Tras estudiar la vida de un pobre escultor que venía desde
bielorrusia y se suicidó en 1974 de la manera más insólita que puede
suicidarse un escultor (de un tiro en la frente, cuando la tradición
reza por porlan en los zapatos), Germán Delenzi no sabía bien a donde
apuntar. Tenía en sus manos el objeto de su investigación; un pimentero
labrado en marfil, con detalles de tintura negra, que había pasado por
infinitas manos casi sin relación aparente.
Germán
Delenzi era un hombre común, pero tenía el vicio de los hobbies, un
vicio que suele atacar a amas de casa, jubilados y hombres incompletos.
Generalmente, los hombres incompletos se tiran a actividades un poco más
abiertas de género social; deportes, colecciones dinámicas y
colectivas, entre otras yerbas. Sin embargo, Germán Delenzi tenía en sí
la naturalidad de ser un relativo apartado; con esto no quiero decir que
fuera un hombre antisocial, ni tampoco que fuera un recluído en alguna
institución mental. Solamente se que le gustaba caminar a solas, que
disfrutaba de las comidas con pesto y que amaba coleccionar
antigüedades.
Hay dos tipos de coleccionistas de
antigüedades; el hombre que admira la factura del objeto y el hombre que
admira la historia del objeto. Germán pertenecía al segundo grupo,
aquel que pregunta al dueño transitorio en una casa polvorienta el
precio y la historia de un objeto antes de adquirirlo. Cuando Germán
supo que había pertenecido a un suicida, no pudo más que adquirirlo. A
todos nos gustan los suicidas, después de todo.
Como
contador que era, Germán tenía a su disposición unos cuantos contactos
(sin contar con los contactos de su típica agenda de investigador
amateur, entre los que estaba el reverendísimo Ministro de Cultura de la
Nación) y un arsenal de preguntas que solía disparar. El pimentero era
antiguo y era de factura fina; una adquisicón más que valiosa por unos
mugrosos veinte pesos. El escultor suicida, Alejandro Benek, había
vivido en su ciudad hacía algunos años. No había sido un tipo famoso ni
tampoco un pobre hombre que vivía devorando sus sueños; había subsistido
a base de encargos y talleres, como la gran mayoría de los escultores.
Sin embargo, su orígen eslavo le daba una pista a Germán de donde mirar.
Habló con amigos y conocidos del escultor, gente de edad en su mayoría,
y todos lo recordaban como un hombre tranquilo, bueno, que les había
asaltado amargamente enterarse de su muerte. No pudo obtener demasiadas
cosas en claro respecto a él mismo, pues vivía solo y solamente tenía
familiares en la vieja Europa.
Tras comunicarse con la
familia Benek, se enteró que Alejandro tenía sus anotaciones personales
hasta la fecha de su muerte, pues tenía el férreo hábito de escribir.
Tras explicarse y solicitar el papeleo, Germán comenzó a investigar el
orígen de su propio objeto, sin evitar echarle una mirada a las últimas
anotaciones del difunto. Como esperó, no pudo encontrar nada que pudiera
decirle porqué se había pegado un tiro. Pero encontró, tras largas
noches en vela, el lugar donde el pimentero había sido comprado. Dejó
agendado un viaje a cierto local de antigüedades para sus vacaciones y
se olvidó del asunto.
Hubiese pasado desapercibido en
su viaje, no obstante, de no ser la tiendita tan pintoresca. Entró, casi
sin acordarse, y cuando leyó el nombre supo que tenía que estar ahí. El
anticuario, un hombre de su edad, le dijo que el que debía saber el
orígen de aquel objeto era su abuelo, el dueño original de la tienda. A
duras penas pudo conseguir la audiencia con semejante anciano, que
rozaba los cien años de edad con dedos arrugados y manchados de
nicotina.
El viejo, que no hablaba español, pudo, a
través de su nieto, contarle que ese Pimentero había pertenecido a
franceses, de hecho a la nobleza francesa, y también a rusos. Había
leyendas que lo vinculaban también a la reina Juana de España, conocida
como La Loca. Pero, según su ajada memoria, el que había tenido la
gracia de solicitar ese pimentero como objeto de una larga adquisción de
vajilla había sido Iván IV de Rusia, conocido mejor como Iván El
Terrible. Germán no preguntó más y se volvió a su sur, sus tangos y sus
cuentas. Por un lado, estaba decepcionado porque no sabría nunca en un
objeto tan antiguo quién había sido su artesano, gracias a sus modestos
recursos; por el otro lado, porque la billetera le tiraba de las ropas
reclamándole que volviera.
Sin embargo, Germán tuvo una
relación extraña con el pimentero. Realizó una investigación sobre los
nobles franceses que había citado el anciano, y resultó que, para colmo
de males, habían resultado todos pederastras. Ambas figuras monárquicas
también citadas habían sido mordidos por la locura, en uno u otro
sentido. Sin embargo, Germán no entendía qué podía ser cierto; si el
viejo era un aficionado a la historia de los locos y le había hecho una
mala pasada, o había de hecho un siniestro hilo conductor entre el
pimentero y sus dueños.
Germán era un hombre común, y
como tal, su estanque de dudas y certezas siempre había sido y era
playo. Sin embargo, este pimentero que ahora tengo en mano y que me ha
hecho escribir esta breve reseña le sirvió en los últimos años de su
vida, cuando todo se puso gris. Por gracia o desgracia, cometió
equivocaciones y fraudes. Y cuando estaba a punto de ser atrapado, fundó
con todo lo que había robado una fundación dedicada a las palomas, si, a
las palomas, una sociedad protectora de palomas a las que llamó
inevitablemente Fundación Delenzi, alentada por polleras y desganos
municipales.
Hoy día, Germán es recordado como un
hombre fiel, bueno; una especie de Robin Hood de los delincuentes que
arruinan autos sin asco. Sin embargo, ante su pronta muerte al arrojarse
a las ruedas de un tren, cuando iba a ser arrestado, solo puedo dejar
plasmadas en sus propias palabras la mejor de las conclusiones,
refiriéndose nuevamente al siniestro pimentero.
"El
Pimentero me ha hablado anoche y me ha dicho que él cargaría mis culpas,
como siempre lo ha hecho; que su verdadera maldición, su karma, era ser
la excusa de la locura de los hombres. Y que no había problema con
ninguna de las licencias que me tomara; él se encargaría de alimentarse
con su leyenda, hacerla crecer y pasar a otro dueño. Si la memoria
sobrevivía, entonces podría existir otro como yo. Es gracioso..."
Hoy
día, ese pimentero está en mi casa (me lo he robado de la central para
la que estuve haciendo esta investigación), encerrado en una despensa, y
sinceramente no sé si tengo en mis manos un objeto maldito o una
licencia para comportarme como quiera en los últimos días de mi vida.
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