miércoles, 10 de julio de 2013

El perro asado

A Roberto Arlt

Tocó por ese entonces recluír a mucha gente de la zona de Mataderos, desde las barriadas más bajas hasta los círculos de obreros intinerantes, inmigrantes en su mayoría. No podría haber caído mejor una noticia por aquellas épocas, ya que las cosas estaban demasiado tranquilas y necesitaba una primicia para poder asegurar el metejón que le di a la patrona, Doña Ambulancia, por un puñado de billetes gastados y una sonrisa desganada.

Así que me apersoné en el lugar de los hechos para poder admirar un poco mejor a esa gente y escribir la crónica correspondiente. Infeín, el oficial a cargo, tenía el lugar en cuestión rodeado de muchachos cagados de frío, como quien dice, mal apretujados en los uniformes de faldones demasiado grandes. Era tarde cuando se hizo el rodeo que encerró a todos esos hombretones que trabajaban en el matadero local, y ahora la madrugada pintaba las casuchas miserables de un blanco más piadoso que el de la cal.

Infeín era inescrupuloso y breve en las explicaciones, ya lo conocía muy bien desde su bigote abigarrado y la voz que parecía salir del estómago. Varias veces anteriormente me lo había cruzado , ora en el incidente con polacos ilegales en el puerto, ora con la clausura definitiva de un antro de mala muerte en el bajo. Ahora mismo se lo notaba totalmente molesto, probablemente por el hecho de haber tenido que chupar tanto fresco desde tan temprano. El discurso fue más bien breve; dijo que por fin la benemérita fuerza policial de la ciudad autónoma de Buenos Aires había logrado apresar nada más y nada menos que a veintitres falsificadores de dinero, junto con rejuntones de apuestas ilegales, usureros y toda la escoria que los diarios declaman envilecen e inflaman a nuestro querido y estimado ser nacional.

Ahora permítame decir en defensa de esos hombretones que no había ni la más remota posibilidad de que en aquel racimo de cabañas levantadas a pulso hubiera una sola máquina de segmentar dinero. No cabía posibilidad de que una imprenta funcionara allí mismo, y así se lo hice notar a Infeín.

-Es justo lo que cualquier persona pensaría- respondió inapelable. -Por eso mismo es que colocan sus máquinas aquí, caballero.

No demasiado convencido pedí permiso para sobrepasar el límite impuesto por los hombres de azul y me fue concedido con la condición de que no fueran más de veinte minutos y que no metiera la cabeza en ninguna choza.

Los primeros rayos del amanecer empezaban a encanecer las casas cuando entré en el patio central, manchado de tierra negra apisonada, agua o sangre volcada en el lodazal, un gigantesco fuego sobre los que terminaban de cocerse unos trozos de carne y los restos de un vacuno troceado con vehemencia. Arrebujados alrededor del fuego, sentados directamente sobre el piso o, en el mejor de los casos, sobre un tocón o tronco rústico, habría unos quince hombres. Los había desde muchachos de veinte a viejos de sesenta y muchos, barbosos y encanecidos. Un perro estaba sentado al lado del fogón, demasiado cerca, y tres oficiales armados custodiaban a los hombretones. Todos vestidos con el dril blanco propio de los mataderos.

Le pregunté a uno de los oficiales que qué era lo que hacían todavía ahí; me contestó que estaban esperando un furgón para poder trasladarlos a todos juntos a la Penitenciaría más cercana. Vista la oportunidad, me acerqué a los reos y me presenté, empezando a preguntarles quienes eran y qué hacían ahí.

La gran mayoría eran criollos o gallegos, con un italiano que permanecía orgullosamente callado. Trabajaban en el matadero que estaba sobre la loma entre doce y catorce horas al día. Vivían allí durante la semana; los domingos, que era su día libre, viajaban al centro a gastarse sus chirolas en novias, madres, hermanas, bebida y espamento eclesiástico. Entre los días regulares de la semana "nos divertimos como podemos; una riña de gallos, unos cuantos "rounds" de boxeo con los muchachos del Sonda, que vive del otro lado del arroyo... Y nada más, señor" me aclaraba uno de los más viejos.

El brillo de la mirada era realmente honesto. Por más que los muchachotes, todos de físico protuberante y de amplia fortaleza en su musculatura, pudieran parecer peligrosos, no lo parecían ni tan siquiera lo eran. Sospeché entonces y sospecho ahora que había algo más allí oculto, pues cuando les pregunté "¿Entonces se los llevan por estas apuestas ilegales?" el viejo con el que estaba charlando echó una mirada de desguace sobre el oficial que tenía cerca, y éste le devolvió unos ojos macabramente severos antes de que el viejo contestara "Así parece ser, señor". Tenía que haber habido un motivo más detrás de todo aquello, pero con la policía cerca, era prácticamente imposible obtener nada de ellos.

-Lindo perro el que tienen ustedes- dije, como para sacarles conversación. Simpatizaba con aquellos primos lejanos de Polifemo de sonrisas cansadas.
-¿El Alvear?- dijo uno de los más viejos -Si, es un buen bicho, como lo fue el presidente... se sienta cerquita del fuego porque sufre mucho el frío-
-Demasiado cerca del fuego- dijo un oficial, queriendo acariciarlo pero reculando ante el poderío de las llamas.
Otro oficial comenzó a llamarlo, como queriendo que el perro se le acercara, pero entonces el tercer oficial, aquel de las pupilas severas, se acercó y le dió una patada. El perro, completamente inmóvil, no reaccionó. Entonces el oficial severo exclamó:

-Pero... ¡Este perro está asado! Se ha asado vivo al lado del fuego. ¿Qué le han hecho a este pobre animal?-

Es increíble cómo quince hombres de ese tamaño pueden moverse tan rápido sin hacer ruido. Entre varios -con una destreza lúgubre que demostraba lo espabilados que estaban- desarmaron a los tres oficiales y les taparon la boca para que no pudieran hacer ruido. Uno de ellos me sostuvo, pero la verdad no hacía demasiada falta. El italiano se movió delante de ellos, serio como una tumba. Apenas entonces uno de los más viejos rió con voz cascada y dijo:

-No se si ustedes sabrán o serán pobres botones, pero a nosotros nos iban a hacer cagar porque Augusto, el tano, le estaba arrastrando el ala a la Mariángeles, que resultó ser la hija del Comisario Fierro. Y como a Fierro no le gusta nada nos mandó agarrar para poder destriparlo al tano él mismo. Pero bueno, Juanes Figura, les ha tocado a ustedes la vespertina. El tano la paga y se las arregla solo, nosotros rajamos para la vía-

De lo que sucedió a continuación poco puedo dar parte. Me cargaron como un fardo hasta que salieron, atravesando las chozas, del otro lado del cerco donde sorpresivamente no había nadie. Luego me arrojaron con un saludo a un costado del camino y desaparecieron como las manchas grises y fugitivas que eran. Del tano puedo decir que quedó solo con los tres oficiales y, al parecer, mató a uno arrojándolo al fogón y a dos con sus herramientas de trabajo. No es para nada sabio enfrentarse a un hombre que degüella vacas seis días a la semana, en su propia casa y a la distancia de un golpe de puño.

Infeín tomó mi versión como válida; después de todo, no soy más que un cronista medio muerto de hambre. Y cuando entramos al regero de sangre en el que el tano fue muerto por el resto de los oficiales, atraídos por el trajín de la pelea, el perro, asado y todo, continuaba igual de inmóvil que siempre. 

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