sábado, 18 de agosto de 2012

Arbalester

Arbalester
Variant of arbalest
noun
a medieval crossbow consisting of a steel bow set crosswise in a wooden shaft with a mechanism to bend the bow: it propelled arrows, balls, or stones
 
 
 
 
Sredni Vashtar se llamaba un muñeco de madera que tenía de pequeño, más que nada porque tras leer el relato homónimo no me quedaba más que llamarlo así. Era un muñeco mudo, con solamente tres articulaciones, que no servía absolutamente para nada. Como todo juguete, supongo.
 
Años más tarde recordaba a Sredni Vashtar mientras contemplaba la majestad del océano por las noches. Tenía una rara afinidad con el mar por ese entonces; solía, sin saber bien porqué, fumar hasta tarde y disfrutar una buena copa; más tarde, cuando la luna estaba en lo alto, caminaba por la orilla de Teneklen, la ciudad donde estaba radicado, y disfrutaba del oleaje y de las caras plateadas que la luz dibujaba en la arena. Evitaba la gente y el sentimiento parecía ser recíproco; un hombre de edad desconocida, con un pelo relativamente despeinado, trajeado y descalzo, caminando por la playa y fumando muy probablemente no fuera la visión más confiable de aquel paraje. Teneklen era una ciudad con alma de pueblo y al pueblo le gustaba el chismorrerío; así, me hice de una reputación con el tiempo que me permitió vivir en una relativa soledad que me placía. 

Recordaba el muñeco porque me recordaba a mí mismo, en ese entonces. Tras haberme retirado pronto del Servicio, con solo cuarenta y cuatro años, debido a una dolencia pulmonar que trataba inútilmente de combatir con el cigarrillo, no tenía otra cosa que hacer más que quedarme parado en el lugar donde estaba. Igual que Sredni. Igual que un muñeco de madera que solo podía mover los brazos para fumar y la cabeza para mirar el mar.

No quedaba demasiado del viejo mí, a decir verdad. El primer yo, el primigenio, era un muchacho saludable con una novia rubia que lo esperaba en su ciudad para cuando volviera de la guerra. Pero el yo primario volvió de la guerra con varias cicatrices sin sanar y se encontró con una mujer que ya no era su novia, casada con un gerente de una forrajería, tres hijos y una hipoteca galopante. La novia deseada durante años se hacía humo ante las narices.

Tampoco mis padres me esperaban. Mi padre había muerto de un ataque al corazón estando yo en la guerra; con la molestia de las comunicaciones, era común que las cartas y las notificaciones oficiales se perdieran entre trincheras. A mi madre, por el otro lado, la devoraba lentamente la demencia senil, mientras hablaba con las piedras del jardín y les daba nombre a hombres que jamás se detenían a conversar con ella.

Así que así estaba yo, con una pensión para morirme de hambre en cualquier lugar del mundo que deseara, sin familia y sin amigos. Y la soledad era un traje que me ponía cada noche para caminar la playa, y medio que me gustaba. Me gustaba estar solo y que nadie me jodiera la vida; ya suficiente estorbo había sido tener que readaptarse a la marejada cambiada que me había dejado una larga ausencia. Nada de Penélopes destejiendo su trabajo por las noches para mí; nada de sacrificar un cordero para festejar mi regreso. Solo una tumba fría, la molestia de la traición y la desazón de una mente desvariante.

Fue en los días de caminata, mientras intentaba ubicar a mi madre en algún lugar estable para que se marchitase en paz, cuando me hablaron de aquel viejo lugar, el asilo de Pennywise Creek. Allí, decían, había un cuarto embrujado en el que los viejos dementes hallaban la paz de la muerte, conversando su último aliento con algún pariente querido. Algunos oían a su pareja, otros a sus padres, otros a Dios o a un Angel. La cosa es que había un cuarto en especial (el cuarto de la izquierda, en la planta baja) que nadie usaba, excepto por pedido especial. El personal del asilo parecía reacio a creer en mitos y leyendas urbanas, pero tratándose de Teneklen y habiendo una tradición oral tan arraigada ahí, preferían seguirle la corriente a la gente y dejarles seguir. Cada tanto caía alguno con algún demente que pasaba un tiempo en ese cuarto y después dejaba la estancia en una bolsa de plástico negra.

Pensé en llevar ahí a mi madre; pero todavía me molestaba el hecho de tener que apoyarme en un mito local para deshacerme de esa vieja, que ya no era mi progrenitora sino una cáscara llena de avestruces que peleaban por salir. Uno termina acostumbrandose a todo; inclusive al peso de un arma metálica, y al frío del metal en la mano. Una de las lecciones que me había dejado la guerra era que sentir el peso del arma era una señal de que estabas descuidado; entonces, caminando por la playa y dándome cuenta que el arma me pesaba me di cuenta de que estaba descuidando a mi vida y a mi madre.

Por ese entonces me lo encontré, también en la playa. Un niño solo, totalmente solo a esas horas tan altas de la noche y en esos parajes también levanta sospechas. Me acerqué casi sin querer y le hice un par de preguntas, pero pareció reacio a contestar. Era serio y en sus ojos bailaba el cinismo. Finalmente me empezó a contestar secamente. Se llamaba Hamilton Gutierrez, aunque no tenía ni un poco de tez trigueña y el nombre sonaba inventado, y estaba allí estudiando el efecto de la luna sobre la marea.

Yo llevaba mi arma reglamentaria y justamente esa noche había decidido dejar la tierra en aquella playa, de un tiro. Pero algo absurdamente papal en mí decía que no podía regalarle un cadáver en una playa a un niño, y mucho menos un arma de fuego. Así que decidí fumarme la vida y los cigarrillos junto a aquel niño vestido de gris que parecía una estatua de arena junto a la lomada donde estábamos. Me pasé los dedos por los cabellos encanecidos, mojados por el rocío del mar; ese niño me ponía nervioso y no sabía porqué.

-¿Te gusta la música?-
-Pues claro que sí-
-Stravinsky. A mí me gusta Stravinsky-
-No soporto la música clásica-
-Y qué me importa. A mí me gusta Stravinsky-
-A mí me gusta estar solo y no por eso te mandé al carajo-
-Eso es porque te importa. A mí me importa un bledo-

El niño era formidable en el diálogo. Cortante, secante. Casi un estupro. Me secaba los ojos hablar mucho con él, porque me obligaba a fumar y a que me doliera con agudeza el pecho durante muchas horas. Finalmente me iba, yo siempre antes que él, y lo dejaba solo, con los ojos grises fijos en el mar. 

Pronto los encuentros fueron repetitivos, y sin darle mucha importancia una de esas noches me di cuenta que aquel niño me había robado el suicidio porque no me cedía ni una sola noche la soledad de la playa. Así que comencé a aburrirlo con relatos, lo cual no surtió el más mínimo efecto. Hamilton parecía una roca más que contestaba con sequedad a todas mis interjecciones.

-Una vez, en Tairobi, tuve la oportunidad de disparar un Flak-
-Supongo que te sentirás orgulloso-
-No orgulloso, pero sí me sentí feliz aquel día-
-La gente se alegra por las cosas más estúpidas-
-Como tú contemplando el mar-
-Exacto-

El niño era inapelable. Todo en él rezaba adultez, y sin embargo pronto supe que vivía con su padre, que era escritor, en una casa cerca de la playa. Que odiaba a su padre y se aburría enormemente era algo adivinable; que el Niño no era un Niño era ya una sospecha. Casi por cansancio, desgaste u horadación, terminé conversando con él respecto al problema de mi madre, de ese cuarto supuestamente embrujado y de la demencia que devoraba a gajos el cerebro de la pobre vieja.

-Una cosa fea, la demencia-
-Como las palomas en un día de otoño-
-No, no. La demencia es horrible; te quita lo mejor que puedes tener en toda tu vida-
-Las palomas son inútiles, y encima te cagan-
-No puedes estar comparando seriamente a las palomas con la demencia-
-No puedes comparar seriamente a la demencia con nada-
-¿Entonces no estás hablándome seriamente?-
-¿Las palomas te parecen un asunto serio?-
-No más que la marea lunar, he de decir-
-Estupidez espontánea-
-Tú lo has dicho-

Pasó el tiempo, seguí hablando con mi pequeño amigo con el que, sin darme cuenta tampoco, a veces me divertía. De repente sobresalía algún tope, pero nada lo suficientemente serio como para molestarnos. Por aquel entonces también visité el cuarto donde, ya lo había decidido, encerraría a mi madre. Lo visité varias veces y durante varias horas, y pedí siempre estar solo. Al fin, una noche donde no había luna y no valía la pena ir a la playa, empecé a escuchar algo. Como un fonógrafo al revés. Como un disco rayado y reproducido demasiado lento, una voz que parecía humana hablaba en sílabas extrañas de manera muy lenta. Como al cabo de un rato no entendía absolutamente nada, me fui a dormir a mi casa.

Obviamente, ese fue el tema del debate en la próxima luna con Hamilton. El niño parecía totalmente desinteresado en el tema, hasta que le mencioné la posibilidad de que fuera. Tenía curiosidad por saber qué oiría él allí dentro, un niño tan extraño e inmóvil como la playa al que solo veía de noche.

-¿Crees en fantasmas?-
-Los fantasmas son para gente aburrida o estúpida-
-Es lo mismo que pienso yo-
-Pero sin embargo oíste algo-
-Puede haber sido una enfermera con un fonógrafo detrás de la puerta-
-¿A esas horas de la noche?-
-Las enfermeras son aburridas y estúpidas-

Una noche, logré introducirlo en el asilo. Ya me reconocían por mi interés en la habitación y aduje que el niño era un pariente lejano del que tenía que cuidar por un tiempo. Al fin, con una larguísima espera que Hamilton pareció pasar sin protesta alguna, pude introducirlo dentro. Quedé oyendo detrás de la puerta hasta que caí dormido y me despertaron, horas después, tirones de la manga de mi saco. Habían pasado tres horas y el niño yacía, pálido, frente a mí, con la misma seriedad de mármol de siempre.

-¿Oíste algo?-
-Pues claro, en ese cuarto hay una voz-
-¿Y qué te dijo? ¿Cómo era?-
-Aburrida y estúpida-
-¿Qué?-
-Es muy sencillo. En ese cuarto hay una voz que está podrida de estar ahí y de hablar siempre con dementes. Así que habla pelotudeces e imita sonidos para divertirse. Ya se dio cuenta que no va a salir de ahí dentro y que a lo único que le tiene que tener miedo es al aburrimiento. Así que se divierte boludeando viejos locos que la gente le entrega en bandeja de plata. Y algunos boludos como vos también, de vez en cuando-
-¿Me estás diciendo que ahí dentro hay un puto fantasma?-
-Un fantasma no, solamente una voz. Los fantasmas no hablan tanto ni son tan inteligentes como esta voz-
-¿Pero qué diablos es?-
-Una voz en un cuarto-
 
Y así dio por finalizada la conversación Hamilton. Lo acompañé por primera vez hasta su casa y luego me fui a dormir a la mía, entrado el día. Solamente cuando desperté me di cuenta de que me había perdido la oportunidad de mi vida para pegarme un tiro en la playa aquella noche. Esa misma noche, el Niño esperaba, muy paciente, en el mismo lugar de siempre.
 
-Es extraño-
-¿Qué es extraño?-
-La voz en el cuarto-
-¿Porqué? Es una voz en un cuarto. No es difícil de entender, realmente-
-Pero ¿De dónde sale, qué la produce? ¿Hay alguna mente detrás de esa voz o es solo una alucinación colectiva?-
-Es solamente una puta voz en un puto cuarto. Nada más. Hay cosas mucho más difíciles de entender, realmente-
-Me sigue resultando extraño-
 
Solo entonces me miró a los ojos, directamente a los ojos.
 
-¿Qué es un fantasma?-
-¿Un muerto que no sabe que está muerto?-
-¿Y cómo sabes que no soy yo un fantasma?-
-¿Y cómo sabes que no lo soy yo?-
-Porque los fantasmas no buscan un lugar solitario para pegarse un tiro-
-¿Acaso a los fantasmas les gusta el efecto de la luna en las mareas?-
-Quizás sí, quizás no. Quizás solamente estoy aquí para joderte la vida-
-Maldito seas, Hamilton-
-No me gustaría tener que soportarte muerto aquí, quejándote peor que ahora por todas las estupideces que no me estás diciendo. Mi padre se va a quedar un buen tiempo aquí, lo cual significa que yo voy a seguir viniendo aquí para evitar tener tu fantasma suicida contándome imbecilidades-
-¿Y si solo me transformara en una voz en la playa?-
-Serías aún peor, y no serías una voz. Las voces no son fantasmas. Además, ¿quien te dice que solamente vienes las noches de luna, pues las de la luna nueva son los aniversarios de un suicidio que cometiste hace años y no recuerdas de tan viejo que eres?-
-Eso es una pelotudez-
-Exacto. Como tu idea del suicidio-
 
Terminé odiando al niño y ausentándome de la playa durante una semana, cuando me percaté que le estaba regalando la playa solamente a él. Solo entonces volví; si él no me dejaría volarme los sesos tranquilo, entonces yo tampoco le dejaría hacer lo que fuera que hacía solo. Fuera fantasma, niño, monstruo o lo que fuera. Siempre llevaba el arma conmigo, por si el niño se ausentaba, pero nunca faltaba, y siempre se quedaba más tiempo que yo mismo.
 
-Eres un verdadero dolor en el culo-
-Y tú un maldito mosquito al que no puedo terminar de aplastar-
-Gracias, es una bella analogía-
-De nada-
 
Por supuesto, mi madre se quedó en ese cuarto parlante solo para descubrir, según ella, que Elvis era quien le hablaba por las tardes, excepto en verano, cuando cambiaba por Louis Armstrong y me comentaba las hermosas charlas que mantenían sobre jardinería y manteles cosidos a mano. 
 
La vieja no se moría, el niño no se movía y mi pistola no se utilizaba.
 

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