constitución física. El papelito nunca salió de su bolsillo, excepto aquella noche, ya casi terminado su turno, en que pensaba seriamente en estrellas un escritorio contra alguna de las paredes vidriadas.

Recordó sus propias palabras, recordó lo que había pensado al ver el papelito por primera vez y se dio cuenta de que se sentía realmente estúpido reconsiderando esa posibilidad. Pero los horarios del grupo distaban solo media hora de su turno de trabajo, y pensó que no perdía nada yendo a confirmar sus sospechas.

La oficina, miserable y poco pulcra, no parecía más que un departamento burocrático olvidado y absurdo, algo como la Oficina Federal de Impuestos de la Década del ’40. La señora, que rondaría su medio siglo de vida, le extendió la forma de conformidad y lo miró como quien examina un insecto. Garabateó algo y entró por la puerta señalada. “La asistencia es gratis, no se preocupe”.

Asistió a la charla y, sorprendido, notó que la edad de las personas era, en su mayoría, de la veintena a su edad (unos 35 años para ser exacto). Mucha gente joven se agolpaba una contra otra, en círculo, mientras que alguno tomaba la palabra y contaba sus progresos de esa semana. Era denigrante escuchar que una persona que tenía fobia a las arañas se había dejado picar por una, por primera vez en quince años. Denigrante y peligroso, confirmó al escuchar cómo un señor había logrado fumar un cigarrillo después de siete años de no fumar. Empezó a pensar que quizá ese grupo era un extraño grupillo de personas algo locas que simplemente se reunían para reafirmar su condición de mentalmente estables en un mundo un poco tumultoso. Pero también se dio cuenta de que lo único que lo separaba de ellos era que él todavía no había hablado, y hacía solo una hora había pensado en lanzar un escritorio desde un veinteavo piso.

Habló un poco, se cayó otro poco y dejó que la gente hablara. Cuando comenzó a aburrirse, la reunión terminó y, con un estruendo de sillas, la gente comenzó a salir. Se dio cuenta de quienes eran los nuevos, como él, porque se apresuraban a dispersarse en la calle sucia y mal iluminada; el resto, los viejos conocidos, salían con paciencia y tranquilidad.

Salió sereno, se quedó mirando el edificio mugriento al que había entrado y se dio cuenta que todo aquello había sido una mala idea. Estaba a punto de irse cuando una mujer, de unos treinta años, le preguntó si quería unírseles; como hacían siempre los viernes después de la charla de grupo, irían a beber algo por ahí. Decidió que un rato más con aquellas personas no sería tan tóxico como atiborrarse de calmantes e irse a la cama viendo una repetición por televisión.

Después de una hora en un bar cualquiera de las cercanías, el grupo (que contaba de unas treinta personas) se movió al hogar de un miembro probablemente antiguo; un hombre que poseía un piso entero en un edificio de las cercanías. Para su desgracia, no se dio cuenta de a donde lo llevaban hasta que se encontró dentro; un décimo piso, con balcones en tres paredes. Eso era condenadamente genial.

También se sintió ampliamente decepcionado cuando, luego de beber algo (concentrando toda su mirada en la única pared del lugar), el grupo comenzó a subdividirse en grupos que se movían, se insinuaban y se tocaban de manera tan alegórica que le hacían sentirse incómodo. Una pareja joven se le acercó y masculló algunas frases estúpidas, como que les disculpara si no le gustaba el ambiente, pero que esa era una manera más de terapia, una manera perfecta para distenderse y despejar la cabeza, y que eran un grupo muy unido… Los alejo con un gesto y con una cara de malos amigos y se fue caminando hacia el balcón, con una botella a medio vaciar en una mano.

Soplaba una brisa fresca y propiamente nocturna cuando escuchó los pasos. También estaba a punto de irse cuando le preguntó, aquella voz realmente joven, si él no era vertiginoso. Contestó que sí y que realmente no le importaba caerse.

La muchacha no llegaría a los veinte años. Ampliamente ornamentada con pines, ropas desgarradas y marcas de bandas (o bandas de marcas), era un cartel viviente de la decadencia de la juventud. Sin embargo, tenía unos ojos serenos, algo insidiosos quizás.

-Yo también tuve vértigo en una época –dijo ella –Es una sensación que realmente extraño-

-Claro, y ahora me vas a decir que con esta “terapia” que están gimiendo tus amigos te curaste, ¿no?-

-Neh, para esas cosas tengo otros lugares. Estos chicos sin divertidos y muy activos, pero no me gusta mezclarme a ese nivel con ellos-

El silencio le recordó que seguía sintiendo vértigo. Bebió un trago largo y le preguntó a la chica.

-¿Cómo es eso de que extrañás el vértigo?-

La muchacha se estiró como un animalito y luego, reposando sobre la baranda del balcón, contestó:

-Es particular, eso. Porque no es un miedo en sí; es incomodidad. No quiero decírtelo porque a vos no te gusta… pero… concordarás conmigo en que…- la chica miró para ambos lados y luego se encogió de hombros –Neh, dejá, no importa-

-Ahora decime, piba- contestó

-…No me digas que no tenés ganas de tirarte. Es decir, el vértigo es eso; las ganas de caerse. Más de una vez me imaginé a mí misma volando por el aire, estrellándome contra el suelo; otras, colgada como un mono de barandas como estas. Y otras veces, tropezándome, cayéndome sin darme cuenta, siempre cayendo. Pero lo que tiene de maravilloso el vértigo es que precisamente te genera una sensación de desamparo, pero sin embargo lo querés. El vertiginoso medio odia las alturas como un cura odia las prostitutas; con desprecio, porque saben que es el placer negado y no permitido. Si un cura coge no es más cura, desaparece, deja de ser, por más tentado que esté. Si un vertiginoso se tira, se destroza, y pierde su vida con el placer de la caída, de correr en el aire a abrazar el pavimento.-

Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. La piba realmente era tan macabra como el resto del grupo.

Sin embargo, ella vio esto en sus ojos, y continuó, aún sin quererlo:

-¿Me vas a decir que nunca te imaginaste en la cima de un edificio, sintiendo como la tierra te llama?¿ O que nunca soñaste con que el viento te recorre la nuca con sus lenguas, mientras no hacés nada más que disfrutar de ese último instante de vida? ¿Aunque, sin embargo, tu cabeza te grite que no y tu propio instinto animal te proteja, que tenés ese otro instinto, el de caer…?-

Volvió a beber un largo trago y dejó la botella en el piso. Preguntó bruscamente:

-¿Y vos como te curaste el vértigo?-

La chica puso cara de decepcionada y poyó su cabeza en una mano, mirando el horizonte. Con un aire de derrota, dijo:

-El vértigo no se cura, se acepta. Cuando pesé las cosas que me importaban, me di cuenta de que ese placer era tan chico comparado con el resto de mi vida, que la verdad que no valía la pena. Pasa lo mismo con cualquier otra cosa; trabajo, drogas, o lo que fuera. Crecer es aburrido…-

Él no contestó nada. Simplemente le dio unas palmaditas en la espalda, pasó por el grupo semidesnudo de gente que comenzaba a copular y dejó el edificio como la sombra que era.

Obviamente, volvió a su trabajo, y luego de pensarlo bien, rompió un matafuegos contra una de las paredes vidriadas, lo que le ganó el embargo de su sueldo y el despido de la empresa sin un solo peso. Pero se rió tanto cuando bajó y vio el matafuegos, todavía destrozado contra el pavimento, que supo que había valido la pena.

Sigue siendo un vertiginoso, y he llegado a saber que atiende un puesto de diarios cerca de donde un grupito de autoayuda, que genera culpa por sobre las fobias, sigue abriendo sus puertas a gente que intente destrozarse, emborracharse o coger.

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